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Nos dimos prisa en deshacernos del cuerpo, que, para nuestro asombro, pesaba más de lo que aparentaba con respecto a su tamaño. Nos cercioramos de que la sepultura resultara medianamente digna o, por lo menos, que los restos quedaran ocultos a los ojos de cualquier transeúnte, y que el olor, característico de los muertos, no alertase a ningún vecino de las lánguidas casas que surgían de los alrededores.

En el camino de vuelta, después de la primera misión cumplida, observé que un grupo de cuervos danzaban en la lejanía, cuyo baile sugería haber sido enseñado por el propio Satanás. Los animales acompañaban el viciado baile, que consistía en dar vueltas con ascensos y descensos repentinos con pasmosa precisión (tanto así que mareaba la mera visión de éstos), con graznidos estridentes que rompían el silencia de la noche, y proyectaban dirigirse hacia el lugar donde habíamos dejado nuestra reciente carga.

-Parece que nos están siguiendo –susurré a Lestat con una expresión de congoja.

-Es tu imaginación –determinó él –Y, aunque nos sigan, ¿qué importa? –había cierta fiereza en su mirada que le impulsaba a desafiar a todo aquello que le importunase.

-Solo digo que es un mal augurio.

-Lo es –concluyó con una sonrisa malévola –Pero no para nosotros.

Atravesamos media ciudad hasta llegar a un barrio distinguido con un trazado urbanístico moderno, nada que ver con las viejas calles de Europa, cuyos sinuosos caminos desorientaban a menos que te supieras de memoria el recorrido, y cuyos empedrados eran más aptos para las carrocerías con caballos que para el peatón. Aquí había una sucesión de aceras llanas por donde los ricos acomodados paseaban con paso flagrante sin ninguna otra preocupación que adaptar el ritmo a sus exigencias cotidianas.

Me maravillaba descubrir y aprender de este mundo que no cesaba de cambiar a los largo de los años y de los siglos, con unas mentes cada vez más cultivadas que desarrollaban estructuras complejas y elaboradas que facilitaban el transcurrir diario e, incluso, avocaban a sus habitantes a una comodidad excesiva, impensable en otras épocas.

Me hallaba ensimismado en estos pensamientos cuando, de repente, Lestat me hizo una señal con la mano para que me detuviese.

-Es aquí –señaló –Es esta casa donde vive el señor Parks.

-¿Quién es el señor Parks?

-Uno de los que estamos buscando, ¿quién iba a ser sino? Así se llama el que siempre lleva un corbatín de color rojo sangre, ¿lo llegaste a ver?

Negué con la cabeza. No había llegado a ver a ninguno, ni ellos a mí. Ni siquiera me conocían, solo me identificaban con Louis y, por supuesto, con Lestat.

-¿A cuántos tenemos que visitar esta noche? –pregunté con un tono lánguido.

-Solo será necesario a dos –repuso con determinación –Los demás son meros títeres de los peces gordos que tanto nos estorban –arrugó la mente mientras sopesaba la cuestión –La verdad es que no sé por qué no me decidí a hacer esto hace mucho tiempo. Creo que vamos a efectuar una obra de caridad en este pueblo.

Su inquietud me produjo desasosiego. Había sonado a que éramos seres justicieros entre los mortales, o ¿más bien benefactores? Nada de eso me lo parecía a mí. Quizás mi mentalidad se debatiera por no ser arrancada de las viejas leyendas, pero yo percibía a mi congéneres (incluyéndome a mí) como una plaga, una plaga inteligente que haría mejor en ocultarse en los lugares más inaccesibles o ignorados.

-Deja atrás esas ideas –me espetó Lestat. Me había estado leyendo la mente sin que me hubiera dado cuenta. Arrugué el ceño a modo de disgusto y le eché una mirada reprobatoria.

La deseada inmortalidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora