El pasado II

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Hacía un par de años, Frida miraba a Johan con una sonrisa nerviosa, como esperando que aquello justifique lo que él tenía en las manos.

Él miró la expresión estúpida de su recién conocida. Volvió la vista hacia la sangre seca y, como si recién descubriera la sábana y el libro de inglés, tiró la mochila al suelo con un temblor en ambos brazos.

— Maté a un niño —dijo ella. Luego lo miró con una sonrisa sin pisca de humor.

— ¿Que qué? —respondió, con los brazos, aún temblorosos, sobre el asiento de la banca, listo para impulsarse hacia el cielos y huir volando si la chica repetía lo que creyó que había dicho— Me parece que no te he entendido bien.

— Jajajajaja —se buró—. ¡Debiste ver tu cara! —rio tanto que incluso empezó a dolerle el costado— ¡Ha sido épica! —la chica trató de recuperar la calma al ver que su contraparte no mostraba la mínima intención de reír— Lo siento.... Es... mi nariz.

— ¿Nariz? —preguntó él, sin saber si el miedo le había abandonado para dar paso al enojo o si sentía ambos, al mismo tiempo.

— Sí —inhaló y exhaló profundamente para serenarse finalmente—. Suelo sangrar por la nariz al más mínimo impacto. A veces ni siquiera necesito de uno... no sé por qué. Según mi madre deben cauterizarme algo ahí dentro. Quizá algún día, por fin, regrese al otorrino para que me haga la operación.

— ¿Esos no ven el oído?

— También la nariz. Y la laringe... por eso se llaman otorrinolaringólogos; oto es oído, rino es nariz, laringo es laringe y logos es estudio. Sin embargo, decir otorrinolaringólogo es muy largo y tedioso, por eso prefiero no gastar tanta saliva y simplemente decirle otorrino, además no pienso verme la laringe. Aunque tampoco los oídos, ¿no? Bueno, tú que vas a saber, ¡Si recién me conoces! Creo que debería simplemente llamarlo rinólogo, o sea, quitándole el oto y el laringo a otorrinolaringólogo, ¿no crees? Aunque si su especialidad es la otorrinolaringología, quizá debería llamarlo por su nombre completo... ¡Ay no! ¿Crees que se haya molestado cuando le dije otorrino sin saber si es rinólogo u otorrinolaringólogo? Las personas, y creo que sobretodo los médicos, son muy exquisitos con sus especialidades, ¿no?

Johan abrió la boca, pero no dijo nada. Había recibido tanta información y tantas preguntas en tan poco tiempo... esta chica parecía un desastre, o un genio. Lo descubriría si la volvía a ver algún otro día, aunque lo dudaba.

— ¡Oye! —Frida agitaba la mano derecha ante el rostro perdido de Johan— ¿Estás bien? Creo que te desconectaste del mundo, ¿no? A mí me pasa a menudo. ¡Es que siempre hay algo en qué pensar! La gente no se detiene jamás a mirar a su alrededor y ahí es donde hay...

— El problema de tu nariz no explica la sangre en las sábanas ni en el libro —interrumpió el joven antes de recibir, lo sabía, una nueva avalancha de información y preguntas.

Frida se agachó para recoger su mochila. La colocó en su regazo y sacó la sábana ensangrentada como si fuese la cosa más normal del mundo. Algunas personas volteaban para mirar al par de chicos; ella tenía una sábana con sangre y él no parecía muy cómodo con la exhibición. «¿Problemas de pareja? ¿O quizá un "Me quitaste la virginidad, maldito"?».

— Hace una semana, días más, días menos, me desperté para venir a la universidad como todos los días. Me senté en mi cama y me puse mis pantuflas de cabra. Me gustan las cabras, tienen una facilidad para mantenerse en pie en lugares bien aleatorios... he visto videos de cabras en...

— ¡La sangre! Continúa, por favor.

— ¡Oh! Sí, sí. La cosa es que fui a lavarme los dientes, como todas las mañanas, pero antes de abrir el gabinete-espejo del baño para sacar mi cepillo... tenía todo el lado derecho de mi cara manchado con sangre.

— Qué fuerte...

— ¡Sí! Había sangrado de la nariz mientras dormía, y supongo que sobé mi cara contra las sábanas. ¡Qué bruta! —Ella parecía divertida, pero abandonó la idea de reír al notar que Johan no compartía su humor.

— ¿Pero no lavas sábanas nunca o qué?

— Es mi madre quien lava las sábanas... y, pues —las mejillas de la chica tomaron un color rojizo, un color al que ella llamaba «vergüencita»— esa noche había visto a mi novio hasta tarde... y no quería que mi mamá piense mal si veía la sangre en las sábanas.

— Ajá...

— Guardé la sábana en mi mochila —Las mejillas de Frida volvieron a la normalidad—. Planeaba botarla a la basura en algún contenedor grande de la calle, pero siempre se me olvida... y cuando paso cerca a uno, sólo me dedico a admirar el paisaje...

— El paisaje... ¿de los contenedores de basura?

— No, tonto. En general... de las calles, los autos, la gente... incluso me olvido del contenedor. Y olvido que tengo que botar la sábana manchada de sangre.

— ¿Vas una semana cargando con eso?

— La verdad... —el color vergüencita regresó— suelo olvidar las cosas por más tiempo...

Frida colocó la sábana a un lado y Johan cogió el libro de inglés ensangrentado con páginas arrancadas. Por alguna razón no le dio asco.

Ante la historia de las sartenes, Johan suspiró aliviado. Mientras lo más peligroso en aquella casa fuese la imaginación de Frida, todo estaría bien.

Cerca de la media noche, Frida se despidió de su novio.

Se tiró en su cama con las piernas colgando por un costado. Y así se quedé un momento, mirando el techo y pensando en las sartenes. Estaba segura de haber sentido a alguien ahí. Alguien la miraba, alguien que ella no podía ver...

¿Fantasmas? A veces los fantasmas hacen ruidos y tiran cosas... como las sartenes (pero todo estaba en su sitio) que cayeron al suelo. Un fantasma también podía mirar a las personas sin ser mirado.

— Nada de fantasmas —susurró, pero la idea le hizo tiritar. Levantó los pies y los colocó sobre la cama gracias a aquel temor que todos tenemos por lo que pueda haber debajo de esta—. Fantasmas...

Como si intentara desmentir su miedo (ese fantasma no puede saber que estoy asustada), decidió mirar debajo de su cama, como si de un acto heroico se tratase.

Se colocó de rodillas casi al filo de la cama, los dedos en forma de garras se clavaron en el costado del colchón y su cabeza descendió lentamente mientras abría las piernas para no perder el equilibrio. Su cabello toco el piso cuando aún se encontraba a unos cinco centímetros de ver qué había bajo su cama. Inmediatamente levantó la cabeza y acomodó los mechones que caían delante de su rostro.

— Si hubiese algo bajo mi cama, me hubiese jalado los pelos —se justificó ante su cuarto vacío—, no tenía necesidad alguna de asomarme. Ajá, no fue miedo.

Se tumbó en la cama y, aunque tenía calor, decidió taparse con su colcha verde (sólo es por si las dudas; yo no tengo miedo).

Poco a poco, sus nervios se calmaron y empezó a sentir calor. Aún con los ojos cerrados, resbaló la manta hacia abajo, liberando su rostro de la prisión calorífica del interior de su cama. Se acomodó sobre el lado derecho de su cuerpo y bostezó antes de relajarse para, por fin, conciliar el sueño.

Un ruido metálico, como el de una sartén cayendo al suelo
No otra vez, por favor...
la obligó a presionar los ojos ya cerrados
Duérmete, duérmete, duérmete...
y a encogerse hasta colocarse en posición fetal
No hay nada... no puede haber nada...

Y en algún momento, unos cinco minutos después (fueron horas... ¡horas!), se quedó dormida casi sin darse cuenta.

Ahí hay algoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora