Capitulo 5

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―No dejaré que mueras hoy aquí. Lo prometo ―Shandris agarró con más fuerza la muñeca de Vestia Lanzaluna, pero la sacerdotisa lloraba más aún.
―¡Latro, se ha quedado atrás! Oh, Elune, cuida de él. Lo hemos perdido, lo hemos perdido… ―Sus
sollozos aumentaron, y Shandris se dio cuenta de que los pocos refugiados que quedaban murmuraban nerviosos. Todos ellos luchaban por contener la misma oleada de emoción en la difícil tarea de abandonar la isla arrasada por la guerra.
―Tu esposo querría que siguieras adelante, Vestia. Debes hacerlo por él. Por todos los que han dado sus vidas hoy aquí. Por favor ―Shandris miró implorante a la reacia elfa de la noche. Podía sentir cómo la torre arbórea cedía bajo sus pies, mientras las raíces se debilitaban; no les quedaba mucho tiempo.
Se sintió aliviada cuando Vestia contuvo sus sollozos y le permitió guiarla hacia el hipogrifo. El plumaje
azul de la criatura alada parecía casi negro por la lluvia, pero sus ojos se mantenían brillantes y alerta.
―Llévala al continente. Ten cuidado con el viento ―le advirtió Shandris, sintiéndose agradecida por la considerable inteligencia del hipogrifo. Ningún pájaro corriente podría volar con un tiempo tan
turbulento, pero la noble criatura que se erguía ante ella tenía posibilidades.
Vestia y el hipogrifo desaparecieron entre las vaporosas nubes, y Nelara ascendió por la rampa
corriendo.
―¡General! ¡Te necesitan ahí abajo: los nagas están intentando echar abajo la torre!
―Lleva a los demás supervivientes al continente, Nelara. Hay suficientes hipogrifos para ti y la mayoría de las centinelas. Pide ayuda a Thalanaar cuanto antes.
Nelara se giró hacia ella sorprendida.
―Yo no me marcho de aquí. Ni siquiera tú puedes vencer a todos los nagas sin ayuda...
―Has cumplido con tu obligación, centinela ―respondió Shandris con determinación―. Te ordeno que te retires.
―No reconsiderarás tu decisión, ¿verdad? ―Nelara agachó la cabeza, y a Shandris le pareció ver una
lágrima fundirse con las gotas de lluvia que resbalaban por su mejilla.
―Una vez alguien me salvó la vida cuando pensaba que todo estaba perdido ―dijo la general de forma pausada―. Para mí sería el mayor honor poder hacerle ese regalo a otra persona ―Inició el descenso por la rampa, hacia el fragor de la batalla―. Ande'thoras-ethil, Nelara.
―¡Cuando llegue mandaré un hipogrifo que vuelva a por ti! ―gritó―. ¡Espera en lo alto de la torre!
A Shandris le resultó muy duro no decirle a la joven centinela que el plan era imposible, pero pronto oyó a Nelara llamar a los hipogrifos restantes y decidió dejarla sola.
Con sus últimas órdenes en ejecución, Shandris se lanzó a la caótica batalla que bramaba a los pies de la torre. El estrecho edificio era un cuello de botella natural, y hasta el momento un puñado de centinelas se las había arreglado para defender la estructura con éxito desde dentro. Levantaron una barricada en la entrada y estaban disparando flechas a los nagas que atacaban desde el otro lado. Shandris tomó su arco y empezó a disparar a un ritmo constante y bien entrenado.
―Sois libres de partir, centinelas. Dirigíos a la cámara más alta, allí hay hipogrifos esperándoos.
Los demás elfos de la noche estaban demasiado cansados y heridos como para cuestionar sus órdenes.
A Shandris le dolió ver que varios de los suyos habían caído, y sus cuerpos yacían sobre el suelo,
enfriándose. Uno a uno, los elfos supervivientes salieron en fila, dejando finos rastros de sangre en sus huellas. Pero ver marchar a cada uno de ellos llenaba a Shandris de fuerzas renovadas. Ahora sus flechas estaban salvando vidas: cada naga muerto significaba unos pocos segundos más de paz para que pudieran huir los residentes del Bastión Plumaluna. Pero sabía que las defensas de la torre no aguantarían mucho tiempo. Los ataques de los nagas estaban abriendo grietas en la barricada, y un destello de luz iluminó el cielo cuando una sirena lanzó un hechizo en dirección a Shandris. La general pronunció un juramento kaldorei y se protegió la cara. La barrera saltó en pedazos lanzando fragmentos de madera astillada por toda la habitación. Cuando bajó los brazos, la sirena se encontraba ante ella, flanqueada por un par de imponentes mirmidones. Su fino atavío, signo de su rango, brillaba en la tenue luz. Nagas y más nagas se concentraron detrás de ellos.
―Tú debes de ser la general. Yo sirvo a la lady Szenastra ―recitó―. Es un gran placer.
Shandris apretó su arco con fuerza.
―Ya veremos.
La comandante naga la examinó con aires de superioridad. A pesar de todas las escamas y las espinas, sus gestos eran una imitación tan perfecta de la condescendencia de los Altonato que helaron la sangre de la general.
―No es necesario seguir con esto, ¿sabes? Mi señora me ha autorizado a plantearte nuestras
condiciones de paz.
―¡Qué tremendamente generoso por su parte! ¿Qué es lo que quiere, entonces?
―Consíguenos la cabeza de tu señora, la falsa reina, Tyrande.
Shandris disparó una flecha a la sonrisa aduladora de la naga. La criatura, en plena convulsión, intentó agarrarse la garganta, pero sus gritos solo emergieron como chorros de sangre. Cayó al suelo, ahogándose.
Shandris miró con frialdad a los guardas.
―Llevadle eso a vuestra señora.
Un segundo más tarde, se abalanzaron sobre ella. Shandris inició una descarga frenética de golpes con su guja, consiguió deshacerse de los dos primeros mirmidones con facilidad, pero un tridente le alcanzó el brazo y lanzó el arma lejos de su alcance. Otra hoja se hundió profundamente en su costado, y la dejó sin respiración mientras se tambaleaba hacia atrás. Los nagas estaban por todas partes, golpeaban con furia, y solo le quedaba una defensa. Shandris invocó a Elune y sacrificó sus últimas fuerzas en la oración, aunque centelleó y se apagó en su interior, como una vela al viento.

Tyrande y Malfurion: Semillas de FeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora