Capítulo 2 - La noche de las balas

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"El hombre de razón no tiene otro modo de interactuar frente a algún conflicto, ya sea por principio, educación o norma, que no sea a través de la palabra. La violencia es ejercicio de animales, barbarie o la policía. Si ejecutamos sin criterio el maltrato hacia otro, regresaremos a un estado de inconciencia generalizado, en donde el poder y el instinto ordenarán la razón. Eso, es el fin en sí mismo." EL ÚLTIMO LIBRO



De pronto, unos guardias salieron desde los interiores del lugar. Apuntaron con el dedo a las cabezas de las gentes y luego, usando alaridos que les raspaban la garganta, ordenaron que se movieran. Ni una sola voz, ni una sola boca, ni una sola máscara atendió el decidido llamado. En su lugar, ese espacio ínfimo custodiado por sus sombras, en ese mismo lugar permanecieron erguidos, callados, sin perder la vista del frente, como esperando algo que llegaría y no tardaba por hacerlo.

El insulto vino desde dentro. El disparo vino desde dentro. La ira, el miedo, la desesperación, la locura, todo vino desde los intestinos del edificio que, enaltecido por la autoridad que lo rodeaba, escupió el acero contra los cuerpos que respiraban.

Las máscaras avanzaron. Una a una ocuparon el lugar de otra que había caído por el disparo certero de una mano entrenada. Pero su ventaja era el número y, como larvas, aparecían montones a partir del tejido muerto que yacía en el piso. Parecían maniquíes cuando abatidos se derrumbaban al suelo. Los gritos no eran de ellos, eran de todos nosotros, los observadores, esos que de a poco entendían lo que sucedía.

"Un solo gobierno para el mundo" había sido una buena idea cuando lo plantearon. Recuerdo los folletos, las propagandas y las marchas. Los discursos en la radio, los debates por la tele'. Por ejemplo, ese donde telas infinitas y coloridas flameaban al viento, los vientos de libertad y renovación que, de la mano de un demagógico discurso, nos convenció a todos de una realidad inminente e ideal. Parecía bueno y lo fue, al menos por un tiempo.

Los detractores comenzaron a acusar corrupción dentro de los directorios continentales, organismos que pensaban y decidían en función de las necesidades particulares del territorio al que pertenecían. Se difundieron como epidemia los rumores y citas secretas que tenían los líderes con personas sin rostro, preocupadas por el daño a sus interese que podría ocasionar la nueva organización. Salieron a desmentir y nadie les creyó. Algunos permanecieron firmes a los gobernantes, pero era sólo una cuestión de principios. Pasado el tiempo, sus principios se volvieron finales.

Llevaban meses sin aparecer públicamente. Su popularidad iba en un veinte por ciento y bajaba constantemente. Ahí, desde el desorden de su ausencia y las historias gestadas a su alrededor, una serie de grupos opositores se habían alzado. Algunos eran más vistosos que otros. Algunos tenían propuestas. Otros sólo se dedicaban a subrayar que antes estábamos mejor y que debíamos volver pronto a la protección de los antiguos gobernantes. Había otros que, a partir de una explosión visceral que podía durar horas, estallaban en agresiones a monumentos que idolatraban, magnificaban o recordaban a alguna persona o acontecimiento pasado. La de Mengel era la favorita. De su brazo alzado colgaba una bandera con esa extravagante acuarela de colores extendida, en donde cada país había aportado con uno de sus emblemas. La miraba y recordaba el trabajo de André Derain, "El puente de Charing Cross", con esos cielos matizados e irregulares, superpuestos en un escenario nocturno, de atardecer, que me aterraba y llamaba a mirar por segunda vez. Su bigote oscurecido por la vejes del material, ahora goteaba un liquido parecido a la sangre. Ese abrigo largo, decorado por la insignia de las naciones hermanas, había sido sustituido por una camiseta gris con dibujos anarquistas. Poco de lo intachable, nada de lo respetable que inspiró a erguirlo permanecía en la inhumana figura. Todos miraban. Pasaban y miraban. Poco a poco dejó de mirarse. Poco a poco pasó a formar parte del paisaje de panfletos y rallados que preparaban a la ciudad como se prepara un ejercito para enfrentar la batalla. 

Cuando esos grupos opositores se reunían, lo hacían en las calles, marchando. El paso firme y ordenado no era precisamente aquello que los destacaba. Cada grupo se mostraba a su modo. De todos ellos, uno decidió abstenerse de las acciones públicas. Desapareció. Tampoco es que se les extrañara tanto. Y era precisamente por ello que todo les resultó.

Poco a poco las marchas dejaron de abundar. Los grupos opositores se callaron, pero el diagnóstico del pueblo a los cinco líderes no cambiaba. Fue como la bomba que estalla en el metro. Hace falta una sola explosión bien hecha para que la gente comience a temer y desconfiar. La explosión ya estaba hecha, ahora, los sujetos silenciosos que poblaban el lugar, dudaron y como ya nos ha enseñado la disciplina, la duda, una vez implantada en el inconsciente popular, es difícil, imposible de quitar. 

La noche calló sobre nosotros. Los tiros empezaron a fallar. El golpe más enigmático que se podía imaginar, sucedía ante todos y nadie era tan valiente como para tomar una cámara y ponerse a grabar.

El que no conoce nada, el que no sabe nada, no puede sospechar nada. Quien en su incompetencia producto de la ignorancia con la que se acomoda en el mundo, no hace ni deshace, sólo habita, respira, no puede aspirar a la verdad. Era enigmático el pasar que teníamos por la tierra. Esa infravaloración al mismo hecho de nacer, criar y dar vida. Nos parecía todo tan obvio. Como si, de algún modo, lo mereciéramos. Tan equivocados estábamos y poco a poco fuimos comprendiendo el valor de esas cosas que dábamos por sentadas, por correspondidas. Esa noche comprendimos el valor de la libertad. El de escoger. El de decidir. El de pensar, el de actuar. El de mirar por donde quieras. El de decir lo que quieras.

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⏰ Última actualización: Nov 04, 2023 ⏰

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