¡Oíd cantar a los ángeles!

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—Bienvenidas, niñas —dijo la señora McLean, desde el podio en el salón de actos del colegio—. Espero que hayáis pasado un buen fin de semana largo. Yo he estado en Vermont, y fue maravilloso.

Las setecientas alumnas del Colegio Constance Billiard para Jovencitas, desde infantil hasta el último curso, sumadas a las cincuenta personas que componían el personal, emitieron unas risitas discretas. Todo el mundo sabía que la señora McLean tenía una novia en Vermont. Se llamaba Vonda y conducía un tractor. La señora McLean tenía un tatuaje en la cara interior del muslo que ponía: «Móntame, Vonda».

Que me muera ahora mismo si no es verdad.

La señora McLean, o la señora M, como la llamaban las chicas, era la directora. Su trabajo era sacar la crème de la crème de cada curso: que sus chicas se marchasen a las mejores universidades, los mejores matrimonios, las mejores vidas que pudiesen vivir. Y se le daba bien hacerlo. No tenía paciencia con las pasotas y si pillaba algún comportamiento pasota entre sus chicas: que faltase mucho a clase o no sacase buenas notas en la preparación para los exámenes de acceso a la universidad, se ponía en contacto con psiquiatras, consejeros y tutores y se aseguraba de que la niña recibiese toda la atención personal que necesitara para sacar buenas notas, obtener calificaciones altas y ser recibida con los brazos abiertos en la universidad que hubiese elegido.

Además, la señora M no toleraba la mezquindad. Se suponía que en el Constance no había prejuicios ni camarillas de ningún tipo y la señora M les recordaba a las chicas constantemente que no se encasillasen, porque si lo hacían quedaban como tontas y la hacían quedar como una tonta a ella. La más ligera calumnia era obligada con un día de aislamiento y, como deber, un ensayo realmente difícil. Pero la señora M recurría a tales castigos muy poco. Vivía en la feliz ignorancia y no tenía ni idea de lo que sucedía en realidad en la escuela. Desde luego que en aquel momento no podía oír lo que se murmuraba al fondo del salón de actos, donde se sentaban las mayores.

—Creía que habías dicho que Serena volvía hoy —le susurró Rain Hoffstetter a Isabel Coates.

Aquella mañana, Blair, Kati, Isabel y Rain se habían reunido en su garito habitual a la vuelta del colegio para tomar café y fumarse un cigarrillo antes de entrar en clase. Llevaban dos años haciendo lo mismo y suponían que Serena se uniría a ellas. Pero las clases habían comenzado hacía diez minutos y Serena todavía no se había presentado.

Blair no pudo evitar enfadadarse con Serena por crear una mayor expectativa todavía sobre su retorno al colegio. Sus amigas estaban inquietas, deseando ser las primeras en ver a Serena, como si ella fuese algún tipo de celebridad.

—Seguro que está tan colocada que no puede venir al colegio hoy —susurró Isabel—. Te lo juro, se pasó más de una hora en el cuarto de baño en casa de Blair. Quién sabe lo que estaría haciendo.

—He oído que se dedica a vender pastillas con una S estampada. Es completamente adicta a ellas —le dijo Kati a Rain.

—Espera a verla —dijo Isabel—. Está hecha un desastre.

—Sí —respondió Rain en un susurro—. He oído que ha comenzado una secta de culto vudú en New Hampshire.

—Me pregunto si nos pedirá que nos unamos a ella —dijo Kati con una risilla.

—¡Qué dices! —dijo Isabel—. Por mí que baile desnuda con pollos si quiere, pero que conmigo no cuente. Ni loca.

—Oye, ¿dónde se conseguirán pollos vivos en la ciudad? —preguntó Kati.

—¡Qué asco! —exclamó Rain.

—Me gustaría comenzar cantando un himno. Por favor, poneos de pie y abrid vuestros libros en la página cuarenta y tres —dijo la señora M.

Gossip Girl 1: Cosas de chicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora