Maldición.

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Viena, 2007.

Y corro. Corro sin importarme si mis pulmones tienen aire suficiente. Doy otra zancada antes de que mi pie llegue a tocar el suelo. Corro escapando del estridente ruido que las sirenas de la policía emiten. Localizo un estrecho callejón que podría ocultarme entre sus sombras. Me meto detrás de un apestoso cubo de basura y rezo, por primera vez, por que no me descubran. De repente, unas toscas pisadas hacen que mis sentidos se pongan alerta. Miro a ambos lados, esperando ver algo que me ayude, aunque no sé el qué. Estoy perdida. Un hombre coloca una pequeña esfera gris en el suelo y se marcha corriendo. Al cabo de cinco segundos la bola se abre, dejando escapar un denso humo que, rápidamente, es la razón por la que pierdo el conocimiento. Lo último que siento antes de que todo se vuelva negro es el llanto de mi madre, observando mi pequeño cuerpo en brazos de aquel hombre.

Inglaterra, 2012.

Recojo unas cuantas hierbas que se han soltado de mi mano, esparciéndose por el campo casi vacío ya. Llevo cinco horas segando, y la perfecta coleta que me había hecho al salir de mi cuarto se ha convertido en un desastroso moño que tiene más pelo fuera que dentro. Me seco la frente con la manga de mi uniforme, intentando quitar el sudor. He recibido la vestimenta, compuesta por un mono de cuerpo entero azul marino, hace seis días, pero siento la tela pegada a mi piel igual que cuando llevo con él medio año. Nos dan un uniforme por año; se supone que en ese periodo de tiempo no creces tanto como para tener que cambiarlo cada seis meses. Según los monitores, conocidos popularmente como los ‘antidisturbios’, tenemos que dar gracias por no tener que llevar un mono naranja, como los presos, aunque según ellos deberíamos. Para los trabajadores de los centros somos almas sin vida que lo único que hacemos es complicarles la suya a los demás. Cuando se localizó al primero de nosotros, llamado Federic Landsom, se barajó considerablemente la posibilidad de matarnos a todos, e incluso algunos murieron en manos de los que perseguían esa idea. Sin embargo, y gracias a Dios, el presidente lo impidió, argumentando que sería inhumano matar a alguien por no ser como los demás. En lugar de eso, nos enviaron a lugares reservados exclusivamente para nosotros, donde podríamos entrenar nuestro poder y conseguir ayudar con ello. Pero, en vez de eso, nos dedicamos a mantener el sitio agradable, lo que implica segar, plantar, recolectar y limpiar, a demás de hacerles el trabajo sucio a los antidisturbios. Solamente una vez por semana, a las cinco y media del jueves, nos entrenamos de verdad, practicando nuestro poder y haciendo que evolucione. Aunque eso conmigo no funciona. Llevo cinco años intentando averiguar cómo accionar mis habilidades, aparentemente tan peligrosas que al llegar al centro me encerraron en una estancia blindada mientras los demás decidían qué hacer conmigo. Finalmente me dejaron permanecer aquí, haciendo todo lo que los demás hacían, siempre y cuando mi poder no se activase. Si eso alguna vez pasaba, podía ir despidiéndome de mi vida o, por lo menos, de la luz del sol.

Junto a mí están otros cuatro chicos y dos chicas, cansados de la larga e interminable jornada. Me parece que conozco a dos, o por lo menos he oído hablar sobre ellos. Uno es un chico pelirrojo, de pelo largo y liso y cara de inocente, aunque si está aquí sé que no lo es. La otra es una chica de pelo negro y ojos negros, tan hermosa que es el punto del día en todas las comidas.          A demás, es alta. Aquí son muy bien recibidas las personas que superan el metro setenta, ya que escasean. El duro trabajo y la mala alimentación no nos permiten crecer mucho; si tienes suerte, llegarás al metro sesenta y cinco. A mí, sin embargo, esas normas no se me aplicaron hasta que tenía diez años, cuando ya había crecido lo suficiente como para considerarme de estatura media. Crecí algo más, quizá un par de centímetros, por lo que entro en la categoría de normal-alta. Cabe la posibilidad de que alguien, al llegar nueva o al recibir a alguien nuevo, se haya fijado en mí pero, desde luego, ya no lo hacen. Voy siempre cabizbaja, jugando con un mechón de mi largo cabello, y procuro mantenerme al margen de la pequeña ‘sociedad’ que hemos creado aquí.

Suena la campana que indica que tenemos quince minutos de descanso antes de tener que hacer otra tarea. Recojo los restos de hierba del suelo y los deposito en el contenedor más cercano, mientras observo la espalda de los chicos en los que antes me había fijado. Ambos llevan bordadas en la espalda del mono las letras ‘cm’, lo que significa que tienen poderes de control mental. Si ellos dos lo tienen, los demás también, ya que nunca juntan a varias personas con distinto poder por si se vuelven violentos y el otro no sabe defenderse. A mí simplemente me ponen en el grupo que cuadre, ya que no hay nadie como yo en todo el centro. Una vez, según cuentan mis compañeros, hubo una chica que solo duró dos días aquí, ya que la mandaron ejecutar al descubrir que había tapado su verdadero poder, la alteración de átomos, con la curación. Nunca habían oído hablar sobre ese poder y lo temían. La diferencia es que esa chica sabía utilizar su habilidad. Aún así siempre noto el peso que ejerce la mirada del antidisturbios sobre mí, atento a cualquier movimiento sospechoso.

Maldición (pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora