Parte 12

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Mientras el mundo andaba en guerra, Adrian y Elena vivían en amor .

Adrian tenía 37 años, Elena 21. Para ambos el amor era una experiencia nueva a la que se entregaron sin contención, sin mala conciencia, sin rendimientos, sin reservas. El mundo se mataba y ellos, en el sótano de la Petit Chocolat, se acariciaban, se abrazaban, se amaban, sin oír sus dolorosos pasados ni el fragoso presente que les rodeaba.

Para Adrian el sabor del amor volvía a mezclarse con el sabor del chocolate. Para Elena, amor y chocolate serían ya siempre una misma cosa.

El 8 de diciembre de 1941 Elena y Adrian se casaron en la pequeña iglesia de Santa Marta en Aix-en-Provence. El padrino de boda fue Lajos Trapolyi. Adrian y Lajos se miraron. Los recuerdos les arañaban el alma. No sabían que Mel Willman, el marido de Alma, había muerto hacia ya más de tres años. Tampoco sabían que el día anterior los japoneses habían atacado Pearl Harbor y que ese día, a esa hora, Franklin Delano Roosevelt se dirigía por radio a su país y al mundo para comunicar que Estados Unidos de América había entrado en guerra.

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Adrian y Elena comenzaron a vivir una vida sencilla de amor, rutina y miedo a la guerra y a sus consecuencias, hasta que octubre de 1944 llegó un mensaje que cambio sus vidas: el alto mando militar norteamericano  recién desembarcado en Francia, le hacia un encargo para elaborar diez mil tabletas de chocolate cada dos semanas. El pago sería al contado y el contrato podría durar al menos seis meses. Adrian sabía que no podría conseguirlo.

Pero lo hizo

En sólo tres meses de trabajo constante, tras alquilar una enorme nave y poner a trabajar a más de veinte personas que no sabían lo más mínimo de chocolate, consiguió hacerse uno de los hombres más ricos de la zona, pasando de la subsistencia a la opulencia.

Al final, la guerra, a él, sólo le había traído felicidad.

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Eleonor vivió sus siguientes años como una niña feliz. Su madre había vuelto a cantar tras la guerra, siempre acompañada de su padre. Y su tía, en paz consigo misma y con gran dedicación hacia ella, volvió a la lectura de novelas de amor francesas y a tocar el violonchelo.

Alma intentó pacientemente enseñarle a tocar, pero Eleonor sólo quería correr, moverse inquietamente como queriendo demostrar que su cojera no afectaba su vitalidad. Pero un día, Alma consiguió que se quedara quieta: "Déjame que te lea este libro", le dijo. Y se sentó a su lado y, señalando la línea, comenzó a leer diciendo: "Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada".

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No hizo falta que su tía terminara de leerles aquel libro. Lo hizo ella  por sí misma. Y después de ése vino otro y otro y otro. Leyó Las aventuras  de Tom Sawyer, de Mark Twain; Robinson Crusoe, de Daniel Dafoe; La isla del tesoro, de Robert L. Stevenson; Peter Pan, de J. M. Barrie; Vida privada y pública de los animales, de J. J. Grandville, y el Libro de las maravillas, de Marco Polo. Eleonor creció embebida por estas lecturas y se dio cuenta de que todas tenían entre sí algo en común: todas mostraban que viajar es maravilloso.

Y Eleonor ya no tuvo otro planteamiento para su futuro más que el de viajar.

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- ¿Cómo es Europa ?- le preguntó una vez Eleonor a su tía Alma.

- Antigua - le dijo.

Eleonor fantaseaba con visitar la tierra de sus abuelos. Comenzó a preguntarle a Alma por ellos, por su antigua casa, por sus paisajes, por sus amigos, por su colegio, por sus recuerdos. Preguntó y preguntó hasta despertarle la nostalgia de tal modo que un día Alma sorprendió a todos diciendo:

- Me vuelvo a casa.

Era mayo de 1954. Eleonor Trap tenía 14 años. La partida de su tía la dejaba sin referente vital cuando más empezaba a necesitarlo. Alma Trap tenía 48 años, se sentía derrotada por la vida, una vida que ahora consideraba absurdamente vivida.

Becki, George y Eleonor fueron al aeropuerto a despedirla. La última en abrazarla sería su sobrina. Nunca más se volverían a ver.

Era mayo de 1954, la segregación racial acababa de ser abolida en los Estados Unidos.

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La riqueza y el exceso de trabajo para conseguirla transtornaron al matrimonio Troadec. Adrian se dedicó en los primeros meses de su acuerdo con los americanos a cumplir con los pedidos. Debía hacer funcionar la fábrica: conseguir las materias primas, elaborarlas y transportar el chocolate hasta la frontera con Francia. Nada de eso existía, todo lo tuvo que crear. Y cuando Adrian vio que lo había creado, que había construido y puesto en funcionamiento todo un gran proyecto empresarial que implicaba a más de cuarenta personas y sus familias, que les daba ocupación y dinero, y que colaboraba en su felicidad, se sintió bien. Construir, crear, le reportó la mayor de las satisfacciones de su vida. Y entonces comprendió por que su mujer Elena comenzaba a sentirse abatida.

Cinco años después de su matrimonio, Elena no había conseguido quedar en estado.

Se sentía seca, inútil. Lejos de su marido por su trabajo, lejos de su familia por la distancia y lejos de la vida por su infertilidad. Su madre, pensaba, su pujante madre, intelectual y rebelde, se sentiría decepcionada de verla hundida por un tema tan poco espiritual. Pero ella no podía evitarlo.

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Elena Petrocini seguía tocando sin ilusión en la Orquesta del ya anciano maestro Lajos Trapolyi y despachaba por las mañanas en la Petite Chocolaterie. El contacto continuo con el chocolate la hizo una adicta. Había veces que comenzaba por probar un sólo bombón de una bandeja y ya no podía parar de comer hasta acabarla. El chocolate la estimulaba, le levantaba el ánimo. A ella le gustaba la sensación de la textura cremosa en su boca, su sabor dulce, su olor. Pero después la atacaba un estado de mala conciencia doloroso que le hacia odiarlo. Por la noche se descubría deseándolo con una fuerza irrefrenable que la hacia levantarse de la cama para ir a por más, tomar una caja y terminarla de una sola tacada. Luego vomitaba sin parar y se sentía aún peor. Los días en que se planteaba no sucumbir a la tentación, sufría dolores de cabeza, un enorme cansancio y una gran somnolencia.

No relacionó su adicción al chocolate con su estado de apatía hasta que su médico la mandó  a un especialista en trastornos del comportamiento llamado Helmuth Loffler.

SABOR A CHOCOLATEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora