IV

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IV

Había un dicho en la Tierra que decía así: la curiosidad mató al gato.

Diego no conocía los límites de aquello, hasta dónde resultaba certero y hasta dónde no. Sin embargo, tenía absolutamente claro dos cosas de tres: uno, que iba a haber gato muerto; dos, que habría gato muerto de no ser porque él era un abogado elegantísimo -adicto al café- y sereno. El gran Diego Armando. Y tres... Es la que iba a confirmar justo ahora.

-Mia, ¿por qué no queda café?

-Porque ya se lo ha terminado... ¿tal vez? -El hombre, si bien sonreía como de costumbre, sentía que le estaba lanzando su mirada más dura. Nerviosismo no era solo lo que le recorría el cuerpo, sino más emociones, más de las que ella podía soportar. Por ello, para aligerar esa carga, optó por contar la verdad-. Y porque el gato se ha bebido lo que restaba.

-Pero... ¿Por qué no queda café?

-Vamos, Sr. Armando, ¿cuánto café toma diariamente? ¿No ha tenido suficiente por hoy? Además, solo quedaba poco, para una taza.

Eventualmente, Mia fue disminuyendo el volumen de voz por cada palabra que pronunciaba hasta permanecer con la boca cerrada. Es lo que tuvo que haber hecho desde el principio. No valía la pena discutir con él cuando se trataba de su café y, menos aún, regañarle por las cantidades que ingería si el fin de ello consistía en reducirlas. Todo argumento perdía sentido con él como juez de estos juicios.

Y todo había surgido a causa de su pequeño cliente, que estaba saltando entre el sofá y la mesa con brío a la vez que un arañado Grossberg intentaba agarrarlo.

-Las personas no son los únicos a los que un abogado debería proteger -afirmó su jefe-. Sin embargo -prosiguió-, Mia, ayúdame a tranquilizar este lindo gatito de una vez.

Minutos más tarde, pudieron detener el cataclismo que estuvo ocasionando el pequeño minino. Mia lo halló en una de las calles durante su trayecto al bufete, donde las protestas del viento arrasaban con todo a su alcance -varias docenas de paraguas salieron rodando por el asfalto, los papeles flotaban como gallinas intentando volar, las cajas de cartón competían por ver quién corría más rápido, y alguna que otra braguita de la colada aprovechó para salir al exterior- y el cielo avisaba con unas gotitas de llovizna lo que se avecinaba. Todo un escenario típico de Thor.

Y en medio de aquella fiesta, mientras ella corría después de que su paraguas se rompiera -transparente, barato y endeble-, varios maullidos le suplicaron con desespero que se lo llevaran. Concretamente, una bola de pelo negro con un puntito blanco bajo la boca conocido comúnmente como «gato».

Sobre lo que hizo con él... El resultado era evidente, si bien no las consecuencias; a Mia jamás se le pasó por la cabeza que, mientras ellos realizaban su trabajo del día, el pequeñín, trepidando como lo hizo cuando se encontraron, se atreviera a tomar el café de Diego. De hecho, debería resultar imposible, improbable. Porque no es lo normal. Eso fue lo que le argumentó a su compañero.

-¿Intentas decirme que si algo no es normal no es posible? ¿Es eso?

Por supuesto, Mia fue incapaz de reprochárselo. No se veía capaz de presentar ningún argumento con peso mientras él llevara esa cabeza con dos caras, por la que en una se mostraba sonriendo y en otra lucía descontento. Diego bufó.

-¿Por qué siempre me quedo sin café? -se preguntó y, habiendo concluido la jornada, se marchó hacia su casa.

Afortunadamente, cuando le llegó también la hora de regresar, el animal no le supuso ningún problema gracias a Morfeo gatuno, que le otorgó un sueño de lo más plácido. Sin más lugar dónde instalarse, por el momento, se lo trajo con ella. A partir de mañana empezaría a buscar un hogar para él.

La búsqueda fue más corta de lo que imaginó.

Esa mañana, el tiempo no mejoró mucho en comparación con ayer. Volvía a chispear sobre la cuidad y el firmamento continuaba sin cambiarse de capa, la cual se ondeaba como olas del mar. Olas de aire que Diego, con su chaqueta negra permeable sobre la cabeza, se tragaba.

En un punto del camino, no obstante, se detuvo. No porque tuviera que hacerlo, sino porque creyó divisar algo que le resultaba familiar. Algo negro, peludo, hecho una bola... Que cuanto más se acercaba para identificarlo, todo se enfocaba de mejor forma hasta convertirlo en una imagen de alta calidad.

Entonces lo reconoció: ese punto blanco debajo de la boca, tan pequeño como el lunar de Mia.

Ese punto blanco del que se atrevió a tomar de su café no se movía, ni el gato tampoco. Se hallaba cerca de un cuerpo inerte, empapado, derrumbado.

Y muerto, sin temor a equivocarse, de la curiosidad.

El gato ha muerto.

-Aun cuando nada bueno te esperaba fuera... -musitó Diego. Obviamente, no obtuvo respuesta alguna. Ni ahora, ni más tarde, ni nunca. Sin recibir ninguna queja por su parte, lo quitó de ahí en medio y, en el borde de la calle, lo arropó con su chaqueta negra permeable, para que al menos su viaje hacia arriba transcurriera tranquilamente y en solitario. Triste, pero en eso consistía la muerte: es tuya, y solo tú puedes recorrer tu ascenso al cielo.

-¡Sr. Armando! ¿¡Qué hace aquí parado, en medio de la lluvia!? Haga el favor de correr si no desea coger un resfriado.

Sí, todos acabarían perdiendo la vida, la persona que le estaba hablando -ni tampoco él- no era la excepción.

-Sí -pudo contestar al final-. Sí, tienes razón. Salvo en una cosa -Sonrió-: ¿Quién dice que va a coger un resfriado? Porque Diego Armando no se resfría. Pero, si tan preocupada te sientes, ¡corramos entonces! Compitamos por ver quién llega primero al bufete, gatita.

No pasó ni un segundo antes de que Diego, sin escuchar la respuesta de su compañera, comenzara a correr en medio de todo aquel desastre causado por el tiempo. Y cuando se dio cuenta de ello, podía oír su lejana voz cada vez más cerca (¡Espera! ¡He dicho que esperes, Diego!). Se había olvidado en qué momento empezó a llamarle por su nombre, pero no entraría en este tipo de detalles. La lluvia los bañaba, el viento ayudaba, los paraguas circulaban a sus lados, los papeles continuaban volando precipitadamente, las cajas de cartón competían en su propia carrera y las braguitas de la colada abandonaban sus casas para conocer el mundo. Como si sus actos fueran guiados por la curiosidad. La curiosidad de realizar actos desconocidos, actos que no solían llevar a cabo.

Y ellos estaban corriendo bajo las refrescantes gotas de lluvia, tan frías que diferían del calor de sus frentes. Corrían porque era una acción que no solían realizar, porque Diego se preguntó cómo sería sentir el choque del agua contra su cara.

-Me pregunto... dónde se habrá... metido el gato.

Porque quería confirmar que no se necesitaban siete vidas para ser curioso.

-Quién sabe. Tal vez esté junto con otros gatos, jugando felizmente en algún lugar, sea cual sea.

Porque quería demostrar que la curiosidad no hacía daño y, sobre todo, que no los mataría. Ni a él ni a la gatita, decidida a desvelar los secretos de su soñada verdad, que corría tras su espalda.

NaïveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora