el alumno nuevo

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Era el primer día de una nueva etapa escolar: la entrada a nivel secundario. 

En la cual uno deja de ser un niño y pasa a ser adolescente. 

Una época de cambios, donde la descarga hormonal en el torrente sanguíneo nos vuelve inestables, inseguros, y al mismo tiempo nos da esa sensación de ser invencibles, de poder realizar cosas imposibles. 

Somos temerarios y crédulos. 

Es en esa etapa donde se define la persona que seremos en el futuro. 

En mi caso, ese futuro se veía lleno de oscuras nubes. 

Sobre todo por lo que pasó ese día. 

Un día emocionante para todos los novatos, un nuevo colegio, nuevas personas a quienes conocer y nuevos profesores a quienes admirar y otros a quienes odiar.

«Llegó el gran día del cambio, el inicio de una nueva etapa en la que me convertiré en hombre», pensé, «En esta escuela puedo ser una persona muy diferente a la que fui, aquí nadie me conoce y le sacaré partido a eso». Esos eran mis pensamientos mientras me dirigía al umbral del colegio. 

Una renovada puerta de metal macizo me hizo preguntarme si había sido sacada de alguna prisión o correccional.

Tan sumido iba en mis pensamientos y emociones que torpemente tropecé con los peldaños de la pequeña escalinata de la entrada. 

No hubiera sido tan malo si no hubiera pasado justo cuando sonó la campana de entrada, y todos voltearon a verme despatarrado en el suelo.

Claro, las carcajadas no se hicieron esperar. 

Con desesperación me levanté y entré corriendo a la institución educativa. 

Quería correr a toda velocidad para huir de las burlas, pero me había torcido un tobillo y cojeaba. 

Aun así trataba de avanzar rápidamente y, claro, las cosas empeoraron. 

Me detuvo el director de la escuela por ir «demasiado rápido». «No está permitido correr en los pasillos», me dijo. «Se nota que eres nuevo, te dejaré ir por esta vez», continuó mientras mantenía la mandíbula apretada como conteniendo la ira. 

Toda la presión de su mandíbula la pude sentir en mi brazo atenazado por sus manos largas y huesudas.

Me hizo daño en el brazo izquierdo, así que ahora cojeaba del pie derecho mientras que el brazo izquierdo lo tenía encogido a la altura de las costillas. 

Me imaginé a mí mismo mientras renqueaba como si fuera el jorobado de Notre Dame.

 «Excelente comienzo en el cole», pensé, «Ya no sé qué podría ser peor». 

Con la cojera y el brazo lastimado, apenas llegué a tiempo para la primera clase. 

Entré al salón y resultó que me había equivocado de aula. 

La mirada burlona de todos los demás alumnos las sentía en la espalda cuando me retiraba a buscar el aula correcta.

Por fin llegué, obviamente con retraso y el profesor me pidió mi nombre y me bajó un punto por impuntual. 

Dijo: «Deben aprender que la puntualidad en mi clase es muy importante, así que debo darles un claro ejemplo de lo que sucederá si rompen esa regla». «Aquí tengo un profe al que odiar», pensé.

Las horas de clase fueron tediosas y por fin llegó la hora del almuerzo. 

Al ser el primer día, les había dicho a mis padres que me arriesgaría a comer lo que ofrecieran en el comedor, a sabiendas de que esa comida no tiene muy buena reputación. 

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