'Nada es cierto, lo único real es el cine', me dije durante una complicadísima etapa de recordar e imaginar en la que anduve durante un buen tiempo. Que mi necesidad de imaginar "cómo todo pudo haber sucedido distinto", me llevó a darme cuenta de que el proceso de imaginar y recordar es idéntico, al menos en mi caso. Que recuerdo con la misma intensidad con la que imagino e imagino con la misma intensidad con la que recuerdo. Entonces, si recuerdo como imagino e imagino como recuerdo, ¿quién garantiza que mis recuerdos sean ciertos y que lo que imagino no sea verdad? Así que, oportunista como soy cuando se trata de andar alegre, decidí introducir imaginación y recuerdos en una moviola hipotética para pegar, cortar y editar la realidad como me diera la gana: así, la realidad estaría dirigida por mí, con los protagonistas que mejor me convinieran y sobre todo, con un bojote de material de desecho. Alguien me dijo que eso era de Freud antes que mío; otro aguafiestas salió a analizar que eso se movía en el campo de lo anecdótico "porque los sentimientos no son desechables", pero yo preferí quedarme con el comentario de un amigo que me recomendó que mejor archivara los momentos desagradables porque con ellos podía realizar otra película solo para joderle la vida a un gentío.
Así que, moviola hipotética en mano, suelo reescribir constantemente mi Autobiografía Inventada que, como la dirige y produce una mujer, pues trata única y exclusivamente de amor. O de amores, en todo caso, porque ser mujer de un solo amor no merece ni moviola ni película. Título tentativo del film: Lo-único -que-me -faltaba, porque así comienza o termina una diciendo cada vez que comienza o termina una relación cuya historia vale la pena moviolizar.
-De modo que el pedacito del Aladdin ni si quiera existe, le rematé al Audaz, porque ya lo recorté y edité mi cosa; hasta le agregué otra escena donde tú me invitabas a almorzar y yo te decía que no podía y seguimos tan amigos tomando café aquí.
-¿Y por qué no filmamos una escena nueva pero donde yo te invito a almorzar, tú aceptas, y en el restaurante me disculpas lo de ayer?, me respondió con su voz ronquita.Volví a explicarle que lo del hotel estaba en el archivo desde hacía rato pero que, quizás, quien quita, a lo mejor, un día de estos, comíamos juntos: "Tú sabes cómo somos de impredecibles los guionistas de Hollywood", fue mi chiste final, coquetísima se lo dije, segura de que ya había caído en esa trampa involuntaria que largamos las mujeres por el puro placer de que los hombres nos pidan, nos rueguen, nos lloren de rodillas "aunque sea cenar contigo".
Lo cierto es que nuestro film se aceleró, quien lo diría, porque el periodismo semanal había iniciado el camino hacia su banalización definitiva y nada se hizo más urgente que averiguar lo que ocurría detrás de los gimnasios, ni más necesario que reportar sobre el uso de los palitos japoneses. Hasta que nos topamos inevitablemente con "¿Y qué será de la vida del Martini?", excusa que funcionó de maravillas para irnos todos los del grupo a hacer un tour por bares y restaurantes a fin de descubrir el mejor Martini de todo el eje norte de Anzoátegui, tal como esperábamos no conseguimos mayor variedad, solo el de una reconocida tasca en Lechería valía la pena -la copa helada y enorme, la mejor ginebra que la crisis podía permitir, tres aceitunas y nosotros detrás de la barra como quien espera la hostia-, "reportaje de investigación" que desembocó finalmente aquel viernes de julio, cuando dos copas demás, llame desde la tasca a El Audaz -porque la ginebra me dio por recordarlo impecable en su chaqueta de cuero negra, jeans ajustados, esta vez la barba poblada a medio rasurar- para notificarle que, así de lindo, se podía colar en mi agenda esa noche.
