VII.

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En  una  cosa,  al  menos,  los  amigos  de  Hildegarde  Moncrief  se  equivocaron.  El  negocio  de ferretería al  por mayor  prosperó de  manera  asombrosa.  En  los  quince años  que transcurrieron entre  la  boda  de  Benjamin  Button,  en  1880,  y  la  jubilación  de  su  padre,  en  1895,  la  fortuna familiar se había duplicado, gracias en gran  medida al miembro más joven de la  firma.

No  hay  que  decir  que  Baltimore  acabó  acogiendo  a  la  pareja  en  su  seno.  Incluso  el  anciano general Moncrief llegó  a reconciliarse con  su yerno cuando  Benjamin le  dio el  dinero necesario para sacar a la luz su  Historia de la Guerra Civil en treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores.

Quince  años  provocaron  muchos  cambios  en  el  propio  Benjamin.  Le  parecía  que  la  sangre  le corría con nuevo vigor por las  venas. Empezó a gustarle levantarse por la mañana, caminar con paso  enérgico  por  la  calle  concurrida  y  soleada,  trabajar  incansablemente  en  sus  envíos  de martillos  y  sus  cargamentos  de  clavos.  Fue  en  1890  cuando  logró  su  mayor  éxito  en  los negocios:  lanzó  la  famosa  idea  de  que  todos  los  clavos  usados  para  clavar  cajas  destinadas  al transporte de clavos  son propiedad del transportista, propuesta que,  con rango de proyecto  de ley,  fue  aprobada  por  el  presidente  del  Tribunal  Supremo,  el  señor  Fossile,  y  ahorró  a  Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de  seiscientos clavos anuales.

Y  Benjamin  descubrió  que  lo  atraía  cada  vez  más  el  lado  alegre  de  la  vida.  Típico  de  su creciente  entusiasmo  por  el  placer  fue  el  hecho  de  que  se  convirtiera  en  el  primer  hombre  de la  ciudad  de  Baltimore  que  poseyó  y  condujo  un  automóvil.  Cuando  se  lo  encontraban  por  la calle, sus coetáneos lo miraban  con envidia, tal era  su imagen de salud y vitalidad.
—Parece  que  está  más  joven  cada  día  —observaban. 

Y,  si  el  viejo  Roger  Button,  ahora  de sesenta  y  cinco  años,  no  había  sabido  darle  a  su  hijo  una  bienvenida  adecuada,  acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.

Llegamos a  un asunto  desagradable sobre  el  que pasaremos  lo más  rápidamente  posible. Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle.

En  aquel  tiempo  Hildegarde  era  una  mujer  de  treinta  y  cinco  años,  con  un  hijo,  Roscoe,  de catorce.  En  los  primeros  días  de  su  matrimonio  Benjamín  había  sentido  adoración  por  ella. Pero,  con  los  años  su  cabellera  color  miel  se  volvió  castaña,  vulgar,  y  el  esmalte  azul  de  sus ojos  adquirió el  aspecto de  la  loza barata.  Además, y por  encima de  todo, Hildegarde había  ido moderando sus  costumbres,  demasiado plácida,  demasiado  satisfecha,  demasiado  anémica en sus  manifestaciones  de  entusiasmo:  sus  gustos  eran  demasiado  sobrios.  Cuando  eran  novios ella  era  la  que  arrastraba  a  Benjamín  a  bailes  y  cenas;  pero  ahora  era  al  contrario.  Hildegarde lo  acompañaba  siempre  en  sociedad,  pero  sin  entusiasmo,  consumida  ya  por  esa  sempiterna inercia que viene  a vivir un día con nosotros y se queda a nuestro lado hasta  el final.

La  insatisfacción  de  Benjamín  se  hizo  cada  vez  más  profunda.  Cuando  estalló  la  Guerra Hispano-Norteamericana  en  1898,  su  casa  le  ofrecía  tan  pocos  atractivos  que  decidió  alistarse en  el  ejército.  Gracias  a  su  influencia  en  el  campo  de  los  negocios, obtuvo el  grado  de  capitán, y  demostró  tanta  eficacia  que  fue  ascendido  a  mayor  y  por  fin  a  teniente  coronel,  justo  a tiempo para participar en la famoso carga contra la  colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció una  medalla.

Benjamin estaba  tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó tener que licenciarse,  pero los  negocios exigían  su  atención, así  que renunció  a  los galones  y  volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escoltó hasta su casa.

El extraño caso de Benjamin Button Donde viven las historias. Descúbrelo ahora