Todo Comenzó en la Sala de Redacción

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Vuelta un mar de lágrimas y al borde de un colapso nervioso, me vi obligada a llamar a mi psicóloga a las cinco de la madrugada para jipiarle que la noche anterior mi muchachita me había contado, como si fuera una gracia, que había tenido su primera vez con su nuevo novio, un carajito a quien yo detestaba, como le dije ahogada en llanto:
-Es que ese es un hijito de mami y papi, un bobolongo, un vago...
-Ajá... ¿Y entonces?
-¿Cómo que "y entonces"?, Delia, ¿cómo que "y entonces "? ¡Ese carajito en su vida se ha leído un libro, imagínate que ni si quiera sabe quién es García Márquez!

A lo que Delia respondió mandándome a tirar.

Un remedio bastante interesante, solo que en medio de la lloradera no recuerdo si eso de tener más sexo tenía que ser con el hombre con quien ya tenía más de diez años de casada o con El Audaz, como denominé a con quien andaba por esos días de lo más entusiasmada haciendo el amor cada tres o cinco días y cuya existencia Delia conocía, por su puesto, desde la primera sesión a la que fui a parar porque mientras mi vida real cada vez estaba más desabrida, emergía de la nada semejante ejemplar: un muchachote recién graduado, con cuerpo de futbolista, los ojos negros, enormes, la barba rapadita y un tumbao como de gato cuyas pisadas apenas se sentían, lo que le permitía aparecerse sin aviso por la espalda para susurrarme al oído un reto erótico que nadie más escuchaba.

Lo conocí en la sala de redacción del periódico. Durante los primeros días no pasó mayor cosa: puros saludos de lejos. "Epa", "qué hubo", levantaba la cara de su cubículo cada vez que yo pasaba, nos quedábamos mirando un ratote, sonreídos los dos, así como dos gafos. A veces se acercaba hasta nuestras reuniones de pauta, un grupo de locos alborotados encargados de realizar la revista dominical del diario, y participaba en las discusiones que a gritos teníamos sobre cualquier cosa, para darnos ideas sobre lo que a los hombres les gustaría leer en casa los domingos, porque lo suyo eran los temas de la sección deportiva.

Todo iba normal hasta que llegó esa bendita mañana cuando, en medio de la acostumbrada gritería de la redacción, se escurrió hasta mi escritorio, instaló sus piernotas a mi lado y con su barbilla peligrosamente cercana a mi cuello, rozó mis manos para escribir grandote en la pantalla de mi monitor "Me gustas mucho". Con ese poco de años de matrimonio a cuestas y bastante fuera de forma en el arte de la seducción, solo oí salir de mi boca tamaña bolsería:
-¡Niño, pero qué casualidad!

A los diez minutos me estaba invitando a almorzar.

Aquello fue un desastre, porque yo juraba que de verdad íbamos a almorzar. Hasta le anuncié a mis amigotes de la redacción que no me esperaran al mediodía porque iba a comer con "otra gente" y, de lo más ansiosa, me encerré en el baño a eso de las once de la mañana para hacerme "latonería y pintura", lo suficientemente temprano como para que nadie se percatara -y El Audaz menos que nadie- de que me había arreglado justito antes para salir con él. Maquilladísima, regresé a mi escritorio y hundí la cabeza en el teclado de la computadora para disimular que estaba de lo más arreglada, hasta que al final sonó el teléfono interno y sin decir ni quién era, susurró: "Nos vemos abajo en media hora"; y yo sin hacer nada esa media hora, viendo los minutos que no avanzaban en el reloj del monitor, yendo y regresando del baño me volvía a empolvar y me decía frente al espejo, furiosa: "¿Chica, tú eres pendeja?, gran cosota, ¡qué vaina es!". Pero apenas el minutero indicó las 12:30 agarré veloz mi cartera, me lancé escalera abajo completamente atolondrada y frené en el último escalón adonde lo encontré sonriente, oloroso a 212 Sexy -fue la primera idiotez que le pregunté: ¿Qué perfume tan rico es ese?- jugando con el llavero del carro mientras atravesaba mi ropa con su mirada negrísima.

Un auténtico desastre, vuelvo y repito, porque no habíamos avanzado ni dos cuadras de camino cuando El Audaz comenzó con una agarradera, pero sin decir ni "pío". Con una habilidad indescriptible, tomaba el volante con la mano izquierda y usaba las rodillas para maniobrarlo por el lado derecho, mientras que su mano libre se abalanzaba sobre mi blue jean en una lucha veloz por desabotonarlo en medio de aquel tráfico y aquel calorón, y encima me preguntó:
-¿Qué te parece el Aladdin?
-¡¿Aladdin?, ¿cómo que el Aladdin?... ¿y no íbamos a almorzar?!

Delia lloraba de la risa mientras le contaba esa historia, porque lo peor no fue que me negué y me puse furiosa y ofendida, sino que El Audaz, más indignado que yo, dio la vuelta y se regresó al periódico hecho un energúmeno: "Yo tengo mucho trabajo, no tengo tiempo para esto", repetía en voz baja. Pero la verdad es que mi negativa profunda obedecía también a que justo ese día llevaba unas pantaletas horrorosas, marrones, gigantescas y, mientras él batallaba con mi cierre, yo me resistía, me enfurecía y me la daba de ofendida, cuando mi única y verdadera mortificación era: yo frente a él con mis pantaletotas de vieja casada, esas que dejamos para los días finales de la menstruación no vaya a ser que manchemos las bonitas y él seguramente con unos interiores pegaditos Calvin Klein, ¡qué va!

Pero a quién engaño. Esa tarde regresé a mi casa con aquella comezón interna tan parecida a la alegría que nos pellizca los días previos al desorden que es enamorarse. Por ahí viene una historia me decía sonriente. Viva de nuevo, auscultaba mi cara en el espejo del retrovisor a cada rato, preciosa que me sentía. No pegué un ojo en toda la noche. Con el corazón en la boca, la mañana siguiente entré al periódico y pasé por su cubículo de trabajo como un cohete, el rostro oculto entre los rulos de mi melena, limpísima por cierto después de dos horas de baño y acicalamiento y de ponerme mi mejor pantaletica. Escuché desde lejos que me deseaba "Buenos días" y me hice la bolsa. Y así anduve como hasta las once de la mañana, hecha la bolsa, cuando se deslizó otra vez hasta mi escritorio y me sorprendió nuevamente, pero esta vez para hacerme una invitación en voz alta imposible de rechazar: "Acompáñame a tomar café", dijo durísimo a sabiendas de que yo no podía negarme por más furiosa que estuviera, pues en las redacciones de los periódicos todos invitan a todos a tomar café y todos aceptan siempre porque todos quieren siempre tomar café y, por lo mismo, habría resultado rarísimo que me negara. Ya en el cafetín, cuando arrancó la conversación pendiente ("Ayer en la tarde te estaba buscando para que habláramos pero no te vi más y entonces yo pensé que..."), le interrumpí el discurso para explicarle que lo ocurrido no valía la pena ni siquiera una conversa porque este asunto calzaba perfectamente dentro de mi Hipótesis de la Moviola y se la recité íntegra:

Lo último que me faltaba (Confesiones de una esposa infiel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora