Condenada a ti

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Continúo en mi cama mientras mi cuerpo poco a poco vuelve a sentir el frío de la noche que recorre mi hombro no cubierto por las delgadas sábanas que aún permanecen sobre el lecho cubriéndonos a ambos. Oigo su respiración mientras duerme a varios centímetros de mí pero no quiero volverme en su dirección ni tampoco sentir su cuerpo asique me mantengo lo más lejos posible de su ser. Intento no llorar pero me es casi imposible, en mi pecho siento una gran opresión, el sentimiento de culpa me carcome la conciencia. Aguanto la impotencia y las lágrimas al punto que se evidencian solos saliendo involuntariamente en forma de lágrimas muertas y temblores involuntarios. Acerco mi mano hasta mi boca e intento no emitir ningún sonido que pueda delatar mi evidente estado de debilidad y tengo miedo porque por más que me gustaría escapar sé que no puedo, sería en vano. Por mi mente se hacen presentes un par de recuerdos.

Fue luego de una reunión social de esas a las que solo asiste gente corrupta; Políticos, magnates, narcos, en fin, todo ese grupo de personas que hace de este mundo un gran y despreciable mundo. En aquel entonces yo me desempeñaba como secretaria del dueño de una compañía manufacturera, la más grande de la zona y una de las misiones que más beneficios me ha dejado. Albert, como se llamaba mi jefe, era un hombre de sesenta y cinco años pero era de aquellos hombres a los que la edad no hace juego con su imagen. Su caballerosidad me tenía encantada y lamentaba el final que toda esta historia tomaría. Para aquel entonces ya nos habíamos hecho muy cercanos y la misión avanzaba con tranquilidad, viento en popa, lo que la verdad me preocupaba, ya que temía el día en que tendría que acabar con su vida. De camino a casa Albert tomó un camino distinto, fuimos hasta una casa de veraneo la cual estaba a orillas de un lago en las afueras de la ciudad.

― ¿A dónde vamos? ― algo preocupada ― El camino a casa está de otro lado.

― Por hoy no iremos a casa ― dijo con una sonrisa seductora sin volver su rostro hacia mí.

Por alguna razón no quise seguir interrogando y continué el resto del trayecto tranquila contemplando el paisaje. Nos internamos en un bosque el cual concluyó por dejar a vista nuestra una gran casa estilo rustico la que tenía aspecto de estar habitada ya que la mayoría de las luces yacían encendidas y el humo de la chimenea evidenciaba que esta también lo estaba.

― ¿Qué hacemos aquí?― pregunté sonriendo levemente sin darme cuenta.

― Ven, entremos― me invitó con una sonrisa cálida.

Bajamos del auto y nos dirigimos hasta la casona la cual nos recibe con una calidez envolvente al poner solo un pie dentro de esta.

― Creo que dejaré esto aquí, no lo necesitaré― anuncié quitándome el abrigo y dejándolo en la entrada.

Mientras Albert preparaba dos copas de vino, yo me dirijo cerca de la chimenea que emite un calor muy agradable.

― ¿Vino? ― ofreció Albert en mi dirección acercando una copa.

― Gracias ― Sonreí sorprendentemente tímida.

― Sientate ―Me señaló el puesto vacío a su lado.

― Bien― Me senté y bebí mi copa con tranquilidad.

― A pesar de llevar varios meses juntos no sé mucho sobre ti― Comienza a decir incomodándome.

Dejé la copa sobre la mesa de centro rápidamente y comienzo a toser.

― Perdón...― me disculpo aclarando mi voz.

― ¿Te encuentras bien?― preguntó preocupado.

― Si, no hay problema ― sonreí aún más nerviosa.

Hermosa MentiraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora