Eres Bello, Bello, Bello

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"Me jodí", fui lo primero que pensé cuando lo vi desnudo: "parece tallado a mano", puro músculo El Audaz, un desaforado en el amor, avasallante y seguro. Se devistió calmadamente, sus ojotes negros fijos en mí, como si desplegara su espectáculo corporal a sabiendas de lo bien que le sentaba el desnudo y orgulloso de esa pinga de burro con que Diosito lo había premiado. Soberano vainazo porque, hasta entonces, mi única condición para acostarme con un tipo era que fuera medio de izquierda, preferiblemente ateo y, sobre todo, buen conversador. Y viene El Audaz y me atraviesa esta coordenada estética hasta ahora inexistente en mis registros y descubro lo sabroso de un cuerpo masculino perfecto, con todo y más en su sitio, "el David de Miguel Ángel, niñita", se lo describía a Delia y mejor aún: "un toro en el pecho llevaba mi perverso favorito", como cantamos Alejandra Guzmán y yo esa noche bajo la ducha de mi baño, adonde aterricé y me quedé durante horas sin ninguna gana de salir porque aquel aguacero privado y tibio me protegería de la otra yo que me aguardaba afuera.

¡Eres bello, bello, bello mucho más que el firmamentooo!, gritaba con Alejandra Guzmán otra vez, rodeada de vapor y espumas, frotándome la piel despacito con un gel olor a toronja para alargar mi desenfreno bajo el agua, toqueteándome toda para rebobinar la escena de hacía un rato, esa donde El Audaz me susurraba de su furia contenida, de sus ganas conmigo, sin callarse ni un segundo durante todo el tiempo que estuvo taladrándome sin piedad, mientras se comía todo mi cuello y acariciaba mis pezones. No paró de hablar durante todo el tiempo que estuvimos en aquello y, para mi mayor perdición, tampoco paró de hablar después de aquello: su extraordinario cuerpo tallado a mano, explayado en medio de la cama angustiadísimo por los niños que estaban sufriendo la peor parte de la crisis nacional y mi cabeza en la hondura de su pecho acariciando los vellos de su antebrazo; él seguro de que el presidente Maduro estaba dispuesto a mantener el poder por encima de cualquier cosa, incluso de los más inocentes, y yo entretenida con la cicatriz de sus rodillas marcadas por el fútbol; él preocupado porque el futuro de Venezuela estaba en un gran peligro, y yo preocupadísima porque debía llegar puntual a la casa y sorprender a mi esposo con una camisa carísima -gris expiación- que le escogí minuciosamente antes de mi privada exhibición porno de esa tarde, y le aseguraría que le quedaba estupenda, "como hecha sobre ti", tal cual promocioné exageradamente mi regalo fuera de fecha, con el cabello todavía mojado, olorosa a gel de toronja, oportunista como soy cuando se trata de andar alegre.

Vivo asustada. Esa es la sensación todo el tiempo, como de miedo. Pero no a que me descubran sino a no poder verlo. Paso la mañana disimulando que entre nosotros hay algo, mirando el teléfono, esperando al menos un mensaje de WhatsApp. Paso la mañana haciendo cosas diversas para distraerme mientras llama. Todo es un mientras. Y en ese mientras pienso: "no tiene tiempo, está ocupado trabajando, estoy casada, tiene que cuidarse y cuidarme...". Pero inmediatamente me digo lo opuesto: "lo único que quería era acostarse conmigo, seguro que soy otra más en la lista, debe pensar que soy una facilita, una cualquiera". Entonces hago lo imposible para evitar escribirle, para que no crea que me tiene a su disposición, que voy a salir corriendo a tirar con él cada vez que le dé la gana. Pienso otra vez: "cuando aparezca le voy a decir que eso no se vale, que me debe un retroactivo, que estoy en déficit, hacerle un chiste sobre esta vaina". O se lo digo en serio y ensayo el discurso completo en mi cabeza: "tú me tienes que llamar todos los días, porque si no me desordeno". Siento pánico imaginando cuando desaparezca para siempre, una tragedia inevitable para la cual me debo preparar y no lo estoy. Miro constantemente el reloj de la computadora y nada que llama: "¿En qué andará, qué le cuesta, por qué no le hace falta saber de mí?".

Qué vaina Delia: ese chamo me ve y ne desnuda, y yo lo veo y me alboroto y me vuelvo una idiota y me la paso comprando hilos rojos, sostenes de satén negro y ligueros de encaje blanco. Excitadísima ando visitando tiendas de ropa íntima... Y es que a estas alturas, después de diez años de matrimonio, mi esposo y yo nos conocemos las rajitas, las cicatrices, los olores, la técnica. Tú jamás me lo vas a aceptar, pero no hay como un cuerpo nuevo y eso no tiene nada que ver con la lealtad o la confianza o la ética. Ni siquiera con el amor. Porque te lo juro, yo sigo amando a mi esposo, muchísimo. Imagínate que el otro día, mientras manejaba hacia el periódico, me dediqué a pensar lo feliz que era y en el balance de todo lo que la vida me había dado, metí a los dos tipos. Tranquilaza, me descubrí pensando: "Tengo un marido extraordinario, un amante bellísimo...", "¿tú has visto?" Ayer, cuando se acercaba a mi escritorio, de solo percibir de reojo que venía hacia mí, me paralicé. El corazón me hacía tukutum tukutum y yo ligando que él no oyera aquellos latidos que sonaban como un ecosonograma, pum pum pum... pero solo se limitó a inclinar la cabeza como quien dice, "Buenos días señora", y se fue con su andar de gato, mientras yo lo veía irse, imaginándone sus nalgas perfectas.

Qué va Delia, tengo que buscar oficio, regresar al gimnasio, distraerme, salir de la oficina, hablar con las amigas, cortarme el pelo, buscar que el día pase lo más rápido posible hasta que llegue el siguiente y comenzar de nuevo a comerme las uñas: "¿me llamará, no me llamará?".

¿Y si lo llamo yo? ¿Por qué no lo llamo yo? ¿Qué importa que lo llame si de todos modos nos vamos a morir, si la humanidad completa va a desaparecer, si la Vía Láctea en algún momento va a chocar contra la galaxia Andrómeda, y el planeta está en extinción y el Sol es una estrella más entre las cuatrocientos millones que hay en el Universo y cualquier día de estos vamos a estallar todos, entonces, ¡¿por qué no lo llamo yo, coño?!...

Lápiz y papel en mano, Delia lee despacito la tarea que me recomendó en la última sesión (escríbeme lo que sientes cuando estás ansiosa") y apenas termina, pasa a explicarme qué carajo es el Refuerzo Intermitente, "el más difícil de combatir, por cierto". Dibuja dos ratitas horrendas en su libreta y me las muestra mientras me dice:



-Ponemos estas dos ratas de laboratorio en dos jaulas idénticas y a una de ellas le lanzamos una pelotica de comida cada hora por un agujero. A la otra le damos el alimento pero de forma aleatoria: primero cada media hora, luego cada cinco, después se la lanzamos una hora sí y la otra no, y así sucesivamente... ¿Tú sabes lo que ocurre? Que la rata que recibe el alimento religiosamente, cada hora exacta, muere de inanición. Su jaula termina llena de pelotitas de comida, pero ella fallece de hambre porque llega un momento en el que se sacia y pierde el interés por la comida. ¿Y qué pasa con la otra ratita? Pues que sigue viva muchísimo más tiempo porque el día se le va esperando que le lancen el alimento. Ella permanece frente al agujerito sin moverse, alerta, vigilante, obsesionada todo el tiempo porque no sabe cuándo le va a caer la comida. Esta ratita es la que ha sido sometida al Refuerzo Intermitente. Así estás tú, como ella, igualita...



Boquiabierta, veo cómo la rata que garabateó Delia comienza a tener mi rostro y el agujerito es el teléfono, mientras que la champaña en la cama o las conversaciones sobre cómo salvar el mundo son las pelotitas de alimento que me marean de adrenalina y me mantienen en esta alerta constante, adicta a la espera del próximo inseguro y peligroso encuentro. ¿Cuándo nos veremos, cómo me escaparé de fulanito, qué hilo me pondré ese día?



Mientras la religión hace de las suyas, y como si la incertidumbre del placer aleatorio no fuese suficiente castigo, entre una y otra pelotita de alegría se me viene encima un corrientazo de culpa que me obliga a reconocer ante nuestro torturador más íntimo que las mujeres que montamos cachos somos bien putas, malagradecidas, embusteras, unas destruyehogares y que iremos derechito al infierno, bien hecho. Furiosa sin saber contra quién -el corazón, el alma, una vagina insaciable, un destino desgraciado que nos atravesó a Otro en el camino -, busco cualquier explicación al asunto menos esencial, orbitando alrededor de una verdad tan enorme que no la podemos percibir en su totalidad: que para una mujer, montar cachos es más que una adicción, un sufrimiento, una traición horrenda o una debilidad momentánea. Para nosotras se convierte, también, en una historia de amor, una telenovela perfecta con todos sus ingredientes donde pasamos a ser las sufridas protagonistas, impedidas de amar libremente ni si quiera en el capítulo final porque la sola existencia del antagonista (nuestra pareja) lo imposibilita. Y como en toda telenovela, nuestro amor imposible es aliñado con decenas de personajes secundarios que van desde esos amigos nobles que se hacen los locos y nos ayudan a meter la coba, hasta las maléficas que se lo cuentan a los afectados, pasando obviamente por el psiquiatra, la astróloga, los vecinos y los compañeros de trabajo que algo huelen y contribuyen a condimentar el asunto episodio tras episodio. Para remate, y como en todo drama pasional, instalada y oculta en el centro de la trama reina La Gran Verdad, cuyo estallido final puede acabar con la vida de un gentío y por lo tanto debemos mantenerla en secreto, preferiblemente hasta que la muerte nos separe.



(En este momento puede dejar de leer porque, como toda historia de amor imposible, montar cachos se transforma, tarde o temprano, en una historia de amor inolvidable).

Lo último que me faltaba (Confesiones de una esposa infiel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora