Capítulo 1. Ari

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—Se te ha puesto la lengua azul.

—Es culpa del helado —replico terminándome mi tarrina, y le saco la lengua a mi amigo.

Paseando por Mallorca, nos hemos metido en la primera heladería que nos hemos encontrado para tomar un helado. Mi amigo se ha pedido un cucurucho con tres bolas de chocolate, y yo una tarrina grande de helado azul, que sabe a chicle y que lo llamo «pitufo». Recuerdo que, cuando era pequeña, mi padre me lo compraba siempre al recogerme del colegio, y era uno de mis sabores favoritos. Aunque todavía lo sigue siendo, mis gustos no han cambiado mucho con el paso de la infancia a la adolescencia.

—Me recuerdas a un perrito que tiene la lengua de ese color.

—¿Te refieres a un chow-chow? —le pregunto. Me encantan esos perros tan peludos. Cuando me independice, adoptaré uno si mi gata me da permiso.

Diego asiente, esbozando una sonrisa.

—Ahora vengo, que voy a pagar la cuenta —dice levantándose de un salto, y se encamina hacia la barra antes de que pueda detenerlo.

Maldito.

Me doy cuenta de que las dos tías sin cerebro que se han sentado en la mesa de enfrente empiezan a cuchichear entre ellas sin dejar de mirarme. Seguro que estarán preguntándose qué es lo que hace alguien como yo con un chico tan guapo como Diego.

Decido levantar la muralla anticriticonas unineuronales.

A ver, Diego y yo no somos novios ni nada, sólo buenos amigos. Él vive en Barcelona y yo en Málaga. Mi madre y la suya se conocen desde muy jóvenes, pero a él lo conocí el verano del año pasado, cuando mi madre me «obligó» a pasar las vacaciones con ellos y con mi familia. Este año ha ocurrido exactamente lo mismo, pero me alegro, porque he podido conocer más a fondo a Diego; además, he estado echándolo mucho de menos y sólo hablábamos por WhatsApp.

—¿Nos vamos? —Mi amigo acaba de regresar con esa sonrisa que hace que se le marque el hoyuelo de la barbilla. Parece mentira que sea tan simpático con todo el mundo, desprende demasiada energía cuando habla, como si estuviera hecho de electricidad. Yo creo que, si se propusiera a encender una bombilla con la mente, lo conseguiría.

Yo soy todo lo contrario a él. Carezco de simpatía, a veces tengo mal carácter y puedo ser la persona más arisca del mundo. Me siento incómoda cuando alguien demuestra algún tipo de afecto hacia mí. No creo en la reencarnación, pero si existiera, en mi vida anterior habría sido un gato huraño.

Por cierto, ¿no he mencionado que me gustan los gatos? Tengo una gata más antipática que yo, que siempre hace lo que le sale de sus partes íntimas y que me araña mis camisetas favoritas. Pero es el único ser que me entiende en este planeta, porque ni yo misma me entiendo. Me la encontré en una caja de cartón, al lado de un contenedor de basura y, según el veterinario, rondaría los tres meses. Mi madre convocó al diablo que vivía en su interior y se puso hecha una loca, diciendo que esa bola negra de pulgas nos iba a traer mala suerte y que la devolviera al lugar donde me la había encontrado. Pero por una vez en mi vida, no le hice caso.

—La próxima vez me toca pagar a mí —contesto, y me levanto de la silla de metal. Estoy segura de que se me habrán quedado las marcas en la parte trasera de los muslos.

—Eso ya lo discutiremos en su momento.

—Te amenazaré con mi carcaj invisible de Katniss Everdeen —digo haciendo como que le lanzo una flecha, imitando a la protagonista de Los Juegos del Hambre, mientras caminamos hacia el hotel.

—Y yo te haré cambiar de opinión con mi varita invisible de Harry Potter.

—Te tienes que mirar tu obsesión por esa saga —le respondo carcajeándome, para picarlo.

Entre las nubes y las estrellas (Between #1) COMPLETA EN AMAZON ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora