La fe es el principio de todas las cosas. Esa fue la primera lección que aprendió y memorizó como
hermana de Elune. Tyrande recordó la severidad de la suma sacerdotisa Dejahna mientras inspeccionaba a las niñas, pronta a eliminar a todas las pupilas poco entusiastas que solo se habían
unido a las hermanas por su ausencia de aptitudes para la magia. Si tus habilidades con la magia arcana son aceptables, pero no fuertes, tal vez puedas llegar a ser hechicera. Si tus habilidades con la aguja y el hilo son aceptables, pero no fuertes, tal vez puedas llegar a ser costurera. Mas si tu fe es aceptable, pero no fuerte, nunca llegarás a ser sacerdotisa.
Era extraña la claridad con la que las palabras volvían a ella, mientras forcejeaba por mantenerse sobre el hipogrifo. Tenían a los vientos en contra y la lluvia le pegaba el cabello cerúleo a los hombros, pero parte de su mente aún estaba en el antiguo Templo de Elune, en Suramar, donde los penetrantes ojos de Dejahna la habían mirado con escepticismo.
―¿Por qué has elegido este camino, Tyrande Susurravientos?
―Porque quiero proteger a los demás ―respondió―. En especial a aquellos a los que quiero. ―La suma sacerdotisa la contempló después durante largo rato, y Tyrande nunca supo con exactitud qué opinaba Dejahna sobre esa conversación, pero durante mucho tiempo sospechó que, de algún modo, la semilla de su nominación como sucesora se había plantado en esa frase escueta y sincera.
En muchas ocasiones se había cuestionado la decisión de su predecesora de designarla a ella como suma sacerdotisa. ¿Cómo habría sido su vida sin la carga del liderazgo? ¿Habría tenido que matar a las Vigilantes para que Illidan los ayudara a luchar contra la Legión Ardiente? ¿Se habría visto forzada a esperar miles de años para casarse por fin con su amado? ¿Habría sufrido menos su pueblo durante la Guerra de los Ancestros si su gobernante hubiera tenido más experiencia?
Dejahna tenía razón: la fe era su única guía. Ahora la guiaba en la interminable tormenta para rescatar a la general más capaz que había conocido nunca de un peligro que se presentaba turbio pero inevitable en su mente. Y estaba sola. Sus palabras no habían convencido a Malfurion, a pesar del convencimiento de ella... Sin duda parecía que la fe era un don poco común.
El hipogrifo graznó, y Tyrande oteó por encima de su cornamenta. Feralas estaba ante ellos, y la Isla de Sardor apenas era visible a través de una cortina de niebla. En algún lugar, bajo ellos, Shandris estaba
esperando. Tyrande necesitaba creer que aún seguía viva.
Dio un golpecito en el cuello del hipogrifo para indicarle que debía aterrizar hacia el sur. Era más fácil comunicarse mediante el contacto en medio del viento torrencial, y las criaturas siempre entendían el código. El hipogrifo se lanzó hacia adelante como respuesta y extendió sus alas en un intento por
amortiguar la tempestad. A pesar de sus esfuerzos, el vendaval les dio un revolcón que casi los lanzó al mar revuelto que quedaba a sus pies. Tyrande se deslizó hasta el extremo derecho de la montura, con la esperanza de que el cambio de peso ayudara al hipogrifo a recuperar el equilibrio. Por un momento permanecieron suspendidos, como una hoja en el viento, y después la criatura se ladeó y se dirigió veloz hacia la orilla.
Tyrande se aferraba a él con determinación.
―Bueno, eso ha sido poco sensato, pero efectivo. ―El hipogrifo ahuecó las plumas lleno de orgullo al aterrizar en una zona de suelo seco justo a las afueras del Bastión Plumaluna―. Supongo que por eso estamos juntos en esto. No te alejes ―dijo. Desmontó y caminó con cautela hacia el asentamiento.
Morthis no había mentido. Plumaluna era un auténtico caos, sus estructuras se desmoronaban y
estaban inundadas. Los nagas estaban por todas partes, saqueaban entre los escombros y patrullaban la costa como si esperaran la llegada de refuerzos en cualquier momento. De algún modo, con la lluvia y el viento, no la vieron acercarse desde el sur. O puede que una elfa de la noche solitaria no fuera causa de preocupación.
Se le pasó por la cabeza que Shandris podría haber escapado de la isla antes de la invasión, pero no
descansaría hasta haber hecho una búsqueda exhaustiva. El miedo por Shandris la roía por dentro, y le recordaba a la niña muerta en la costa de Rut'theran. Tyrande siguió adelante, acercándose al edificio más cercano mientras vigilaba a las patrullas a su paso. No le asustaba la idea de un combate, pero su misión iría más rápido sin enfrentamientos innecesarios.
Al adentrarse en el maltrecho refugio, los tablones del suelo crujían bajo sus pies y el agua fluía de las grietas de la pared. Al inspeccionar el área, Tyrande descubrió una mancha lavanda junto a una de las
librerías, ¿era la punta de una oreja? Se apresuró hacia ella, con la esperanza de que no fuera
demasiado tarde. La librería estaba empotrada en una esquina, e hizo falta una patada certera para
moverla, pero la suma sacerdotisa consiguió empujarla a un lado para descubrir el cuerpo que había bajo ella. Se agachó y levantó al elfo de la noche del charco de lodo que inundaba la estructura.
Reconoció enseguida su larga trenza. Latronicus Lanzaluna, uno de los primeros que lucharon contra los nagas en el Bastión Plumaluna. Ahora descansaba en los brazos de Elune. Le cerró los ojos y murmuró la oración de los muertos. Las palabras se habían hecho demasiado habituales en sus labios en los últimos días.
En el resto de la estancia solo encontró el cuerpo de otra centinela asesinada, seguramente a manos de
los nagas, y decenas de suministros abandonados que se habían echado a perder en la inundación. Al salir, un grupo de exploradores naga doblaron la esquina y la vieron. La suma sacerdotisa extendió los brazos y pronunció unas pocas palabras, y comenzó a lanzar rayos de luz de luna sobre sus enemigos antes de que pudieran atacar. Los nagas se desplomaron ante su ataque y ella corrió hacia la posada, mientras buscaba bajo el agua algún rastro, alguna señal de batalla que pudiera llevarla hasta Shandris y los demás supervivientes, pero las inundaciones habían convertido la tierra en lodo.
Una sombra sobrevoló su cabeza, y Tyrande alzó la guja alarmada. Un pájaro enorme volaba en círculos sobre ella. Se detuvo, mirando a la enorme criatura con incredulidad. El pájaro se lanzó en picado, y ella fue reconociendo el oscuro plumaje y el brillo decidido que iluminaba los ojos del cuervo de tormenta. El pájaro se posó, y en cuestión de segundos, se transformó en la familiar forma de su amado.
―Siento haberte hecho esperar ―Sonrió.
―Mal… ―Lo abrazó―. Al final has venido.
―Ahora lucharemos como un solo ser. Nuestro amigo Broll Manto de Oso ha ocupado mi lugar en la organización de los druidas exploradores, y Merende se hace cargo de tus obligaciones en Darnassus.
―Gracias, amor mío. El Bastión Plumaluna necesita con urgencia nuestra ayuda. No he podido
encontrar ningún superviviente, y es imposible encontrar su rastro entre tanta agua.
Él asintió.
―Tal vez pueda ayudarte con eso ―El archidruida cerró los ojos para meditar y extendió los brazos ante él, con las palmas abiertas sobre la tierra devastada. Ráfagas de viento se arremolinaron alrededor de Malfurion, quien las fundió creando un enorme ciclón. Las turbias aguas empezaron a agitarse y a retirarse, y el violento torbellino las devolvió al mar. Solo quedó ante ellos el paisaje destruido de la Isla de Sardor, que reveló un rastro de cadáveres que llegaba hasta la gigante torre arbórea del noreste.
Pero el hechizo también había alertado a los nagas. Llegaban por todas partes, ansiosos por descubrir la causa de la retirada de las aguas. Cuando vieron a los elfos de la noche, las serpentinas criaturas dieron un grito de alarma, atrayendo a más de sus tropas. Se preparaban para atacar. Una hechicera naga, Lady Szenastra, apareció en el centro del creciente grupo. A juzgar por la deferencia con la que la trataban sus súbditos, Tyrande pudo deducir que era la líder de ese ejército.
―Ahora la Isla Sardor es nuestra. Has venido aquí a morir, "Majestad" ―se burló Szenastra.
―No soy ninguna reina ―dijo Tyrande con brusquedad―. Y prefiero la muerte antes que atribuirme ese título. ¿Qué has hecho con los kaldorei que habitaban aquí?
―Ahora tu pueblo duerme eternamente. ¿No los ves? ―Szenastra señaló divertida a los cadáveres―. Si quieres, puedes unirte a ellos ahora mismo. Mi señora lady Szallah estaría encantada si accedieras. De lo contrario, tendré que encargarme de ti yo misma ―Hizo una señal, y un grupo de mirmidones se deslizaron hacia adelante.
Tyrande y Malfurion intercambiaron una mirada.
―Qué rápido olvidan la derrota estos mentecatos ―murmuró la suma sacerdotisa apretando los
dientes.
―En ese caso, tendremos que refrescarles la memoria ―dijo Malfurion. Tyrande asintió con un gesto veloz. Los relámpagos surcaron el cielo cuando el archidruida empezó a lanzar su hechizo. Las nubes que cubrían la isla se oscurecieron aún más, y las cabezas de los nagas se dirigieron al cielo alarmadas.
Szenastra bufó una orden, y el ejército de nagas avanzó hacia la pareja de elfos de la noche.
Malfurion observaba, imperturbable, esperando a que las energías se fusionaran. Cuando la tormenta acabó de formarse, inclinó ligeramente sus astas hacia el cielo, y el firmamento desató su ira sobre el ejército de nagas. Los rayos centelleaban contra la tierra, cada uno de ellos se dividía en tridentes que arrasaban docenas de desafortunados mirmidones. Mientras las tropas se dispersaban en el caos,
Tyrande empezó a perseguir a la hechicera.
Lady Szenastra ya había iniciado la huida, pero la suma sacerdotisa liberó una enorme columna de Fuego lunar sobre ella. La naga sufrió convulsiones durante un momento, mientras la energía ardía a través de su cuerpo, después, se desplomó sobre el suelo, hundiendo sus brillantes alhajas en el barro. Tyrande se apresuró hacia la torre. La entrada estaba bloqueada por los escombros, como si la hubieran sellado desde el interior. Impasible, consiguió abrirse camino con varios golpes furiosos de guja.
Dentro de la habitación, Shandris Plumaluna yacía en un charco de sangre que refulgía sobre las tablas del suelo.
Un sollozo se ahogó en la garganta de Tyrande al apresurarse junto a la elfa herida. Se hincó de rodillas y comenzó a rezar, apenas capaz de formular palabras en su dolor.
―Elune, concédeme esto, aunque sea lo único. Sálvala; por favor… es mi hija. Ella cree que la salvé, pero fue ella quien me salvó a mí... una y otra vez. Mi vida estaría vacía sin ella ―Las lágrimas se deslizabanpor sus mejillas, brillantes como estelas de estrellas. Malfurion corrió junto a ella, pero estaba demasiado consternada y no se percató de su presencia hasta que él le sostuvo la mano. Este sencillo gesto le dio fuerza y, sobre todo, le hizo sentir cómo su poder se unía al de ella; fundidos para intentar curar a Shandris.
La observaron durante largo rato, casi sin respirar. Entonces, las pestañas de Shandris aletearon y abrió los ojos adormilados. Giró la cabeza de un lado a otro, e intentó enfocar la vista en las siluetas agachadas ante ella, siluetas conocidas.
―¿Min'da? ¿An'da? ―preguntó sollozando, con el ceño fruncido por la confusión.
Tyrande no tenía palabras. Sus lágrimas cayeron al suelo, oscureciendo aún más la madera manchada. Colocó su mano sobre el hombro de Shandris y respiró profundamente.
―Tus padres aún descansan con Elune, Shandris. Pero tú no, gracias a la ayuda de Mal.
―Tyrande supo en todo momento que estabas en peligro. No podía pensar en otra cosa ―añadió
Malfurion.
Shandris los miró.
―Bueno, tal vez no me encontrara tan alejada después de todo ―Se rió y después se estremeció por el dolor―. P-parece… que Elune al final ha respondido a mis oraciones.
Tyrande alzó los ojos hacia Malfurion.
―Creo que ha respondido a las de todos nosotros.
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Tyrande y Malfurion: Semillas de Fe
Ficção CientíficaSemillas de fe es una historia corta escrita por Valerie Watrous y publicada en Agosto de 2011 en la página web de World of Warcraft. Está centrada en las figuras de Tyrande y Malfurion.