II

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II

En el mismo instante en que esos dos nombres salieron a la luz, Mia supo que las posibilidades de volver atrás dejaron de ser una opción.

Hasta ahora, había hecho todo lo posible por completar sus estudios solo para poder tener siquiera la oportunidad de investigar la única pista que poseía. El proceso no fue tan rápido como ella deseó, pero al fin sería capaz de iniciar aquello que no pudo durante todos estos años, si bien era incierta la dirección que le llevaría todo esto. Puede que incluso esa pista por la que mantuvo la esperanza durante todo este tiempo no la condujera a nada, mas no deseaba abandonarla. Quería confiar en ella.

Por eso se encontraba allí, frente a las puertas de aquel bufete: para investigar a Redd White y descubrir la relación que tuvo con la desaparición de su madre. Para descubrir la verdad, incluso si su única guía se trataba de una mera ilusión, una mentira.

Mia respiró profundamente y, con decisión, entró en el edificio. Buscó lo que podía ser un despacho y llamó a la puerta. Por el hueco que hubo tras abrirse, se coló una fuerte esencia que, si bien resultaba atrayente para la nariz, no supo identificar su origen. Y luego estaba el hombre corpulento que se hallaba tras de ella, ataviado con un traje rojo y cuyo volumen de voz resultaba ser un tanto alto para su gusto.

–¿Desea algo,señorita?

–Perdone, busco al Sr.Grussberg. Me gustaría unirme a su firma de abogados.

Apenas hubo terminado la oración cuando el hombre rió escandalosamente. No se trató de una carcajada grande, sino más bien de una risa jovial que, junto al movimiento de su bigote, lucía como un entusiasmado Santa Claus. Tan ruidoso que despertaría a cualquier niño a la espera de su regalo.

–¡Jo, jo, jo! No tienes que buscar más, pues lo has encontrado. Aunque te has confundido con mi apellido; es Grossberg. Marvin Grossberg –le aclaró, haciendo que se avergonzara por semejante fallo. Tenía que tranquilizarse, se dijo, todo iba a salir bien–. Oh, pero pase. –Se apartó de la puerta para permitirle el paso–.  Hablemos tranquilamente dentro, señorita...

–Fey. Mia Fey, Sr.Grussberg.

–Srta. Fey, no se quede ahí de pie y entre. Y por cierto, es Grossberg.

Sin haber escuchado eso último, Mia aceptó su ofrecimiento y entró. El primer pensamiento que surcó por su mente al ver aquella oficina fue que nada se salía de lugar –salvo por el gran cuadro de la pared de un pescador–,quedando en armonía los colores otoñales y los objetos, de corte refinado. Y entre todo este escenario, un hilillo de humo salía dela taza de un hombre quien parecía disfrutar el aroma que este emanaba. Al parecer, eso fue lo que percibió su nariz desde la puerta.

Entonces él –también acorde a los tonos otoñales de la sala– la miró fijamente, como si la analizara. Mia solo pudo mantener su espalda rígida ante su penetrante mirada, la cual daba la sensación de poder ver más allá de lo que en estos momentos era capaz de imaginar. Era una sensación abrumadora.

–Usted, la señorita de aquí de pie –la llamó de pronto, haciendo que le devolviera la vista–, su nombre y profesión.

–Diego. –Su nombre en boca del Sr. Grossberg sonó como una advertencia que el susodicho ignoró.

–Cuando veo a una hermosa mujer siempre le pregunto su nombre y profesión primero, es una de mis reglas. –Y bebió de su humeante taza hasta terminar con su contenido.

De los pocos hombres con los que Mia había tenido que tratar en su vida, era la primera vez que se cruzaba con alguien como él, quien no podía ser descrito como ¿excéntrico, estrafalario, único en su especie? Ninguno de esos término llegaba a englobar quién era este tal «Diego», como le acababa de llamar el Sr. Grossberg.

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