Siempre lleno, el Melao resultaba perfecto para encontrarnos porque era de una oscurana total, estaba de moda y uno se encontraba con todo el mundo ahí, así que cualquier excusa valía al momento de una excusa. Pero el pobre Audaz estuvo más de dos horas esperándome y vaya usted a saber cómo llegué al Melao y a cuenta de qué tuvo tanta paciencia y por qué no se fue indignado cuando finalmente me vio llegar borracha y alterada pidiendo otro Martini "para no mezclar", (qué bolas). Sentadito en un rincón, con su whisky a medio beber, se paró y empezó a gritarme "¡Epa, epa!", en aquella oscuridad y entre aquel gentío, hasta que me agarró por el brazo y me condujo a su mesa mientras yo insistía en que me trajeran un Martini "pero eso sí, bien seco, con tres aceitunas y cuidadito y me le ponen ginebra nacional porque me arrecho". Y después, ni idea. Como chispazos, al día siguiente me llegaban las imágenes de nosotros dos, beso y beso, dentro del local; luego nosotros dos enfrente del local mientras íbamos por los carros, después yo al volante y El Audaz en la ventanilla que me decía "te voy a seguir para que no te pase nada"; más tarde yo manejando hacia mi casa y finalmente yo en mi cama, al lado de mi esposo con su bata marrón de rayas, preguntándome arrechísimo "¿dónde coño andabas tú?" y yo con aquel dolor de cabeza, mi hermano.
Y aquí conviene atravesar cierto razonamiento teórico sobre el asunto porque, la verdad, ninguna culpa sentía. Que por el carril transitaba la vida con mi marido y nuestros amigos y las salidas a cenar y las navidades en familia, y por el otro comenzaba a circular esta especie de dimensión mía solita donde nada de lo otro existía.
Una vaina rarísima, le decía a Delia, donde ni si quiera es que me parto en dos, sino que somos dos en territorios absolutamente distintos, como quien salta de un tren hacia otro que va en dirección opuesta, midiendo bien la distancia para no estropear la huida, sin pensar por un segundo si tenía manera de regresar. O como si pareciera de lo más normal que yo transitara dos vidas y me alternara conmigo tan tranquila: que fuera y viniera cuando me provocará y que bastaba con llegar a mi casa para cancelarlo todo tan mecánicamente como si se tratara de pasar el suiche de la luz. O como cuando observo una escena memorable en la pantalla del cine y siento que hay trozos del guión que me pertenecen, pero sigo sentada allí, en la oscuridad de la sala, aunque también soy Meryl Streep pidiéndole a Robert Redfort que no hablen de nada ordinario, que solo inventen cuentos y se intercambien poemas, y entonces salgo del cine como aturdida, segura de que mi esposo me va a invitar a acampar en las sabanas de África pero lo único que me pregunta es: "¿Tienes el ticket del estacionamiento?" y me empuja de un solo trancazo hacia aquel otro lado de mí.
Tan distinto al día memorable cuando finalmente almorcé con El Audaz ¿Y puedes creer que cuando rasgó la bolsita de azúcar y la vació sobre mi café me hizo sentir Demi Moore rodeada por los brazos de Patrick Swayze mientras le daba forma a un jarrón de barro? Porque no me llevó directo al motel de la Vía Alterna sino que reservó en el mejor restaurante de la ciudad y ordenó un lenguado a la champaña para ambos, brindamos con vino italiano por la vida y entonces era yo la que estaba perdida entre aquellas pestañas negras enormes oyéndolo explicar la solución para salvar al país, los últimos atentados del Estado Islámico o como ya Venezuela se estaba quedando sin gente debido al boom de la migración, temas que podrían resultar poco apropiados para una cita pero que para dos periodistas son apasionantes, mientras rozaba mi muslo debajo del mantel en busca de su próximo movimiento.
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Lo último que me faltaba (Confesiones de una esposa infiel)
RomanceEstamos ante una historia peligrosa. Muy peligrosa, un texto sobre la arista menos tolerada y explotada del amor: la infidelidad femenina. En una suerte de novela mezclada con reportaje periodístico, Lo último que me faltaba desgrana un enjambre de...