V.

473 22 4
                                    

En  1880  Benjamin  Button  tenía  veinte  años,  y  celebró  su  cumpleaños  comenzando  a  trabajar en  la  empresa  de  su  padre,  Roger  Button  &  Company,  Ferreteros  Mayoristas.  Aquel  año también  empezó  a  alternar  en  sociedad:  es  decir,  su  padre  se  empeñó  en  llevarlo  a  algunos bailes  elegantes.  Roger  Button  tenía  entonces  cincuenta  años,  y  él  y  su  hijo  se  entendían  cada vez  mejor.  De  hecho,  desde  que  Benjamin  había  dejado  de  tintarse  el  pelo,  todavía  canoso, parecían más o  menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.

Una noche  de  agosto  salieron  en  el  faetón vestidos de  etiqueta,  camino  de  un baile  en  la  casa de  campo  de  los  Shevlin,  justo  a  la  salida  de  Baltimore.  Era  una  noche  magnífica.  La  luna  llena bañaba  la  carretera  con  un  apagado  color  platino,  y,  en  el  aire  inmóvil,  la  cosecha  de  flores tardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo  reluciente,  brillaban  como  si  fuera  de  día.  Era  casi  imposible  no  emocionarse  ante  la belleza del cielo,  casi imposible.

—El  negocio  de  la  mercería  tiene  un  gran  futuro  —estaba  diciendo  Roger  Button. 

No  era  un hombre  espiritual:  su  sentido  de  la  estética  era  rudimentario—. 

Los  viejos  ya  tenemos poco que  aprender  —observó  profundamente—.  Sois  vosotros,  los  jóvenes  con  energía  y  vitalidad, los que tenéis un gran futuro por  delante.

Las luces  de la casa  de campo  de los Shevlin surgieron al  final del camino. Ahora les llegaba un rumor,  como  un  suspiro  inacabable:  podía  ser  la  queja  de  los  violines  o  el  susurro  del  trigo plateado bajo la luna.

Se  detuvieron  tras  un  distinguido  carruaje  cuyos  pasajeros  se  apeaban  ante  la  puerta.  Bajó una  dama,  la  siguió  un  caballero  de  mediana  edad,  y  por  fin  apareció  otra  dama,  una  joven bella  como  el  pecado.  Benjamin  se  sobresaltó:  fue  como  si  una  transformación  química disolviera  y  recompusiera  cada  partícula  de  su  cuerpo.  Se  apoderó  de  él  cierta  rigidez,  la sangre  le  afluyó  a  las  mejillas  y  a  la  frente,  y  sintió  en  los  oídos  el  palpitar  constante  de  la sangre. Era el primer amor.

La  chica  era  frágil  y  delgada,  de  cabellos  cenicientos  a  la  luz  de  la  luna  y  color  miel  bajo  las chisporroteantes  lámparas  del  pórtico.  Llevaba  echada  sobre  los  hombros  una  mantilla española  del  amarillo  más  pálido,  con  bordados  en  negro;  sus  pies  eran  relucientes  capullos que asomaban bajo el traje con polisón.

Roger Button se acercó confidencialmente a  su hijo.

—Ésa —dijo— es la joven  Hildegarde Moncrief,  la hija del general  Moncrief.

Benjamin asintió con frialdad.
—Una  criatura  preciosa  —dijo  con  indiferencia. 

Pero,  en  cuanto  el  criado  negro  se  hubo llevado el carruaje,  añadió:
— Podrías presentármela,  papá.

Se  acercaron a  un grupo  en el  que la  señorita Moncrief era  el  centro. Educada  según las  viejas tradiciones, se inclinó  ante Benjamin. Sí, le  concedería un baile. Benjamín le  dio las  gracias y se alejó Se alejó tambaleándose.

La  espera  hasta  que  llegara  su  turno  se  hizo  interminablemente  larga.  Benjamin  se  quedó cerca  de  la  pared, callado,  inescrutable,  mirando  con  ojos  asesinos  a  los  aristocráticos  jóvenes de  Baltimore  que  mariposeaban  alrededor  de  Hildegarde  Moncrief  con  caras  de  apasionada admiración.  ¡Qué  detestables  le  parecían  a  Benjamin;  qué  intolerablemente  sonrosados! Aquellas barbas  morenas y rizadas le provocaban una  sensación parecida a la indigestión.

Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por  la movediza pista de  baile al compás del último  vals  de  París,  la  angustia  y  los  celos  se  derritieron  como  un  manto  de  nieve.  Ciego  de placer, hechizado, sintió que la  vida acababa de empezar.

—Usted  y  su  hermano  llegaron  cuando  llegábamos  nosotros,  ¿verdad?  —preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.

Benjamin  dudó.  Si  Hildegarde  lo  tomaba  por  el  hermano  de  su  padre,  ¿debía  aclarar  la confusión?  Recordó  su  experiencia  en  Yale,  y  decidió  no  hacerlo.  Sería  una  descortesía contradecir  a  una  dama;  sería  un  crimen  echar  a  perder  aquella  exquisita  oportunidad  con  la grotesca historia de  su nacimiento.  Más tarde, quizá.  Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.

—Me  gustan  los  hombres  de  su  edad  —decía  Hildegarde—.  Los  jóvenes  son  tan  tontos...  Me cuentan  cuánto  champán bebieron  en  la  universidad,  y  cuánto  dinero  perdieron  jugando  a  las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.

Benjamin sintió que estaba a punto de declararse.  Dominó la tentación con esfuerzo.

—Usted  está en  la  edad romántica  —continuó Hildegarde—. Cincuenta  años.  A  los  veinticinco los hombres son  demasiado mundanos; a los treinta están  atosigados por el exceso  de trabajo. Los  cuarenta  son  la  edad  de  las  historias  largas:  para contarlas  se  necesita  un  puro  entero;  los sesenta... Ah, los sesenta están  demasiado cerca de  los setenta,  pero los cincuenta son  la edad de la madurez. Me encantan  los cincuenta.

Los  cincuenta  le  parecieron  a  Benjamin  una  edad  gloriosa.  Deseó  apasionadamente  tener cincuenta años.

—Siempre  lo  he  dicho  —continuó  Hildegarde—:  prefiero  casarme  con  un  hombre  de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta  y cuidar de él.

Para  Benjamin  el  resto  de  la  velada  estuvo  bañado  por  una  neblina  color  miel.  Hildegarde  le concedió  dos  bailes  más,  y  descubrieron  que  estaban  maravillosamente  de  acuerdo  en  todos los  temas  de  actualidad. Darían  un  paseo  en  calesa  el  domingo,  y  hablarían  más detenidamente.

Volviendo a  casa en  el  faetón, justo  antes  de  romper  el  alba, cuando  empezaban a  zumbar las primeras  abejas  y  la  luna  consumida  brillaba  débilmente  en  la  niebla  fría,  Benjamin  se  dio cuenta vagamente  de que su padre estaba hablando de ferretería al por  mayor.

—¿Qué  asunto  propones  que  tratemos,  además  de  los  clavos  y  los martillos? —decía  el  señor Button.
—Los besos —respondió Benjamin, distraído.
—¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos  y básculas!

Benjamin  lo  miró  aturdido,  y  el  cielo,  hacia  el  este,  reventó  de  luz,  y  una  oropéndola  bostezó entre los árboles que pasaban  veloces...

El extraño caso de Benjamin Button Donde viven las historias. Descúbrelo ahora