Capítulo 3.

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Las calles están abarrotadas. Miro hacia abajo, hacia el suelo, y observo mis pies descalzos caminar sobre el frío cemento. A ambos lados de la avenida hay pequeños puestos de mercado, todos ellos alumbrados por una luz naranja muy acogedora. Sigo caminando entre la gente. Varias personas chocan sus hombros contra el mío, haciendo que me tambalee y haga una mueca de dolor. Camino otros diez pasos, y me paro en seco. Una niña de pelo negro como el azabache recogido en dos trenzas está cogiendo la mano de mi madre. Mi madre. Una mujer con la belleza que solo una persona joven podría tener. Solo puedo distinguir la estrecha espalda de la niña, aunque sé con certeza que es alguien conocido. Posiblemente yo. Me acerco a ellas con paso cauteloso hasta que las tengo frente a mí, y por mi estómago comienza a abrirse paso una sensación de nostalgia. ¿Qué está pasando? Doy dos pasos tambaleosos hasta que podría alargar la mano y tocar el hombro de mi madre. Lo hago. Pero, al presionar mis dedos contra su cálida piel, no siento nada. Lo vuelvo a hacer repetidas veces, pero siempre termino con el mismo resultado. Y ella tampoco parece notarlo. Me vuelvo hacia la niña. Efectivamente, soy yo. Tendré alrededor de nueve años. Consigo comprender lo que le estoy suplicando a mi madre. A nuestra derecha se encuentra una casa morada, decorada  con telas de terciopelo del mismo tono y una luz parpadeante en su interior. En su fachada, encima de la entrada, se encuentra escrito con letra cursiva "Madame Katherinne". Videntes. Mi madre niega con la cabeza por enésima vez, dando a entender que por ningún motivo me va a dejar entrar ahí. Reconozco mi curiosidad. La recuerdo. Mi yo de nueve años se cruza de brazos y resopla, bajando la guardia y dándose por vencida. Ambas caminan por la avenida, deteniéndose a contemplar otros puestos. Yo me quedo donde estaba, paralizada por el terror y la sensación de vacío. Decido observar mis pies de nuevo, ahora azules por la falta de calor del suelo. De repente, de mis uñas comienza a salir un dulce humo gris, del mismo color que mis ojos, que luego se extiende por mis pies, mis piernas, mis brazos. Cuando me está cubriendo la cabeza, veo a mi yo pequeño volver la cabeza hacia mí y pronunciar una palabra muda. No sé leer los labios, ¿qué está diciendo? Pero lo comprendo. 

"Recuerda". 

Me despierto sobresaltada, con la fina manta enroscada en los tobillos. Siento mi corazón bombear sangre a una velocidad fuera de lo normal, y mi respiración agitada se me parece a la de un perro. Me desenrosco la sábana de los pies y piso el suelo de cemento descalza, al igual que en el sueño. Observo mi reflejo en el espejo, que pronto se empaña. Debajo de mis ojos, unas profundas y negras ojeras se abren paso, advirtiéndome que si no duermo, mañana pareceré más un zombie que una persona. Me lavo la cara con agua fría, y al instante me arrepiento, ya que ahora sí que no podre coinciliar más el sueño. Aún así me meto en la cama, sin taparme con la manta, y cierro los ojos a la espera de hallar una explicación coherente a la extraña escena que se presentó tras mis párpados. Dicen que tus sueños son una manera de reconciliación con el mundo real, así que quizá soñé eso porque echo de menos a mi familia, o quizás porque me gustaría volver a verlos... Me convenzo de que no ha sido nada por lo que preocuparse y me quedo un ratito más en la cama, con la mente en blanco y susurrando mi canción favorita. Mi canción favorita... ¿cuánto hace ya que no escucho música? Aquí no nos dejan, y la verdad es que nunca me ha preocupado demasiado, ya que una simple melodía no me sacará de estos muros de piedra. Aún así, cuando no me puedo dormir, recuerdo aquella vieja nana que me cantaba mi madre para dormirme, o quizá un villancico, y lo tarareo en voz baja mientras intento coinciliar el sueño. Sin embargo, hace tiempo que no lo hago, y al intentar cantarla esta vez, hay algunas partes que no recuerdo con claridad. Se me hace un nudo en la garganta y los ojos se me llenan de lágrimas; al fin y al cabo, era una de las pocas cosas que me quedaban de mi vida fuera de este centro. Me pregunto qué estarán haciendo ahora mis padres. ¿Seguirán preocupados por mí, o quizá hayan reconstruido su mundo y me hayan dejado a mí fuera? Ninguna de las dos opciones me favorece, y es mejor no pensar en ello, por lo que me levanto, subo la persiana y me enfundo el mono azul. Aún falta una hora para el tiempo del desayuno, pero bajo las escaleras y me siento en una mesa del comedor, esperando que si alguien pasa por ahí sea lo suficientemente agradable para que me deje quedarme. Sin embargo, sentada en el duro banco y con la espalda encurvada hacia delante, siento cómo el peso del sueño se cierne en mis párpados, y no tengo las fuerzas suficientes como para volver a mi cuarto. 

Cuando me despierto, el comedor está lleno de personas con monos azules, y muchas de ellas se sientan en sus mesas mientras me contemplan dormir sobre la madera azul. Siento mi cara de aturdimiento sin mirarme en el espejo, y sé con certeza que los demás alumnos no dejarán pasar este incidente por alto. Ya oigo susurros provenientes de grupitos de gente que me miran de reojo y se ríen con disimulo. Vuelvo a meter la cara entre mis brazos por un segundo, y luego me levanto para ir a buscar mi bandeja. Vaya suerte... 

Terminamos de comer, y por un momento barajo la posibilidad de que alguien le diga al director lo que me ha pasado esta mañana, pero sé que no lo harán. Al fin y al cabo, todos tenemos muchas cosas que esconder y sería una pena que, por culpa de irse de la lengua con un incidente, esas cosas ya no sean secretos. Así que me tranquilizo y me dirijo al descampado. Hoy solamente tendré que hacer una tarea, ya que es miércoles, y a las cinco y media nos reuniremos todos en el centro de entrenamiento para practicar y librarnos de actividades difíciles por el resto del día. Cuando llego allí, me encuentro con que el hombre calvo de ayer ya no está; ha sido reemplazado por una mujer diminuta, con el pelo rubio sedoso y los ojos negros y profundos como pozos sin fondo. Pese a su aspecto tranquilizador, sé que más vale tener cuidado con ella, porque no es la primera vez que la veo. Recuerdo hace unos años, quizá tres, cuando estábamos todos en el comedor y decidimos celebrar el cumpleaños de Charlie, un chico que, desgraciadamente, ya no está con nosotros. Esta mujer se presentó en la sala y comenzó a gritar y a dar golpes en la mesa hasta que todos nos quedamos en silencio. Yo solo tenía doce años, y por aquel entonces respetaba desmesuradamente a cualquier cosa que no tuviera mi edad y mi tamaño. Así que me callé y la observé, y vi cómo su cara se ponía roja y sus nudillos blancos de tanta rabia contenida. Agarró a Charlie del pelo y lo sacó a patadas hacia el despacho del director, donde momentos después se oyeron más gritos y más golpes. Aún así, Charlie no murió allí. Salió a las dos horas con la cara magullada y unos cuantos golpes en la espalda, pero nada más. Su muerte ocurrió un año después, en los campos de maíz. Estaba recogiendo el cereal con un cuchillo que aún desconozco su nombre, y se cortó sin querer el pie, provocando una herida profunda de la que emanaba mucha sangre. Las enfermeras se lo vendaron, sin darle mucha importancia, pero se le infectó, y de esa no salió. Aún se me pone la carne de gallina al recordarlo. Aún así, me vuelvo a centrar en la mujer del descampado, que me mira fijamente.

-¡Grace! ¡No tenemos todo el día! 

Me acerco a ella y recojo el cubo de pintura gris y la brocha que me tiende. A pintar los muros. Cuando llego allí me encuentro con que no hay nadie más realizando la misma tarea, así que supongo que querrán que los pinte yo sola. Los toco con una mano y siento el paso del tiempo pegado a mis dedos, en forma de grietas o manchas de suciedad. Suspiro y meto la brocha en el cubo, y al sacarla la encuentro llena de una pintura gris como el acero, demasiado brillante para considerarla natural. Doy la primera pasada a la pared y comparo ambas partes; la pintada y la no pintada. Ahora entiendo por qué quieren que haga esta tarea. 

Cinco horas más tarde, me encuentro llena de sudor y de pintura gris en mi mono, aunque el muro que tengo delante está completamente reformado. Observo mi trabajo unos minutos más y después vuelvo sobre mis pasos, en busca del comedor. Los miércoles y los jueves son los únicos días que nos permiten tener tres comidas, ya que después de la tarea de por la mañana tendremos el entrenamiento, y necesitamos energía. Así que me dirijo allí y me siento en la mesa de siempre, extrañando de una forma inusual a Alice, la chica pelirroja que se sentó conmigo ayer. Da igual, no me hace falta. He sobrevivido cinco años sin compañía a la hora de comer, no me moriré. 

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⏰ Última actualización: Dec 24, 2013 ⏰

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Maldición (pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora