Cocina

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No tienes que hacer nada. Sólo preocuparte de que no te hagan algo ✔✔>
< Quiero volar, novio ✔✔
< Quizá algún día pueda ✔✔
Quizá. Pero hasta que eso pase, trata de tomar un micro ✔✔>
< Ya ya. ✔✔
< Oye, ha sonado algo ✔✔
¿Sonado? ✔✔>
< Sí... como si se cayera una sartén ✔✔
< Voy a ver ✔✔
Oye no ✔✔>
Y si se metió alguien a tu casa? ✔✔>
Ya te fuiste, verdad? ✔>
Si... ✔>

Frida se puso las pantuflas que tenían forma de dinosaurio. Le gustaba ponerse cosas que simbolicen otras cosas. Las cosas polifacéticas siempre le sacaban una sonrisa... y mientras el común denominador de personas piensa que un par de pantuflas sólo sirve para meter los pies, Frida estaba convencida de que las suyas, además, le demostraban que los dinosaurios en algún momento existieron y fueron geniales, y que fueron tan, pero tan geniales, que aun extinguiéndose hace más de sesenta y cinco millones de años, eran capaces de vender merchandising en el siglo XXI... y eso es algo que ni los más grandes genios como Dalí (a quien también admiraba y amaba) podrían conseguir aunque pase un millón de años (y ni pensar en sesenta y cinco de esos millones). Sin embargo, aunque reconozca la genialidad de los dinosaurios, Frida solía recordar a Dalí con un estremecimiento de cuerpo entero; pinturas como La persistencia de la memoria o La tentación de san Antonio llegaban, algunas veces, a excitarle de sobremanera. Sonrió al recordar el bigote de Dalí. Era muy injusto que, quizá, en sesenta y seis millones de años nadie sepa de su existencia... Aunque los dinosaurios, estaba segura, seguirían ahí para vender su merchandising.

Y el sonido, como si se cayese una sartén, la quitó del trance. Seguía sentada en su cama.

— Coño, Frida —se dijo en voz alta—, eres tan lenta que el ratero ya debe haberse llevado hasta las pantuflas que tienes puestas.

Y como si temiera dicha realidad, bajó la vista para asegurarse de que su calzado seguía siendo el mismo. Sonrió al ver el rugido mudo y caricaturesco de cada uno de sus T-rex de color verde. Se quitó la pantufla derecha y se la colocó frente a la cara.

— ¡Rawr! —le rugió al afelpado reptil prehistórico— Eres un buen T-rex, ¿verdad?

Y otro sonido de sartén.

La chica sacudió la cabeza y se colocó la pantufla. Salió al pasillo y llegó a la parte alta de las escaleras que conducen a la planta baja.

Un nuevo sonido (No tenemos tantas sartenes...) de sartenes. Al parecer venía de la cocina (Obviamente, tonta, es ahí donde están las sartenes). Esta vez no tuvo con qué distraerse.

Bajó tres escalones y se colocó a cuatro patas, como si fuese un gato con ganas de estorbar al amo que desea bajar a la sala, y desde ahí, entre los barrotes de madera tallada de la escalera, espió la cocina como cuando, de niña, lo hacía cada vez que el olor de una comida agradable le sacaba de su habitación. Sin embargo, esta vez, no había comida agradable alguna.

No vio nada.

Bajó un par de escalones más y repitió la operación. ¡Soy un gato malvado! ¡Nya!

No vio nada.

Quizá lo imaginó... después de todo, sus padres no parecían haberse despertado por el ruido. Y eso que fue fuerte... además, cuando echó un vistazo a la sala y al comedor, aún en la oscuridad notó que no faltaba nada. Todo ha sido mi imaginación... ¿Un ratero que sólo roba cocinas? ¡Eso no existe! ¿O sí?

Se puso de pie y bajó las escaleras con un titubeo en cada escalón. No le molestaba mucho la oscuridad, pero sí el no saber qué cosa había ahí... de pequeña tuvo tantas pesadillas con aquello que no veía gracias a la oscuridad, pero que ahí estaba, como sueños tranquilos donde la oscuridad lo invadía todo pero el lugar era tan familiar que la luz era lo de menos.

Sin embargo, aunque ese sitio, su casa, era el más familiar del mundo, aquella tranquilidad había sido profanada como el descanso de un faraón egipcio cuya tumba había sido saqueada. Y ella, como emperatriz egipcia (Nadie se mete con Cleopatra, o sea moi), estaba más que lista para dejar caer una maldición sobre aquel desgraciado que irrumpió en su pirámide.

Cogió la lámpara favorita de su madre (Me va a matar si le pasa algo), la azotó débilmente contra la palma de su mano derecha para calcular el daño que podría hacer (creo que con un buen golpe será suficiente) y se apresuró hacia la entrada de la cocina. Levantó el brazo con su nueva arma sobre su cabeza, lista para arremeter contra el saqueador de tumbas (¿o me amaría si capturo al malo aun a costa de su lámpara?).

Con todas sus fuerzas, reprimió el impulso de preguntar «¿Hay alguien ahí?»; esa pregunta le parecía la más estúpida de todas, seguida muy de cerca por el «¿Quién es usted?», pero como el ser humano suele ser muy estúpido, nadie puede evitar formular este par de interrogantes; «Sí, señorita, disculpe mi mala educación, soy un vil ratero y asesino... Verá, si quiere otro día podemos tomar un café y le cuento de mi vida. Hoy he robado ya seis casas y he matado a ocho personas, y estoy muy cansado de contar mi biografía cada vez que me preguntan cosas tipo "¿Hay alguien ahí?" y, claro, el "¿Quién es usted?" cuando por fin me ven, así que si no le importa... voy a seguir a lo mío. El trabajo de ratero-asesino es muy tedioso cuando hay gente preguntándole a uno sobre su vida personal... yo no suelo hacer eso con la mesera del restaurante ni con el dependiente de la tienda por departamentos. En fin... Intentaré no asesinarla para poder responderle en alguna oportunidad futura, ¿vale?»

Frida sacudió la cabeza. Otra vez divagaba. Al menos, estaba segura, de que no había un ratero-asesino ahí... Ya habría huido o la hubiese matado. Y como seguía viva...

Bajó la lámpara y entró a la cocina.

El piso de linóleo le hizo patinar débilmente y sonrió ante aquella sensación que siempre le gustó. Viró a la izquierda, pasó la refri y se paró frente a la vara empotrada de madera con ganchos que sostenía cada olla y sartén como un collar de perlas en el garfio de un pirata. Trató de recordar cada sartén, para saber si no faltaba ninguna. Colocó la lámpara bajo su axila y se ayudó con los dedos de la mano izquierda.

— Como ratero-asesino —le dijo al grupo de utensilios de cocina (todo está completo. No falta nada)— te mueres de hambre.

Y, a su espalda, el tintineo metálico de una cacerola de gran tamaño le erizó cada vello del cuerpo. Sí había un ratero-asesino después de todo, y estaba atrás...

Frida entró en pánico. Había alguien mirando su nuca, lo sabía, y al no haber oído una voz que intentara tranquilizarla, supo que ese alguien era malvado. La sangre de la chica empezó a bombear más rápido dentro de ella, su respiración se aceleró y cada una de sus extremidades empezó a sentir un hormigueo. Era miedo, era poder, era... no pudo determinarlo, su razón empezó a nublarse.

¡Una inyección de adrenalina!

Con los ojos cerrados dio media vuelta y blandió la lámpara con ambas manos como si se tratase de un martillo de guerra. Al no sentir contacto con nada, avanzó, a ciegas, azotando el aire con su arma mientras gruñía como un perro asustado.

Antes de llegar al otro extremo de la cocina, donde los reposteros guardaban los platos y vasos, su T-rex derecho patinó ligeramente, no lo suficiente para ocasionar un resbalón, pero se encontraba tan asustada que, con ayuda de sus nervios, su pierna se levantó como la de un karateka profesional y, al parecer, el T-rex izquierdo no quería perderse la pirueta, así que imitó a su amigo.

Frida aterrizó sobre su trasero, en un golpe que normalmente le dolería, si no fuese por la cantidad de adrenalina liberada gracias al ataque de pánico.

Lo que sí le dolió fue el hombro derecho cuando la lámpara cayó pesadamente sobre él, y milagrosamente no se quebró. Rebotó y reposó tranquilamente en su regazo.

La cocina estaba vacía. El único sonido era el de la respiración agitada de la chica que ahora reposaba boca arriba con los brazos extendidos.

El dolor en el trasero empezó.

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