Noche III: Estará sola

14 1 0
                                    

*

Un coche llevaba a Cadmo mientras otro llevó a Suna a su hogar, junto sus padres que, por no perder la costumbre, no se hallaban en casa sino que atendían unas compras en su negocio particular de venta de coches usados.

La mansión perteneció a Ruger von Straussen, un adinerado hombre de negocios nacido en Köln sobre el siglo XIX. Fue un importante perfumista que llegó a vender en las cortes más importantes de Europa, incluso en ciertas zonas de Oriente lejano su nombre era sinónimo de olores frescos, hipnóticos, que hiperbolizaban los sentidos de tanto señores como señoritos; señoras como señoritas. A sus treinta y nueve años decidió desposar a una muchacha dos décadas más joven que él, desvirgándola en la noche de bodas y dejándola en cinta en la misma. De esa casi violación (ella se resistió), nació Goulette von Straussen, la segunda perfumista de la familia von Straussen y la segunda von Straussen en morir cerca de cumplir el siglo. No tuvo ningún tipo de descendencia, sin embargo legó toda su fortuna a un joven aristócrata que había adoctrinado durante su juventud, dejándole también sus secretos y su apellido. Las malas lenguas de la época comentaban entre los puntos ciegos de la red de espías de Goulette sobre el posible hecho de que lo usara durante su juventud como sujeto de pruebas en ciertos experimentos negados a la prensa. El chico, de nombre Lust, pasó del perfumismo a la compra-venta de joyas. Llegó a vender una por un precio tan alto que cuando ingresó todo el dinero en el banco de su ciudad la economía de esta fue puesta con un gran punto rojo en el mapa. Nadie sabe de dónde sacó esa joya tan valiosa, ni siquiera si de verdad era una joya, habiendo gente que decía que en ese pedrusco subterráneo había algo más que una concentración de minerales cristalizados, y que el comprador de esta debió ser más que una persona una entidad aristocrática muy, muy poderosa, poderosa y oculta a los ojos del mundo.

*

La tenue respiración de Cadmo le resultaba muy agradable a Orión. Este iba tocando una tecla por cada expiración del joven a modo de metrónomo, causando que este se removiera en su sitio como si de un bebé se tratase. Abrió los ojos despacio, observando cuidadosamente su alrededor, reconociendo al instante la sala llena de cuadros en su mayoría góticos, un piano blanco de teclas negras, mármol de tonos ocres y un suelo de baldosas blancas y negras, todo ello iluminado por una ensortijada lámpara de araña, que propagaba su luz artificial por medio de la refracción de sus lágrimas. El atuendo de su padre era innegablemente elegante, un porte que denotaba su avanzada edad pero con un brillo en sus ojos grises, una fulgurante chispa que lo hacía lucir endiabladamente joven. Una máscara hecha de carisma para ocultar los latigazos de la vida, usaba su conocimiento como arma ante lo que le puede herir.

— Buenas tardes, Lucian. Te han traído a casa, eso no está bien, nada bien. Los niños como tu deben aprender a llegar a casa solos.

Proseguía, más que tocando, acariciando las teclas del piano, dando un ameno concierto de empíricas sonatas con dejes iracundos de rabia mal contenida. Besó la madera del instrumento, fijándose en el reflejo de uno de los cuadros en la refulgente superficie. "El Dragón Rojo y la mujer revestida con el Sol", una de sus piezas predilectas, observando con el rabillo del ojo a su hermana, "El Gran Dragón Rojo y la mujer vestida en Sol", ambas del genial William Blake, en su opinión uno de los más grandes pintores en acuarela salidos de las islas Británicas. Todo lo artístico que se encontraba en aquella sala era una obra de altísimo nivel o una réplica prácticamente exacta de una que le complaciera pero que no pudiera tener, cada trazo estaba dado con una sensibilidad, con un sentimiento, dándole forma, moldeando la masa ingente que era el lienzo en una pequeña ventana hacia la realidad de los ojos del artista, y eso, al señor Straussen, le excitaba de un modo profundo y frenético, así que decidió imitar esos gestos, pero no en un cuadro corriente, ni en una escultura, ni en nada parecido; decidió tomar tanto como musa, modelo y materia prima al papel en blanco más valioso conocido, a un elemento del que seguro no se olvidaría de dar ningún trazo... Cadmo no sintió siquiera las manos que lo golpeaban hasta dejarlo inconsciente, volviendo, una noche más, a la sala de arte donde jamás sonaba la canción más hermosa.

El coche parecía un Ford Focus. La niña seguía durmiendo plácidamente, provocando en el policía una ligera molestia al no haberse negado en las peyorativas de sus superiores sobre no llevarla al hospital, diciendo que un golpe así no era nada para una niña. De plástico decían que eran los niños de ahora. Hm... Una estupidez en su humilde opinión.

Paró cerca de un bloque de apartamentos de clase media, saliendo del vehículo para volverse a meter en el y coger a la niña en brazos.

Pesaba poquísimo, incluso para su edad tenía unas proporciones demasiado delgadas.

— ¿Comerás bien, pequeña? — llamar pequeña a todas las niñas que conocía era una manía heredada de su hermano Bellsmith, o Bemi, como solían llamarle todos a los que no consideraba extraños. Ya hacía tiempo que no le llamaba ni le iba a visitar, que curioso que esta jovencita se lo recordara en un estado como ese.

Fue mirando en el portero automático del edificio hasta encontrar el 3ºA, pulsando el botón, escuchando el típico sonido genérico de esos aparatos. Esperó un par de minutos hasta volver a llamar, deseando recibir repuesta de alguien, aun si fuera la vecina (sabiendo que lo más sensato sería dejárselo a los padres o tutores), pero en vista de que nadie contestaba, posó a Suna en el suelo un momento y esta, casi instintivamente, se acomodó en la pared, usando una de sus manos como almohada improvisada. El agente Pablo sacó su móvil, deslizando un par de veces sus dedos hasta llegar al número que tenía como widget en marcación rápida. Un tono, dos tonos y casi al tercero una voz gastada y lúbrica sonó por la otra línea. El oficial Creo saludó con una simpatía hipócrita, dejando claro que en ese momento estaría ocupado con alguna amiga especial o relajándose manualmente, y no esperando la llamada que le había solicitado a Pablo cuando le encargó dejar a la niña. Un silbido se oyó desde donde estaba Creo, dejando así claro en lo que estaba empleando el moderno portátil que le habían asignado en la comisaría.

— Has entregado el paquetito rápido, ¿eh, bribón? Seguro que le has mirado las braguitas, ¿cómo las tenía, de la gata esa japonesa? — un gesto de repugnancia se plasmó en su cara, provocando una presión en la boca del estómago que, de no ser por su entrenamiento psicológico autoimpuesto hacia situaciones difíciles, no aguantaría antes de la lipotimia.

— No me gusta que me hables de esas cosas, y menos sobre niños. Tus costumbres te las guardas para ti y tus minutos especiales... Sus padres no están, ¿qué hago con ella?

Un resoplido se escuchó mientras un ruido de silla de ordenador lo acompañaba.

— Ya sé que no están, quería que la dejaras allí, en el soportal de su casa, pídele a alguien que te abra. Ese edificio sino recuerdo mal tenía videocámara, enséñale la cara de la niña y déjala dentro. Sin más.

— ¿Sus padres que opinarán de esto?

— Nada, a su madre me la conozco muy bien, de una manera muy honda, y su padre me conoce también muy bien, de otra manera aún más honda.

— Me da asco, señor. — por suerte para él, su superior había colgado antes de oírle decir esas palabras que todo el cuerpo de policía pensaba. O al menos todos a excepción de uno...

*

Pues me aburro y quiero que termine el puñetero verano. Ya está, lo he dicho. Adiose.


GhilanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora