VI. LAS LEGIONES DE LA TUMBA

371 35 4
                                    


Cuando desapareció el doctor Herbert West, hace un año, la policía de Boston me sometió a un minucioso interrogatorio. Sospechaban que me callaba cosas, o algo peor; pero no podía decirles la verdad porque no me habrían creído. Sabían, efectivamente, que West estuvo complicado en actividades que iban más allá de la capacidad de crédito de los hombres ordinarios; pues sus espantosos experimentos sobre la reanimación de cadáveres fueron demasiado numerosas para mantener un perfecto secreto en torno a ellos; pero la escalofriante catástrofe final adquirió caracteres de demoníaca fantasía que me hacen dudar incluso de la realidad de lo que vi.


Yo era el amigo más allegado de West, y su único ayudante confidencial. Nos habíamos conocido años antes en la Facultad de Medicina, y desde el principio participé en sus terribles investigaciones. Había intentado perfeccionar lentamente una solución que, inyectada en las venas de un recién fallecido, podía devolverle la vida. Este trabajo requería abundancia de cadáveres frescos, y comportaba, por consiguiente, las actividades más espantosas. Más horribles aún eran los resultados de alguno de sus experimentos: masas horrendas de carne que habían estado muertas, pero que West despertaba, dotándola de una ciega, insensata y nauseabunda animación. Estos eran los resultados usuales; ya que para que volviera a despertar la mente era necesario que los ejemplares fuesen absolutamente frescos, y que las delicadas células cerebrales no hubiesen sufrido la más mínima descomposición.


Esta necesidad de cadáveres muy frescos supuso la ruina moral de West. Eran difíciles de conseguir; y un día espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar cuando aún estaba vivo y en todo su vigor. Un forcejeo, una aguja, y un poderoso alcaloide lo convirtieron en cadáver fresquísimo, y el experimento fue positivo durante un instante breve y memorable; pero West salió de él con un alma seca y endurecida, y una mirada fría que observaba con una especie de calculadora y horrenda apreciación de los hombres de cerebro especialmente sensible y un físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West un intenso terror, ya que empezaba a mirarme de esa misma forma. La gente no parecía darse cuenta de sus miradas, aunque me notaba asustado; y tras su desaparición, se valieron de eso para propalar unas sospechas absurdas.


En realidad, West tenía más miedo que yo; sus abominables trabajos lo hacían llevar una vida furtiva y llena de sobresaltos. En parte era la policía quien le daba miedo; pero a veces su nerviosismo era más hondo y brumoso, y estaba relacionado con las abominaciones indescriptibles a las que inyectó una vida morbosa, y en las que no vio extinguirse dicha vida. Por lo general, terminaba sus experimentos con el revólver; pero a veces no era lo bastante rápido. Es lo que ocurrió con aquel primer ejemplar en cuya saqueada sepultura se descubrieron más tarde huellas de arañazos. Y lo que sucedió también con el cadáver de aquel profesor de Arkham que cometió actos de canibalismo antes de ser capturado y encerrado sin identificar en una celda del manicomio de Sefton, donde estuvo dieciséis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los demás resultados que posiblemente subsistían eran productos de lo que resulta más difícil hablar, dado que en los últimos años, el celo científico de West degeneró en una manía insana y fantástica, consagrando su prodigiosa habilidad no sólo a vitalizar cuerpos enteramente humanos, sino trozos aislados de cadáveres, o partes unidas a una materia orgánica no humana.

 En la época en que

desapareció. Se había convertido en algo diabólicamente repugnante; muchos de los experimentos no podrían ser referidos en la letra impresa. La Gran Guerra, en la que servimos los dos como cirujanos, sólo intensificó este aspecto de West. Al decir que el miedo de West a sus ejemplares era brumoso, pensaba sobre todo en el carácter complejo de ese sentimiento. En parte se debía sólo al hecho de saber que aún seguían existiendo esos monstruos abominables, y en parte a su miedo al daño corporal que podían infringirle en determinadas circunstancias. La desaparición de estos seres aumentaban el horror de la situación: West sólo conocía el paradero de uno de ellos, la lastimosa criatura del manicomio. Pero, además, había un miedo más sutil: una sensación verdaderamente fantástica, consecuencia de un extraño experimento que llevó a cabo en el ejército canadiense, en 1915. En medio de una enconada batalla, West reanimó al comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., colega nuestro que estaba al tanto de sus experimentos, y el cual podía haberlos duplicado. Le seccionó la cabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vida cuasi-inteligente del tronco. El experimento dio resultado en el mismo instante en que el edificio era barrido por una granada alemana. El tronco se movió de forma inteligente; y, por increíble que parezca, tuvimos la seguridad que brotaron sonidos articulados de la cabeza seccionada que estaba en el fondo oscuro del laboratorio. En cierto modo, la granada fue misericordiosa. Pero West jamás estuvo seguro, como habría sido su deseo, que fuéramos él y yo los únicos supervivientes. Después, solía hacer estremecedoras conjeturas sobre lo que sería capaz de hacer un médico decapitado con capacidad para reanimar a los muertos.

Herbert West, Reanimador (H.P Lovecraft)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora