VIII.

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Hildegarde,  ondeando  una  gran  bandera  de  seda,  lo  recibió  en  el  porche,  y  en  el  momento preciso  de  besarla Benjamin sintió  que el  corazón le  daba un  vuelco:  aquellos  tres años  habían tenido  un  precio.  HÜdelgarde  era  ahora  una  mujer  de  cuarenta  años,  y  una  tenue  sombra  gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo entristeció.

Cuando  llegó  a  su  habitación,  se  miró  en  el  espejo:  se  acercó  más  y  examinó  su  cara  con ansiedad,  comparándola  con  una  foto  en  la  que  aparecía en  uniforme,  una  foto de  antes  de  la guerra.

—¡Dios  santo!  —dijo  en  voz  alta. 

El  proceso  continuaba. No  había  la  más  mínima  duda:  ahora aparentaba tener treinta años. En vez  de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces  había  creído  que,  cuando  alcanzara  una  edad  corporal  equivalente  a  su  edad  en años,  cesaría  el  fenómeno  grotesco  que  había  caracterizado  su  nacimiento.  Se  estremeció.  Su destino le pareció horrible, increíble.

Volvió  a  la  planta  principal.  Hildegarde  lo  estaba  esperando:  parecía  enfadada,  y  Benjamin  se preguntó  si  habría  descubierto  al  fin  que  pasaba  algo  malo.  E,  intentado  aliviar  la  tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.

—Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.

Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.

—¿Y te parece algo de lo que presumir?
—No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.

Ella volvió a sollozar.

—Vaya  idea  —dijo, y  agregó  un  instante  después:
—  Creía  que  tendrías  el  suficiente  amor propio como para acabar con esto.
—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.
—No voy  a discutir contigo —replicó su  mujer—. Pero  hay una manera apropiada de  hacer las cosas  y  una  manera  equivocada.  Si  tú  has  decidido  ser  distinto  a  todos,  me  figuro  que  no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.
—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
—Sí  que  puedes.  Pero  eres  un  cabezón,  sólo  eso.  Estás  convencido  de  que  tienes  que  ser distinto.  Has  sido  siempre  así  y  lo  seguiras  siendo.  Pero  piensa,  sólo  un  momento,  qué  pasaría si todos compartieran tu manera de  ver las cosas...  ¿Cómo sería el  mundo?

Se  trababa  de  una  discusión estéril,  sin  solución,  así  que  Benjamín  no  contestó, y  desde  aquel instante  un  abismo  comenzó  a  abrirse  entre  ellos.  Y  Benjamín  se  preguntaba  qué  fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.

Y,  para  ahondar  la  brecha,  Benjamín  se  dio  cuenta  de  que,  a  medida  que  el  nuevo  siglo avanzaba,  se  fortalecía  su  sed  de  diversiones.  No  había  fiesta  en  Baltimore  en  la  que  no  se  le viera  bailar  con  las  casadas  más  hermosas  y  charlar  con  las  debutantes  más  solicitadas, disfrutando  de  los  encantos  de  su  compañía,  mientras  su  mujer,  como  una  viuda  de  mal agüero,  se  sentaba  entre  las  madres  y  las  tías  vigilantes,  para  observarlo  con  altiva desaprobación,  o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.

—¡Mira!  —comentaba  la  gente—.  ¡Qué  lástima!  Un  joven  de  esa  edad  casado  con  una  mujer de cuarenta y cinco  años. Debe de tener  por lo menos veinte  años menos que su  mujer.

Habían  olvidado  —porque  la  gente  olvida  inevitablemente— que  ya  en  1880  sus  papas  y mamas también habían hecho comentarios sobre  aquel matrimonio mal emparejado.

Pero  la  gran  variedad  de  sus  nuevas  aficiones  compensaba  la  creciente  infelicidad  hogareña de  Benjamín.  Descubrió  el  golf,  y  obtuvo  grandes  éxitos.  Se  entregó  al  baile:  en  1906  era  un experto  en  el  boston,  y  en  1908  era  considerado  un experto del  maxixe, mientras  que en 1909 su  castle walk fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad.

Su  vida  social,  naturalmente,  se  mezcló  hasta  cierto  punto  con  sus  negocios,  pero  ya  llevaba veinticinco años dedicado en  cuerpo y  alma a la  ferretería al por mayor  y pensó que iba  siendo hora  de  que  se  hiciera  cargo  del  negocio  su  hijo  Roscoe,  que  había  terminado  sus  estudios  en Harvard.

Y,  de  hecho,  a  menudo  confundían  a  Benjamín  con  su  hijo.  Semejante  confusión  agradaba  a Benjamín, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido  a su regreso de la  Guerra Hispano-Norteamericana:  su  aspecto  le  producía  ahora  un  placer  ingenuo.  Sólo  tenía  una contraindicación  aquel  delicioso  ungüento:  detestaba  aparecer  en  público  con  su  mujer. Hildegarde tenía  casi cincuenta años, y, cuando la  veía, se sentía completamente absurdo.

El extraño caso de Benjamin Button Donde viven las historias. Descúbrelo ahora