Esteban Fernández se despertó una mañana de mediados de septiembre con la certeza de que todo iba a salir bien aquel día. Bueno, casi todo. Algo en su cabeza le decía que habría un detalle que le fastidiaría un día maravilloso.No se había convertido en un monstruoso insecto, ni había tenido una premonición sobre el fin del mundo, ni tampoco estaba en un lugar desconocido. Era un humano adolescente normal, como siempre, estaba en su dormitorio, como siempre, y había soñado que lo invitaban a una cena de gala en la Zarzuela, como siempre. Pero había una gran diferencia: era el primer día de clase, y él iba a empezar cuarto de Secundaria.
—¡Levanta, gandul! —dieciséis años, pero su madre seguía despertándole con esas palabras que, sorprendentemente, eran de ánimo. ¿Podía llamarse "gandul" a otra persona con ese tono de júbilo?—. Primer día de clase, recuerda que no quieres llegar tarde. El desayuno está listo en la cocina, la ropa está recién planchada en el armario y tienes exactamente tres cuartos de hora para prepararte.
—Cinco minutos más —murmuró Esteban.
—Esteban, si no te duchas tú, te ducho yo.
Ese era el último aviso, por lo que el muchacho se levantó rápidamente. Sabía que, después de eso, su madre habría ido a la cocina a llenar una palangana con agua helada. A eso se refería con "te ducho yo".
Le encantaba ducharse justo antes de levantarse o justo antes de acostarse. El agua fría le despejaba la mente y lo libraba de los calores del verano. Además, todavía no les habían colocado el termo, y no tenían agua caliente, por lo que no tenía la opción de ducharse con agua caliente.
Salió de su baño —"su" baño, le encantaba poder decir eso— con una toalla sujeta a la cadera. Se metió en su habitación y abrió su vestidor —de nuevo, todo suyo. Lo único bueno de la nueva casa era que tenía muchas cosas para él solo—.
—Ama, ¿y el traje de rayas verticales?
—¿El azul o el negro?
—Cualquiera de los dos, pero preferiblemente el azul.
—Los dos están en la tintorería. Prueba a ponerte algo más informal.
Esteban suspiró y cogió una camisa azul celeste de manga corta, una pajarita azul marino con lunares blancos, un pantalón, un cinturón y su pañuelo de la suerte.
Se metió con todo en el baño y no salió hasta diez minutos después, lo cual era bastante poco tiempo, en comparación con lo habitual. Tenía que asegurarse de que el pelo estaba lo suficientemente largo como para que peinárselo hacia atrás y echarse gomina le diese un aspecto de hombre de negocios de buena posición, pero no tan largo como para que tocase el cuello de la camisa.
A eso había que sumar el afeitado, un poco de colonia y, como no, un poco de maquillaje —no demasiado, lo justo para que las luces de la clase o del sol no convirtieran su piel blanca en un espectáculo de cegadores destellos—. No entendía como había chavales que tardasen un par de minutos en estar listos para salir de sus casas.
La emoción hizo que Esteban estuviera sentado en segunda fila casi sin darse cuenta. Sabía que había desayunado, y recordaba el trayecto hasta la puerta del instituto, pero lo había hecho casi como algo mecánico.
—Buenos días —el profesor entró. Era un hombre de unos cuarenta, con el pelo blanco y la cara enrojecida, como si hubiese estado gritando. Llevaba una camisa de manga corta y tenía unas gafas de montura plateada—. Soy Don Federico, y soy vuestro tutor.