Capítulo 4

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En donde ocurre una visita inesperada, las manos no se quedan queitas y el corazón palpita. 


Ese día no sería divertido, lo sabía de antemano, primero porque tendría que ir a la escuela y segundo porque cuando saliera de ahí no iría con Gabriel, realmente no sabía porque quería seguir yendo con él, podría ir a cualquier otro lugar, aunque claro, no era como si mi madre me dejara ir a donde sea, de hecho casi siempre me mantenía encerrada en casa, siempre con la excusa de que ahí lo tenía todo, y era cierto, lo tenía todo, pero sin nadie con quien compartirlo. Estaba siempre sola.

Cuando salí de la escuela me quedé afuera, esperando pacientemente a que mi chofer apareciera y cuando lo hizo noté que no era en el auto que usualmente iba por mí, sino que era el negro, el elegante y sofisticado en el que normalmente transportaban a papá. Me acerque corriendo a él y noté que era papá el que estaba en el asiento trasero, me emocione porque hubiese ido por mí y me apresure a acomodarme a su lado en el interior.

—Hola, papá —dije, dejando la mochila en el suelo.

Papá sonrió dulcemente.

—Hola, hijita—comentó, justo cuando el carro se echó a andar.

—¿Por qué pasaste por mí? —pregunté.

—El auto de tu madre está en el taller, además me venía de pasada venir por ti—me informó— sólo haremos una pequeña parada en casa de los Roché antes de ir a casa, no te molesta ¿verdad? —inquirió, mirándome alternativamente a mí y a su teléfono celular.

—No, para nada —dije, desviando la mirada hacia la ventanilla para ocultar la media sonrisa que se manifestó por mi rostro.

El resto del camino hacia la casa de los Roché lo hicimos en silencio ya que papá se encontraba muy ocupado contestando llamadas en su celular. Al parar frente a la casa sofisticada de color blanco ya sabía que papá tenía un reunión importante con el padre de Gabriel así que tendría que esperar por él, pero no lo haría en el carro, lo haría en la sala, de donde fácilmente me escabulliría para la habitación de Gabriel, y así lo hice, en cuanto papá desapareció por uno de los incontables pasillos de la casa yo corrí escaleras arriba, pero choqué en el camino con Mari.

—Oh, Mari—dije, levantando la mirada, pues la había clavado en su pecho. —Iré a ver a Gabriel.

—Quieres que te acompañe—preguntó ella, amable como siempre.

—No, —sonreí con alegría— yo iré sola.

Continué mi camino hacia la habitación de Gabriel, y una vez en frente de la puerta de está me detuve, pues una suave música predecía de ahí dentro, escuchaba claramente aunque estuviese cerrado, era algo muy dulce y lindo tanto que me conmovió a prestarle atención a Gabriel en sus clases de música, con ese pensamiento abrí la puerta, y al asomar la cabeza, este inmediatamente se volvió a mirarme, primero con un ligero ceño funsido por la interrupción, pero al ver que se trataba de mí se le borró y fue sustituido por una sonrisa alegre.

—No se supone que vendrías hoy —comentó, palmeando el lado continúo al suyo, en el pequeño banco del piano.

—Lo sé— dije, acercándome a él—no sabía que vendría, ni siquiera me he quitado el unifórmeme —comenté, aplanando las arrugas de mi falda roja cuadriculada. Mi uniforme era complementado además por una camisa blanca, de mangas abombadas y un pequeño moño negro.

Él sonrió.

—No importa, a mí me gusta.

Me senté a su lado, muy cerca porque no se suponía que dos personas se sentaran ahí.

—¿Que tocabas? —pregunté, con la mirada clavada en las teclas, y en sus manos, blancas, de dedos largos y bonitos.

Él no me contestó, simplemente se dedicó a bajar la mirada y seguir con lo que hacía anteriormente, y en el proceso vi que pisó uno de los tres pedales que se encontraban en la parte baja del piano. No lo molesté, dejé que siguiera con aquella música tan dulce que me mareaba por momentos, dejándome sumergida entre las notas, hasta que finalmente paró, y yo lo miré embelesada.

—Qué bonito...—dije, sin poder dejar de mirarlo.

—Gracias—dijo Gabriel, en un susurró tan pequeño que me hiso acemarme más a él para escucharlo. Lo miré a los ojos durante muchos minutos hasta que recordé que quería preguntarle algo.

—¿Para qué sirven los pedales? —pregunté, mirando los tres que tenía el piano vertical.

Gabriel sonrió divertido

—Creí que no te interesaba saber nada de esto.

Me encogí de hombros.

—Puede que sí.

—Bueno—comento él, complacido. —El de en medio se llama sordina sirve para atenuar el sonido...—comentó, pero ya no le estaba escuchando, sólo escuchaba un zumbido y veía sus labios moverse, tratando de explicarme cosas que en realidad ni me importaban.

—¿Me estas escuchando? —preguntó, al cabo de un momento, al tiempo que ponía una de sus manos en mi rodilla.

Parpadeé varias veces y luego negué. Él meneó la cabeza y se mordió el labio, pero no estaba molesto. Me miraba resignado, sabía que yo no estaba ahí para aprender sobre el piano, ni tampoco sabía para qué. No había razón para que ambos estuviéramos ahí, ninguna.

Sólo nos mirábamos, cara a cara, sin saber qué hacer, pero él no retiró la mano de mi rodilla, la dejo ahí esperando mi reacción, o mi rechazo, pero no lo hubo, no la aparté, como yo misma esperaba hacer, simplemente le retuve la mirada mientras él comenzaba su trayectoria hacia mi muslo, lentamente, haciéndome temblar, y cuando llegó al borde de la falda, le puse la mano sobre la suya, pero no se la retiré, sólo se la retuve, al igual que estaba haciendo con su mirada, y luego de un rato, cuando mi corazón parecía anhelar que siguiera le ayudé a seguir adelante, con la mano temblorosa guié su mano por mi piel, más arriba, entre las piernas. Su mano se perdió debajo de mi falta, mientras la piel de mis brazos se erizaba, y llegó a un punto en el que la ropa interior le detenían para ir más allá, entonces me encontré deseando que desapareciera, y luego me asusté por querer eso, ¿era extraño? ¿Acaso era malo?

La mirada de Gabriel seguía quieta, pero sus mejillas estaban encendidas, rojas, cuando sus dedos fueron un poco más allá, haciéndome saltar ligeramente al rosar piel que nadie más había tocado desde que era una bebé, piel sensible a cualquier tacto, cerré los ojos, ansiosa, cuando de pronto la puerta se abrió y él rápidamente rompió nuestra unión, retiró la mano y se sentó derecho en el banquillo, con la mirada al frente, pero sin poder ocultar el rubor.

Era Mari, y nos miraba inquisitivamente a ambos.

—Esperan a la señorita Andrea abajo. —dijo, cambiando miradas de uno al otro.

Me puse de pie de un brinco.

—Ya voy —dije, sin regresar a dedicar la una mirada a Gabriel, sin decir adiós siquiera.

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El juego de GabrielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora