VI.

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Cuando,  seis  meses  después,  se  supo  la  noticia  del  enlace  entre  la  señorita  Hildegarde Moncrief  y  el  señor  Benjamín  Button  (y  digo  «se  supo  la  noticia»  porque  el  general  Moncrief declaró  que  prefería  arrojarse  sobre  su  espada  antes  que  anunciarlo),  la  conmoción  de  la  alta sociedad  de  Baltimore  alcanzó  niveles  febriles.  La  casi  olvidada  historia  del  nacimiento  de Benjamín  fue  recordada y  propalada escandalosamente  a  los  cuatro  vientos de  los  modos más picarescos  e  increíbles.  Se  dijo  que,  en  realidad,  Benjamin  era  el  padre  de  Roger  Button,  que era  un  hermano  que  había  pasado  cuarenta  años  en  la  cárcel,  que  era  el  mismísimo  John Wilkes Booth disfrazado... y que dos cuernecillos despuntaban en su cabeza.

Los  suplementos  dominicales  de  los  periódicos  de  Nueva  York  explotaron  el  caso  con fascinantes  ilustraciones  que  mostraban  la  cabeza  de  Benjamin  Button  acoplada  al  cuerpo  de un  pez  o  de  una  serpiente,  o  rematando  una  estatua  de  bronce.  Llegó  a  ser  conocido  en  el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal,  apenas tuvo difusión.

Como  quiera  que  fuera,  todos  coincidieron  con  el  general  Moncrief:  era  un  crimen  que  una chica  encantadora,  que  podía  haberse  casado  con  el  mejor  galán  de  Baltimore,  se  arrojara  en brazos  de  un  hombre  que  tenía  por  lo  menos  cincuenta  años.  Fue  inútil  que  el  señor  Roger Button  publicara  el  certificado  de  nacimiento  de  su  hijo  en  grandes  caracteres  en  el  Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó.  Bastaba tener ojos en la cara y mirar a  Benjamin.

Por  lo que  se refiere  a las dos  personas  a  quienes más concernía el  asunto, no hubo  vacilación alguna.  Circulaban  tantas  historias  falsas  acerca  de  su  prometido,  que  Hildegarde  se  negó terminantemente  a  creer  la  verdadera.  Fue  inútil  que  el  general  Moncrief  le  señalara  el  alto índice de mortalidad  entre los hombres de cincuenta años, o,  al menos, entre  los hombres que aparentaban  cincuenta  años;  e  inútil  que  le  hablara  de  la  inestabilidad  del  negocio  de  la ferretería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez...  y se casó.

El extraño caso de Benjamin Button Donde viven las historias. Descúbrelo ahora