Parte 15

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"Escríbeme", le dijo al final de su carta Eleonor Trap a su tío Adrian Troadec. Y Adrian comenzó a escribirle y ya nunca dejó de hacerlo hasta que ella llegó.

Eleonor comenzó por contarle que cada día se sentía más alejada de sus padres, que no la comprendían a ella ni a su mundo. Las canciones que cantaban y tocaban sus padres le parecían anticuadas y sosas. Ahora ella cantaba y bailaba el nuevo estilo, el rock and roll, vestía de manera que los escandalizaba y asistía continuamente a fiestas que sus padres le reprochaban. Ellos le hablaban de tiempos anteriores, de las dificultades de la vida, de la guerra, de los sueños rotos por no planificarse. Ella no quería saber nada del pasado. Sólo quería pasárselo bien.

Y Adrian nunca sabía qué responder, nunca había sido padre, no había pasado por un tiempo de adaptación para conocer a las jóvenes de quince años y comprendía que el mundo en el victorioso Estados Unidos debía ser muy distinto al de su apacible Suiza natal.

Primero optó por no responder a sus rebeldías con consejos ni reproche alguno. Adrian escribía bucólicas cartas describiendo su tierra y sus paisajes. Eleonor comenzó por no darle demasiada importancia a estas cartas, aunque le hacia ilusión recibirlas desde Europa a su nombre. Se las enseñaba a sus amigas y a veces inventaba que él era un admirador europeo que le escribía.

Pero lo que para los dos estaba siendo un ejercicio banal de escritura comenzó a convertirse en algo más.

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Eleonor se fue enganchado al ejercicio de la escritura. Más que cartas aquello era su diario enviado a un extraño. Escribir comenzó a producirle placer, un placer íntimo y silencioso, un recogimiento donde se encontraba consigo misma a solas y que le daba una paz que hasta ahora nunca había conocido. Adrian comenzó a ser para ella un personaje mítico, un hombre maduro y solitario que la oía, a mitad del camino entre un padre comprensivo y un novio ideal. Fantaseaba y escribía durante horas contándole con su letra de niña alocada y con sus faltas de ortografía adolescentes, hasta el más mínimo detalle de sus pequeñas aventuras, de las discusiones con sus amigas, de los chicos que le gustaban y de su inseguridad por culpa de la pequeña cojera. Pero, ahora se daba cuenta, todas las lecturas que había hecho durante su infancia, aquellas que comenzaron con el impulso de su tía Alma, le daban una cierta facilidad para elaborar ideas y contarlas por escrito que reforzaba su placer.

Adrian comenzó a comprender lo que ocurría. Y lo alentó . Lo alentó porque sabía que, escribiendo, Eleonor pensaba. Y eso era bueno. Y lo alentó porque empezó a planear la posibilidad real de que ella fuera a Suiza, viviera en su casa, sola o con familia, y fuera su compañía durante la vejez. Era, de nuevo, un plan a largo plazo. Como los planes que a Adrian le gustaba preparar.

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Pero el 26 de Septiembre de 1957 Eleonor le escribió una carta a su tío diciéndole que se iba a suicidar. En una fuerte discusión con su padre, que se oponía a sus continuas salidas a bailes y fiestas, él le dijo que le daba igual lo que ella hiciera porque, en definitiva, él no era su padre. Eleonor sintió que el mundo se derrumbaba a sus pies. George había sido muy importante para ella, la había querido y se había preocupado mucho por su educación y ella llevaba su apellido  y su madre, ahora, le parecía una zorra falsa y mentirosa. Sí la familia había sido una fingida escena teatral, una gran mentira, que podía ser el mundo, se preguntaba Eleonor.

Era jueves. El 26 de septiembre de 1957 era jueves. Eleonor terminó de escribir la carta, la cerró y la llevó a la oficina postal de Georgetown. Una vez allí, siguió caminando en dirección al río  Potomac, sólo dos calles más abajo. Bordeó su orilla en un largo paseo y finalmente llegó hasta el puente Lincoln desde donde contempló el cauce que habría de ser su último lecho.

SABOR A CHOCOLATEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora