III
Las máscaras de trabajador eran conocidas por no considerarse las más bonitas de entre todas las máscaras. Los colores solían ser apagados como las cenizas de una llama extinta; y la decoración no podía ser más lúgubre, desde las ojeras hasta los suspiros. Sin duda, no era una máscara preciosa, sin embargo, a algunos no le importaban llevarla.
Como a Mia Fey.
Desde el primer día, su entusiasmo ante el trabajo nunca fue de bajo nivel. Aceptaba todo recado que se le pedía, e impecablemente lo llevaba a cabo, corrigiendo errores cuando se le marcaban y preguntando cada vez que la duda se le mostraba por delante. «Lo único que importa en estos momentos es el aprendizaje; el descanso va después». Ese tipo de máscaras encajaba bien en Mia.
Sin embargo, incluso dentro de los amantes del conocimiento, ella poseía algo que los demás no tenían. Algo que, fuera lo que fuese, resultaba casi obsesivo que rozaba la mano de la enfermedad. Algo imperceptible para ella, como el calor del café traspasando la garganta de Diego.
–La verdad, ¿eh?
Sin duda, una obsesión a gran escala que crecía progresivamente, como la máscara de Mia Fey: fina, casi como un antifaz, haciéndole destacar sus relucientes ojos con las ojeras más oscuras. Una máscara que, si no se quitaba de vez en cuando, cubrirá algo más que su cara. El corazón, por ejemplo.
–Qué trágico... y amargo. –Y bebió de su taza de café número dieciséis.
Por otro lado, el profundo suspiro de Grossberg sonó más profundo que de costumbre.
–Esa chiquilla se está sobreesforzando demasiado...
–¿Está hablando de Mia Fey? –Él asintió.
–No tuve otra que mandarla de vuelta a casa. Si bien ya llevaba unos cuantos días viniendo con mala cara, hoy se ha llevado el premio gordo. Tenía unas ojeras espantosas, esa joven. Y sin embargo no paraba de insistir en quedarse. «¡De qué habla! ¡Estoy tan fresca como una rosa, Sr. Grossberg! ¡Míreme, lo estoy!», decía. –suspiró–. No sé a quién quería engañar con eso. Ah... la juventud de estos días no sabe cuándo parar. Especialmente con sus aspiraciones. Nunca es suficiente para ellos.
–Jefe, ¿usted sabe a qué se refería con lo de «descubrir la verdad», el día que llegó? Porque supongo que no se trata de algo tan abstracto y amplio como «la verdad» en sí, sino una en concreto.
–Por supuesto. Es más, fue por eso precisamente por lo que la contraté.
La expresión de Diego cambió durante un segundo, mas Grossberg no percató de ello.
–Aunque probablemente lo haya hecho por mí, más que por ella. No la he ayudado; solo me he auto-satisfecho con un poco de alivio para así, tal vez, sentir una pizca de perdón en lo que hice. Solo le he echado un poco de azúcar a la herida llena de sal, nada más.
Y de ese modo, sin nada decisivo ni que obtener de ello –«Cada uno le echa lo que quiere a su café», fue la conclusión de Diego–, se dio por finalizada la conversación.
A la mañana siguiente, cuando entró en el despacho con su primera taza de café recién hecha, como un día corriente y moliente halló a la joven abogada sentada en el sofá marrón con sus propios asuntos; lo más probable, con su búsqueda de esa enigmática «verdad». Sobre su regazo descansaba una carpeta negra con una cantidad ingente de papeles dentro, aparentemente ordenados. El contenido, fuera el que fuese, parecía captar toda la atención de la joven, haciéndole adoptar una expresión entre pensativa y apagada, mas no por ello su mirada dejaba de ser intensa. Tan intensa y amarga como el café y la desesperación. Toda una agonía.
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Naïve
FanfictionSi se hubiera dado cuenta antes, tal vez habría escogido un puente diferente. Otro puente más allá de la tribulación que les esperaba. Aunque, si no se había dado cuenta de ello, o bien hace mucho que estaban destruidos o puede que fueran demasiado...