Capítulo 1.

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Cuando llega la noche, metida entre frías sábanas y un duro colchón, consigo conciliar el sueño. Hacía semanas que no podía. Un borroso recuerdo comenzaba a picar a las puertas de mi memoria, atormentándome y desvelándome, pero, por alguna extraña razón, nunca conseguía dejarlo pasar. Pero hoy me siento más cansada que nunca, y el peso del sueño es mayor que el de la fuerza de mis párpados.

Me levanto sobresaltada por el fuerte ruido del exterior. Me apeo de la cama y me dirijo a la ventana, curiosa por saber qué pasa. Sin embargo, me llevo una gran decepción; solamente es un vendaval. Aún así, tendremos que hacer la tarea que nos asignen, tanto si es dentro como si es fuera.

Voy al cuarto de baño y observo mi reflejo en el espejo; si no estuviera metida en una especie de cárcel, con nadie a quien impresionar ni duras tareas que hacer, seguramente me importaría estar decente. Sin embargo, viendo que si te pones guapa al minuto vas a estar hecha un desastre, no me preocupa lo más mínimo. A demás, no nos dejan usar maquillaje. Es una norma estúpida, pero no me afecta demasiado; al fin y al cabo, aunque dejasen, iba a seguir sin usarlo. Me recojo el pelo en una coleta e intento que mi cerebro se prepare para el día echándole una buena cantidad de agua helada a la cara. Funciona. Después, me pongo el mono azul y me digo a mí misma que no es para tanto. Simplemente otro día de trabajo.

Cuando vuelvo a mi habitación para hacer la cama y recoger por si pasa un antidisturbios a hacer ronda, me fijo en la pequeña fotografía apoyada en la mesita de noche. En ella aparece mi madre, radiante como siempre y con su larga melena recogida en una trenza, y a su lado estoy yo, con mis grandes ojos grises abiertos de par en par y el pelo negro, tan negro como la noche, demasiado corto para poder peinarlo de alguna manera. Ahora me llega por la cadera, aunque su liso perfecto hace parecer que lo tengo aún más largo.

Salgo del cuarto y dejo la puerta entreabierta, indicando que no estoy dentro. No tenemos llave ni cerradura, y no nos preocupamos por ello. Aquí el robo está castigado con la muerte, por lo que nadie se plantea siquiera entrar en una habitación ajena.

 Bajo los cinco infinitos pisos por la escalera (el ascensor es sólo para personal autorizado), y llego al enorme comedor donde, cada día, hacemos dos comidas; el desayuno y la cena. Paso a coger el plato, puré de verduras no identificadas y un poco de pan con yogurt, y me siento en mi sitio habitual, que aunque no es mío es como si lo fuese. Como al igual que una lima, aprovechando cada bocado ya que es posible que no lo vuelva a ver.

A la media hora suena la campana y todos salimos al enorme descampado, con el pelo alborotado por el viento y los ojos entrecerrados a causa de la lluvia. El antidisturbios de hoy, un hombre calvo con la cara tan redonda como un pan, nos manda pasar a su lado a recoger las herramientas que necesitaremos hoy. Cuando llega mi turno, el hombre me da un pequeño rastrillo y me indica que vaya a la zona de los establos. Me toca limpiar la paja.

Al llegar allí me encuentro con una chica que, aunque desconozco su nombre, es una de mis compañeras más preciadas. A veces se sienta conmigo en el comedor, y cuando me termino la comida antes que ella, me ofrece un trozo de su pan, argumentando que ella ya está con el estómago lleno. Sin embargo, es mentira. Nunca nos dan la comida suficiente como para quedar satisfechos. Recojo paja hasta la hora del cambio, donde dejamos nuestras herramientas y pasamos a coger otras nuevas. Pero esta vez, sorprendentemente, nos mandan ir a la sala de reunión central, donde nos darán un aviso sobre un cambio de horario. Todos nos dirigimos hacia allí, nerviosos por saber de qué se trata; casi nunca hacen reuniones globales.

Cuando llego, me siento en el asiento que pone mi nombre. Se toman demasiadas molestias para una convocatoria que, como máximo, durará diez minutos. Una vez que estamos todos sentados, la grave voz del director del centro, George Leanion, nos hace mirar hacia un pequeño estrado colocado en medio de la estancia. Una luz blanca apunta sobre la semi-calva del director, provocando risas en aquellos que no temen ser castigados.

-Bien –comienza el señor Leanion-. Buenos días, alumnos. No me andaré con rodeos. Simplemente os he reunido a todos porque, a petición del presidente, haremos un cambio, entre comillas, de horario.

>>Ahora –prosigue- tendréis cuatro horas de entrenamiento en dos días distintos en vez de dos, como llevamos haciendo toda la vida –comenta, dando a entender que no le gusta en absoluto la idea-. Así que mañana miércoles tendréis entrenamiento de cuatro y media a seis y media, por lo que os quiero a todos en la sala, puntuales. Y con esto concluye la reunión.

Ni diez minutos duró, aproximadamente dos. Todos los chicos y chicas se dirigen a la puerta con parsimonia, no demasiado entusiasmados de tener que continuar haciendo tareas.

-Grace Leanway –me llama el mismo hombre calvo de antes cuando llego al descampado-. Ve hacia los cultivos. Te toca recoger.

Con dos guantes de plástico en la mano, voy hacia allí, agradecida de que haya cesado la lluvia. Si rompemos o estropeamos alguna cosa que manipulamos, nos quitarán una comida del día, y normalmente con la lluvia que pase eso es más probable.

 Me agacho y arranco el primer tomate, depositándolo en un cubo que encontré al llegar. Al cabo de cuatro horas, cuando tan solo nos queda una más, oigo una voz a mi espalda, que me hace girarme para ver de dónde procede.

-Lo estás haciendo mal. Con las manos es mucho más difícil, coge unas tijeras.

Un chico se encuentra frente a mí, aproximadamente de mi edad, quizás un poco mayor. Lo primero que miro cuando me doy la vuelta son sus playeros negros, atados de cualquier manera. Levanto la vista y le miro a la cara. Su pelo castaño le cae en perfectos rizos por el contorno del rostro, y sus ojos, castaños también, escrutan los míos buscando una reacción.

-Sí, pero no me han dado tijeras cuando fui a por el material –argumento-. De todas formas, ¿no deberías estar trabajando? Te castigarán si te pillan sin hacer nada.

-Estoy haciendo algo –dice mientras se agacha para quedar a mi altura-. Y no, no me castigarán. Me acaban de trasladar de centro y me han pedido que vaya a dar una vuelta para ver las instalaciones. Aunque acabo de encontrar una cosa mucho más interesante.

-Ya. Oye, sin ánimo de ofender, pero tengo que seguir recogiendo hortalizas –digo mientras dejo escapar una pequeña risa-. Te agradecería que me dejases.

-Está bien. Sería una pena estropear una cara tan bonita a base de latigazos por culpa de no hacer tu trabajo –me responde, dirigiéndose hacia el final de los cultivos-. Nos vemos luego.

Maldición (pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora