"La vida se compone de luces y sombras. Se compone de pequeños espacios de tiempo en los que no alcanza a asomarse una sonrisa o en los que no puede entrar del todo el mar. Las tardes precipitan todas juntas, pero el gris de la lúgubre estación es más pesado cuando se alargan las pestañas de la noche y ni una palabra nos protege de la muerte." EL ÚLTIMO LIBRO.
Aún el recuerdo de los acontecimientos sucedidos hace una década están impresos en ese breve historial de imágenes que retengo contra toda norma impuesta. El fuego aún evoca, cual memorial en la retina, las desoladoras imágenes que ocasionalmente se repiten en las esquinas. Fue de mañana, cuando al encender el televisor, la programación habitual se interrumpió por un insólito ritual. El titular hacía mención a que un grupo de fanáticos, pertenecientes a alguna extraña y absurda secta, habían comenzado a salir a las calles en dirección al palacio de gobierno. Lucían mascaras blancas, algo así como las maschera nobile de los carnavales. Grises hasta la punta de los pies, parecían autómatas, seres mecánicos que conducían su andar sin siquiera mirar los costados. Salí a la calle en dirección al trabajo. Las filas avanzaban también por ahí y por la calle vecina y por la avenida principal y por el parque y por la interestatal. Todo rastro de pavimento, había sido colonizado por el paso riguroso, militar, de aquellos seres sin rostro.
No tardaron mucho en envolver la ciudad con su aroma enigmático. El sonido constante del paso militar, se volvía eco dirigido por las calles. Me asusté cuando, tratando de encontrar el final de la marcha, descubrí que no tenía. Más y más personas se sumaban al gentío uniformado. Ni uno sólo se encontraba fuera de la seguridad que, cual armadura, entregaba el rostro tapado.
Todo estaba detenido. Los autos, el transporte público, los trabajos, los medios, las personas. Todo se encontraba inmóvil a excepción de los marchantes.
Al no poder divisar el último sujeto enmascarado, comencé a avanzar con celeridad buscando la cabeza del grupo. Corría y mientras lo hacía me daba cuenta que estos sujetos no apartaban la viste de su objetivo ¿Tenían uno? Al parecer sí: llegar con sus "tropas" al palacio de gobierno. Después de varios minutos llegué a ver a esos primeros hombres que conducían el impresionante movimiento. Me sorprendió particularmente que no llevaran distintivos o algún elemento que los elevara a un estatus superior. En apariencia, en movimiento y demás características, eran semejantes a cualquiera de los otros. Noté también que, en ocasiones, intercambiaban sus lugares con otros de más atrás, sin entender bien para que lo hacían. El hecho de que parecieran no tener algún líder me era sospechoso. Durante varios años en los noticiarios habían aparecido reportes sobre grupos sectarios que conducían toneladas de personas y siempre, siempre, alguien con delirios sobrenaturales había logrado convencerlos a todos con promesas sobre mejores porvenires. Ese ser especial, no sólo se diferenciaba por sus habilidades sino que también lo hacía por su aspecto. Que en esta ocasión no aconteciera del mismo modo, me hacia pensar que debía estar equivocado y por alguna parte estaría ubicado ese líder que, aún con instiga, no logro reconocer. O quizá, sólo tal vez, no hay uno porque todos lo son o pueden llegar a serlo. Pronto descubriría que mi respuesta no estaba tan alejada de esas nociones preliminares.
Los pisotones pararon en seco. El estruendo retumbó en todas direcciones. Los cuerpos permanecían mirando embelesados la reja del palacio que se alzaba imponente frente a los individuos que rodearon todo espacio libre a su alrededor. Aquellos lugares que no fueron completados por los primeros, terminaron siendo colapsados por las personas que se reunían curiosas y temerosas de lo que estaba por ocurrir.
Siempre me pareció magnífica la edificación del palacio. Desde el aire parecía un decágono perfecto, iluminado en la oscuridad por esas lucecitas, parecidas a las que usan para cuidar los cuadros en una exposición de arte. Una luz delgada, tenue, que en ocasiones hacía ver más lúgubre la construcción. De cada vértice salía una enorme columna geminada, que en cada uno de sus capiteles llevaba un diseño único y conmemorativo sobre hazañas conseguidas por héroes que no alcanzamos a conocer, pero que en la escuela nos han ordenado valorar. Los padres fundadores, aquellos sujetos a los cuales debemos el lugar que tenemos o creemos nos pertenece. De las esculpidas historias sólo recuerdo una por ser la más aberrante, esa era la del "gran" Teodor. Resulta que un día, luego de una batalla que había durado varios meses, se reunieron los soldados restantes, que eran pocos, con el comandante Teodor para expresarle su imposibilidad para continuar con la empresa a la cual se habían comprometido a servir. El comandante los miró y pareció comprender la situación, pero antes de que todos se marcharan, les ofreció una salida, un último intento por conquistar la riqueza que, de otro modo, decían, se perdería en manos de los primeros habitantes. Les dijo: "Comprendo perfectamente su intención de cuidar sus vidas. Con la cantidad de hombres que tenemos no resistiremos mucho. Pero descuiden, tengo un plan que, si resulta, nos dejará con las manos llenas." Los soldados debieron mirarlo con extrañeza. Quizá ya se había vuelto loco. Luego dijo: "Por la noche, mientras los indios duerman, un grupo pequeño de nosotros terminará con la vida de todos esos mal nacidos -claramente, esta y la anterior cita, son adaptaciones que hago de los diálogos-. He recibido informes de nuestro único espía. Dice que esta noche planean celebrar, pues mañana tienen preparado terminar la guerra. Aprovecharemos que los hombres estarán bebidos para atacar y vencer". Las huestes, cansadas y moralmente derrotadas, debieron haber notado lo perverso y canalla del plan elucubrado por "nuestro" padre fundador, pero, más que eso, en sus mentes de criminales, asesinos y oportunistas, el brillo del oro había deslumbrado todo rastro de razón. El final ya lo sabemos todos. No fue más que masacrar cuerpos imposibilitados siquiera para correr o gritar. Ahora el palacio se ubica justo en el lugar donde esa noche los indios no pelearon contra sus enemigos. En el lugar donde el dorado bien, cegó las mentes retorcidas. Donde la sangre inocente se derramó vencida y esclavizada ante esos dueños que nadie había mandado llamar. El resto de columnas retrata historias que siguen un patrón similar, aunque disfracen la tortura y la muerte con justicia.
Quién hubiera pensado que ese día, 22 de abril del 2000, los indios habríamos sido nosotros.
ESTÁS LEYENDO
HASTA QUE LAS HOJAS NO ARDAN
General FictionEl mundo es siempre un lugar desconocido y los margenes con los que la libertad esconde aquello para lo que no somos libres, lo hace aún más oscuro. Un día especial, en una ciudad cualquiera, se da inicio al proceso en donde aquella oscuridad sale a...