Árbol

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¿Qué hora sería cuando aquel ruidito, un "tic, tic", la despertó? ¿Las tres de la madrugada? ¿Las cuatro? Todavía seguía oscuro cuando ese sonidito
¿Sartenes? No, por favor.
le hizo abrir un ojo. Pero era un ruido más cercano y débil. Se sintió como si fuese capaz de oírlo porque sonaba dentro de su cuarto
¿Aquí en mi cuarto? No, por favor.
y no desde su nuevo lugar menos favorito de la casa: La cocina.
Al menos no ha sido la sartén...

Se quedó con la vista clavada en el techo por unos segundos. Suspiró y creyó que aquella noche no terminaría nunca.

Tic, tic

Sí, venía de su habitación.

— Qué... —Frida se sentó en la cama y viró la cabeza de derecha a izquierda, en busca de aquello que producía el sonido. La manta verde resbaló por sus pechos y saltó a su regazo— demonios...

Finalmente lo encontró. Era la ventana. El sonido venía de la ventana.

La chica recogió la frazada y la subió hasta su nariz. Dobló las rodillas e (tic tic) intentó pegarlas a su pecho. Otra vez esa sensación de no estar sola... no le gustó esa sensación; igual que la última vez, la odió.

Tic, tic

— Es la ventana —susurró, (tic tic) bajo la manta—. Es la ventana, y estoy en un segundo piso. Eso no es posible. No lo es. No. Por favor. No. No quiero que...

Soltó la manta y suspiró.

— Me sentiría muy estúpida si...

Segundos antes de sentirse estúpida, liberó sus piernas de la frazada y se sentó en la cama. Se colocó las pantuflas de dinosaurio sin pensar en los terrores que podrían habitar bajo su cama.

Se puso de pie y caminó hacia la ventana. Justo antes de sentirse estúpida, estiró el brazo y titubeó, pero finalmente corrió la persiana para que ocurra lo inevitable: Sentirse estúpida mientras veía cómo el viento agitaba las ramas del árbol de su jardín que, al chocar contra el vidrio, dejaban oír un tintineante tic tic.

— Sí que soy estúpida...

Suspiró con algo de decepción. Bajó la persiana, dio media vuelta y avanzó hacia su cama. Planeaba dormir hasta el mediodía... quizá a costa de perder una o dos clases en la universidad.
para lo que me importa... sólo quiero dormir

No llegó a acostarse; un pensamiento horrible se clavó en mitad de su cerebro como una espina en el dedo de un niño (te harás daño, pequeño) que juguetea en un rosal. Empezó a sangrar, al menos en el plano metafórico, del cerebro... igual que el dedo (ay... ay...) del niño.

Dio media vuelta y regresó hacia su ventana.

Cerró los ojos. Su mano temblorosa (tic tic) haló de la cuerda que colgaba al lado derecho de la ventana (tic tic) y las persianas se pusieron en marcha (tic tic) tras un ligero quejido. Frida
En mi patio ni siquiera hay jardín...
abrió un ojo, temerosa de aquel árbol invasor, y vio la rama (tic tic) que, como si fuera un dedo deforme, tocaba su ventana.

— No...

Siguió el brazo de madera, carcomido por el tiempo, y llegó al gran tronco. Esa era la corteza de algo horrible, y ese algo la llamaba (tic tic) a través de aquella cosa que no debería estar ahí.

Miró hacia abajo, tratando de seguir con la vista (tic tic) la madera vieja que la había despertado.

— No... —repitió, cuando fue incapaz de ver el suelo.

No llegó a ver el suelo; la niebla impedía ver nada. La vista de la chica llegaba hasta unos veinte metros (tic tic), desde la ventana, hacia abajo. Luego, aquella cortina brumosa lo tragaba todo.

— Estoy en un segundo piso... No debería estar tan alto.

Levantó la mirada, esta vez, en busca de la copa.

