CAPÍTULO I

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VOY tan rápido como puedo en mi bicicleta de montañas, se supone que deba ir en el autobús de las 7:00 de la mañana que llegaría a las 7:45 y así llegar temprano a mi primera clase de último año de preparatoria. ¿Por qué voy en bicicleta? Bueno, eso es fácil de responder, diría que estoy dándole al mundo a conocer el hecho de que he aprendido a montar una bicicleta. Se supone que eso lo aprendes en tu infancia, pero algunos no tenemos la infancia que todo el mundo pinta. La mía fue una muy difícil y dura de pasar, diría que todo lo malo me pasó en ella, pero supongo que la vida me tiene varias jugadas más en las que pateará mi trasero tal y como le gusta hacerlo; sí, soy pesimista y una de las peores, pero daría lo que fuera por ser al menos un poquito optimista tan solo el día de hoy. 

Mis piernas se sienten un poco entumecidas y hormiguean a medida que aumento la velocidad pasándole de lado a un bonito auto de último modelo, me alegra saber que sus caballos de fuerza no se comparan con los que contienen mis piernas. Mi madre siempre me decía que tenía las piernas más largas y tan blancas que jamás se pudo haber imaginado su hija tendría, mucho menos su primogénita. Al dar una perfecta vuelta en una esquina, me paro en seco por el tráfico que hay delante de mí, al parecer hubo una carambola provocada por un accidente, aunque no veo ninguna ambulancia asistiendo a los posibles accidentados. Lo que sí veo es un par de patrullas de las que salen unos cuantos oficiales con sus manos derechas a sus costados protegiendo lo que parecen ser sus armas de fuego. Lentamente y con cautela, veo cómo se acercan a mí que me he quedado muda y paralizada. El sudor frío recorre por las palmas de mis manos y aprieto firmemente los manubrios de mi Enriqueta, mi bicicleta, que no tiene ni dos meses de que me la regaló mi mejor amiga en una tarde de verano cuando me relevó de mis clases de ciclismo; me había advertido de que ella sólo sabía mantener el balance al usar una bicicleta y yo me propuse a convencerla de que me enseñara al menos lo que ella sabía.
Terminé aprendiendo a andar en bicicleta y como regalo de "graduación", me regaló a Enriqueta, cuyo nombre elegí puesto que empecé a apodarla "Queta", entonces, así la bautizamos. Los manubrios de Queta se empiezan a sentir demasiado húmedos bajo la piel de mis manos y no puedo dejar de apretarlos con fuerza mientras veo cómo los oficiales me apuntan con sus armas, directo al cráneo, aunque reservan unos metros de distancia, puedo sentir como en cualquier movimiento en falso, una de sus balas podría atravesarme a sangre fría, justo en medio de mi entrecejo.

— Suba las manos donde podamos verlas, señorita— me solicita uno de los oficiales y temiendo lo peor, asumiendo que saben muy bien usar sus armas de fuego... bien, ese es un estúpido pensamiento, así que sólo obedezco lo que me pide el oficial y lentamente suelto los manubrios de Queta para colocar mis manos en alto, dejándolas congeladas en el aire. —Muy bien, ahora, baje de su bicicleta —ordena el mismo oficial y yo sólo obedezco no siendo capaz de articular palabra alguna en mi defensa, o tan sólo decirle que lo que están haciendo no está bien.
No he cometido crimen alguno, a excepción de aquélla vez en la que robé un chicle, pero en ese entonces sólo tenía ocho años y fue en una rabieta que le hice a mi madre que muy bien me hizo pagar abofeteándome delante de lo que pudieron ser unas veinte personas, a medio pasillo de un súper mercado.
Al bajar de mi bicicleta, ésta cae al suelo haciendo un estruendoso ruido al tiempo que el portavoz de los oficiales que me rodean se acerca a unos cuantos pasos de mí apuntándome con su arma y sosteniendo en alto unas esposas. Puedo ver claramente que se acerca como si de acorralar a un animal peligroso se tratase, ni siquiera soy capaz de matar a una mosca, ¿cómo es que me gané el miedo de éstos policías? —Dese la vuelta —me grita y rápidamente me doy la vuelta, —NO BAJE LAS MANOS —gritonea más fuerte y temblando, doliéndome, subo mis manos dejándolas muy arriba. —Ahora, puede bajar las manos, lentamente —pronuncia esa palabra pausadamente dándole significado y puedo sentir como se va acercando a mí. —Coloque sus manos detrás de su espalda —lo hago y él las sostiene firmemente en las esposas que se sienten apretadas y calientes contra el frío de mi piel. Me da la vuelta y me hace caminar hacia una de sus camionetas.

—Espere, mi bicicleta... —hablo por primera vez girándome sobre mi hombro para contemplar a Enriqueta.

—Adónde vas, estoy seguro que no la necesitarás, muñeca... —me informa el oficial que me encaminaba, muy cerca de mi oreja y siento unos desagradables escalofríos recorriendo mi espina dorsal; este tipo no me gusta para nada.

