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Todo el mundo posee una prenda favorita que le gusta llevar. Por ejemplo, en el trabajo, Diego nunca cambiaba el color de su camisa, vistiendo siempre una de un rojo tan intenso como su café. Una camisa de puro rojo que se ponía solo porque era su color favorito. O al menos, eso era lo que Mia suponía; nunca le preguntó la razón por la que siempre la vestía, pero lo más seguro es que sus suposiciones no fueran del todo erróneas. «El rojo es mi color favorito». No sonaba nada raro ese tipo de respuestas en Diego Armando; al contrario, sería muy propio de él –aparentemente obvia, escueta y que no aclaraba nada en absoluto. Tanto como de ella de asistir al bufete con un sobrio vestido negro que todos reconocían. Su vestido preferido.

Ese vestido que, para la sorpresa de algunos, hoy no llevaba puesto.

–Vaya, bonito vestido blanco –señaló Grossberg–. ¿Un cambio de imagen, tal vez?

Ojalá fuera eso, pensó ella. Al menos haría de aquello más llevadero.

–No es eso. Estos últimos días de lluvia ha hecho que la ropa se acumulara y, como habrá visto, las nubes lo cubren todo, por lo que ha resultado ser imposible secar la colada.

En efecto, no podía divisarse ningún pedacito de cielo azul en el firmamento, y la ciudad parecía estar teñida de un imborrable gris. Incluso si poseía suficiente ropa que vestir, sus vestidos negros no eran infinitos, por lo que esto habría sucedido tarde o temprano. Además, la vestimenta de ahora no difería mucho de la que solía llevar: blanco, recto y ceñido al cuerpo. Un vestido cómodo que, viera como lo viese, aún resultaba adecuado para el trabajo, sin volantes ondeando fácilmente con el viento que la estorbasen. Debía ser ideal, salvo porque era blanco.

Pero, no importaba cuánto intentara convencerse de ello, sencillamente no le terminaba de gustar.

–Ese vestido blanco no es para ti, gatita –se atrevió a decir Diego mientras abría la puerta, a punto de marcharse a su siguiente trabajo.

–¡Un momento, Diego! –El mencionado obedeció–. Mia, ve con Diego. Él ahora va a ir adonde su cliente para defenderlo en el juicio que se celebrará hoy; quiero que lo acompañes y presencies por ti misma cómo es juicio de verdad. Y además –añadió–, no creo que te quede mal. Ese vestido.

–No se preocupe, Sr. Grossberg. No me ha molestado en absoluto –se apresuró a aclarar ella–. En cualquier caso, gracias por el halago.

Dicho esto, la conversación concluyó y ambos se despidieron de su jefe para, a continuación, dirigirse en dirección al tribunal, donde Diego procedería a defender a su cliente. Durante el trayecto, Mia rememoró aquella vez en la que los dos corrieron bajo la lluvia, sin saber aún con ciencia cierta la causa que lo provocó. Aunque si se lo preguntara, lo más probable es que resultara en vano, como cuando sintió curiosidad por su afán hacia las camisas rojas. Iba a dejar que el tiempo se llevara consigo esas dudas, como en aquella ocasión.

Así, dejó de lado sus cavilaciones y se percató de la atención con la cual Diego la miraba. Había llegado a olvidar cómo se sentía ser observada por él, a olvidar la sensación de incomodidad que le provocaba cada vez que lo hacía. O tal vez sí lo había olvidado de verdad, y solo estaba experimentando algo similar. Como la sensación de duda que le invadía mientras se preguntaba «¿Por qué esa mirada?»

–Definitivamente, ese vestido blanco no es para ti –repitió de repente–. No termina de encajar contigo.

Para cuando concluyó y Mia se volteó a verlo, este ya no la miraba, como si desde el inicio hubiera tenido la vista al frente, sin haber pronunciado esas palabras. Pero...

–... me alegro de que haya alguien que me dé la razón –murmuró para sí misma, aunque no con toda la confidencialidad que ella creyó.

–Yo no te he dado la razón, gatita; lo único que he hecho es ser objetivo. Por otro lado, pensé que me preguntarías el porqué no te queda ese vestido, no que me apoyaras en mi opinión.

Lo cierto era que por un instante lo esperó, que hiciera la pregunta y él no respondiera, que insistiera y aun con eso no le cediera la luz que disiparía su duda. Jugar un rato con ella solamente, callándose con ello razones como que la prenda no combinaba con su piel, tan blanca como la luna –tan brillante como la pureza que limpia la noche, tan solitaria en el frío espacio; y no busca a nadie de compañía, solo se mantiene ocupada escondiendo el lado oscuro que deseaba esconder. Razones como que el café no necesitaba tanta leche fría.

No fue como lo planeó, y aun así se divertía con ello. Tal vez porque era incapaz de intuir cuáles serían los siguientes gestos, el placer del misterio.

Entonces Mia sonrió.

–Puede ser. Pero, ¿por qué debería hacerlo? Al fin y al cabo, estás en lo cierto. Este vestido no me sienta nada bien. Y será mejor que nos apresuremos; está empezando a chispear. –Y entonces aceleró el paso, seguido de Diego, quien al mismo tiempo soltaba carcajadas y se dejaba empapar el rostro con las gotitas que caían del cielo.

–Si el blanco no es tu color, sin duda no te quedaría bien un vestido de novia. A menos que sea rojo. –añadió. Ahora fue Mia quien dejó escapar una risita.

–¿El rojo es tu color favorito?

–De nuevo, pensé que preguntarías por qué rojo. Pero sí –asintió él–. El rojo es mi color favorito.

En realidad también se preguntaba por qué rojo, pero de alguna forma ya intuía cuál habría sido la respuesta. A esa pregunta y a todas las que tuvieran relación con el rojo. Porque era rojo. Nada más –aunque ella seguiría prefiriendo el negro por encima de los demás colores.

Fue entonces cuando, al notar un goterón en la nariz y apresurar aún más el paso, algo empezó a ondearse encima de su cabeza y la de Diego: era la chaqueta de su compañero, con ese color que a ella tanto le gustaba.

–Por desgracia no es impermeable ni se transforma en paraguas, así que tendrás que conformarte con esto, gatita. –Ella sonrió.

–¿Para qué conformarse? Ya que estamos, corramos hasta el tribunal.

No hizo falta una respuesta verbal por parte del otro. Se limitaron a compartir sonrisas cómplice y, al cabo de un par de segundos, ambos comenzaron a coger velocidad rápidamente. Por supuesto, todo resultaba inútil mientras estuvieran bajo la merced del tiempo, pero al menos podían decir que lo intentaron y aprendieron de ello. Aprendieron que las gotas de lluvia se sentían más refrescantes durante una carrera, que una chaqueta negra permeable no ejercía muy bien la función de paraguas.

Que a Mia no le sentaba bien el blanco, y que a Diego le encantaba el rojo.

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