Las pocas hojas casi secas que aún se mantenían unidas al viejo árbol parecían haberse unido a las pútridas ramas, que le recordaban a las manos de un viejo artrítico, para posar en un cuadro de terror; la copa del árbol mostraba formas, formas que la aterraban. Veía, a través del laberinto de ramas y hojas, sonrisas puntiagudas y malvadas, como aquellas que son talladas en las calabazas en el día de las brujas. Y los ojos triangulares, algunos con una pupila vertical, como la de un gato furioso, formada por una hoja bamboleante, parecían clavarse en Frida. Y ahí había algo... ella lo sabía.

Pero no quería saber qué era.

Tic, tic

Retrocedió tres pasos, con los brazos por delante, palmas extendidas, cubriendo su campo de visión ante aquella cosa aberrante que no debería estar en el patio de su casa.

Gritó. O al menos lo intentó. Fue una sensación horrible. La boca no parecía tener intenciones de querer abrirse, los labios parecían sellados. La garganta, sin ninguna complicación hasta hacía un par de segundos, se sintió seca e incapaz de expulsar algún sonido. La lengua, pegada al paladar, no podía más que sentir dolor al tratar de ser levantada.

Cuando por fin pudo abrir la boca, sólo salió de ella un débil vaho que no representaba ni la mitad de lo que sentía en ese momento. La claustrofobia de estar encerrada en su propio cuerpo era insoportable. Aquel deseo de salir de sí misma, de escapar de aquel gigante artrítico y de aquellas sonrisas filosas no parecía suficiente para hacer que sus malditas cuerdas vocales no se atrofien.

Nunca, en todo lo que llevaba de vida, sintió tantas ganas de gritar, de llorar, de correr y de, incluso, hacerse en los pantalones sin importarle qué pasaría después. Sólo quería irse lejos; de ese árbol, de esa habitación, de esa casa...

Tic, tic

Frida vio el techo de su habitación cuando abrió los ojos. Todavía era de noche. Por la ventana se colaba el débil brillo de la luna tímida que vio antes de llegar a su casa, y no había rastro de ningún árbol podrido. Aquel viejo gigante con artritis de sonrisa malvada se había ido. Y deseó que no volver a verlo jamás, ni si quiera en sueños que no recuerde al despertar.

Se dio la vuelta para acomodarse sobre el lado derecho de su cuerpo, su pose favorita para conciliar el sueño, y sintió algo caliente, algo líquido, corriendo por su muslo.

Levantó la colcha y un olor ácido escapó desde las profundidades de su cama. Cuando la fragancia llegó hasta sus fosas nasales, supo de inmediato a qué se debía.

— Frida, definitivamente eres idiota —dijo, y se alegró de poder hablar otra vez. Su humor mejoró bastante—. Mira que mearte en la cama como si tuvieses seis años. ¡Y te has mojado hasta la panza!

Y rio. La chica rio como si aquel sueño no hubiese existido.

Se quedó acostada unos segundos más, con los meados aún tibios en las piernas y estómago, hasta que la respiración, agitada tras la risa, volviera a ser normal.

— Ahora debes cambiarte, cambiar sábanas... ¿y secar el colchón? —se sentó en la cama y llevó una mano al mentón— ¿Cómo demonios seco el colchón? ¿Cómo le hacía mi mamá cuando tenía seis años?

Minutos más tarde ya había dejado la pijama y las sábanas en el cesto de la ropa sucia (ojalá no tenga que responder ninguna pregunta el día de lavar ropa) y, sólo con una muda de bragas encima, regresó a su habitación con un secador de pelo en la mano.

— Debería tomar una ducha —se dijo en voz alta, mientras apuntaba al colchón con el secador encendido—. ¿Cuando era niña me duchaba después de mearme en la cama?

Y, aunque no recordaba ni lo de secar el colchón, ni lo de tomar una ducha, hizo ambas cosas antes de volver a acostarse.

A la mañana siguiente, no supo si soñó algo después de la pesadilla del árbol.

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