—Pero, no puede dejarla ahí, al menos puede comisionarla...

—Calla, muñeca, la última vez que te permitimos argumentar palabra alguna con uno de mis hombres, terminaste por coquetearle y el muy estúpido se descuidó, dándote oportunidad para que le dispararas; no... — se acerca más a mi oreja— volverá... a... suceder, muñeca... — terminó alejándose y regalándome una burlesca sonrisa. Una oficial de suaves rasgos y maternal mirada me ayuda a subir a la parte trasera de la camioneta y regalándome una cálida sonrisa cierra la puerta justo en el momento en el que la camioneta comienza a moverse, emprendiendo viaje a lo que creo serán los separos. 

 Mirando a la ventana, contemplo cómo poco a poco nos vamos alejando del camino que debí haber tomado para llegar temprano a clases; mamá se decepcionará de mí, y ahí está, de nuevo ese sentimiento de culpa que alberga mi cabeza. No lo había tenido desde la última vez que me fugué una clase en la secundaria para ir al baño de niñas y escuchar lo que Dulce tenía para decirme.
Toda la clase previa nos estuvimos mandando recaditos a espaldas de nuestra maestra, también directora del plantel, y ella ni una sola vez nos había pillado; Dulce aseguraba que había escuchado a las demás chicas del curso hablar pestes de mí y como a mí no me gustaban las injusticias, bastaba con que le dijera a mi madre acerca de lo que me molestaba en mi escuela para tenerla al día siguiente reclamándole a la directora y ella, reprimiendo a los responsables de tal queja. Esta vez no sería diferente puesto que la cosa iba directamente en contra mía. Terminándose la clase, Dulce y yo corrimos al baño de mujeres, saltándonos la clase de inglés, para que pudiera decirme con lujo de detalle y sin interrupciones lo que había escuchado; nos atraparon a medio chisme. La directora nos había seguido hasta nuestro escondite y no pudiendo más, a los cinco minutos irrumpió en el baño, llevándonos a Dulce y a mí a la dirección. Nos dieron unos tres días de servicio a la escuela después de clases y mi madre, bueno, la reprimenda que me proporcionó ella no se comparaba con unas horas al lado de Dulce, plagadas de bromas y risas en alusión al momento en que la directora nos regañaba y lo furiosa que lucía. Me prometí no volver a hacer lo mismo pues, una, no quería defraudar a mi madre y dos, no quería volver a faltar a la escuela a causa de no ser capaz de siquiera moverme. Y aquí estaba, siendo arrestada, defraudando una vez más a mi madre, aunque estaba segura de que ésta vez no me regañaría como aquélla vez, la angustia que le haré pasar no se comparará con unos simples días de estar inmóvil a la cama. 

El recuerdo y la culpa me hicieron desconcentrarme y cuando menos me di cuenta, ya estaba la misma oficial de antes, la de suaves rasgos, abriéndome la puerta y ayudándome a bajar, como si de un niño bajando de un juego mecánico que le asustó mucho se tratase. Me encaminó dentro de un alto edificio de muchas ventanas y un triste color verde abrazándolo. El mármol rechinaba bajo la suela de mis zapatillas de correr al acercarnos a un apartado del lugar; celdas embarrotadas, lo que me faltaba. No era que no lo estaba esperando, sólo que esperaba que se tratase de una mala broma que alguien me estaba jugando, rezaba porque así fuera y me dijeran "sonríe a la cámara".
Cuando me despojaron de mis pertenencias y quitándome las esposas me arrojaron dentro de una celda, asumí que por lo que tanto estuve rezando, no sucedería. El molesto oficial fue el que cerró la puerta regálandome una de sus escalofriantes sonrisas. —Disfruta la estadía, muñeca... —fue lo último que dijo alejándose de la celda. Acercándome a los barrotes, saqué como pude mi cabeza y le grité:

—¿Qué no tengo derecho a una llamada?

 —Ya veremos, muñeca... —respondió y escuché cómo se alejaba. De nuevo ese apodo,¿por qué me molestaba que me lo dijera y más ese tipo? Claramente ese no era mi nombre, pero estaba segura que no era la única a la que nombraba así. Desearía poder hablar con esa amable mujer, necesito respuestas, saber qué es lo que pasa aquí, el por qué me tienen encerrada cuando de lo único que soy culpabl es de ser pesimista, ¿no pueden encarcelar a alguien por ser un gran pesimista?¿O sí? Me abracé ante la idea de pasar la noche aquí y sintiendo unos escalofríos me imaginé lo molesta que estará mi madre si no regreso para la cena. Haciendo memoria al momento en el que me metieron aquí, recordé no haber visto a nadie, así que me animé a echar un vistazo alrededor de la celda. En efecto, estaba sola. Soltando un suspiro de alivio me encaminé a una esquina, pegada a los barrotes, y me acurruqué.

CRIMINAL (CRIMINAL SERIES #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora