Noche IV: En el tocador

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"Si la acción es descubierta y castigada, si pensamos bien, no es del mal ocasionado al prójimo de lo que nos arrepentimos, sino de la desgracia que nos ha producida el cometerla y el ser descubierta."

Marqués de Sade

Las máscaras cubrían los rostros de las personas, en aquellos tiempos eso era algo muy útil, sobre todo cuando sabías que esa noche había alguien con intenciones de matarte. No sabías si mirar a los camareros, si a las damas, los caballeros, que comida comías, de que copa bebías... Todo era endiabladamente estresante para el joven español que pasaba la velada en una elegante fiesta alemana. La noticia de la huida de aquel ladrón de la Bastilla recorrió toda Europa y el nuevo mundo, pero lo que no pensaron nunca fue en que tendría intenciones de volver tan pronto.

Una diva cantaba un fragmento de un conocido autor vienés, un aria llamada "Se vuol ballare", perteneciente a una curiosa obra sobre un tal Fígaro.

*

Se retiró a un aposento en el cual ponía su nombre muy bien escrito en letras mayúsculas. Quitando el error de una letra que se le atragantaba a los no hispano-parlantes, toda la caligrafía resultaba exquisita y meticulosa, como era típico de los germanos. La puerta del cuarto tenía un diseño inglés precioso, hecha en una madera pesada que hablaba muy bien de su robustez y durabilidad; el color azul espumoso que mostraba tenía un tono perlado. El hombre se quedó un rato mirando las musarañas del elemento hasta que una voz elfina lo despertó de sus cavilaciones.

— Señor, ¡señor! –le preguntó si estaba bien una muchacha bella, de piel blanca por el maquillaje y pecho sugerente, cubierto parcialmente por un pelo largo y arremolinado que también se extendía suave y liso por su vestido amarillo. El hombre se deleitó en su visión antes de contestar.

— Oh sí, perfectamente, gracias. Era solo que me encontraba meditabundo hacia ciertos asuntos que debo atender.

— Ya me han informado sobre esos asuntos, señor. Yo, bueno, venía a aliviarle de parte de un amigo vuestro. Soy una de sus mejores amigas y como tal tengo que cumplir ciertos... Favores... Siempre tuve curiosidad por deleitarme con uno del sur.

El hombre, quieto cual témpano, se detuvo a pensar en quién, de sus escasos y vivos amigos, podría enviarle a una mujerzuela así, que no pasaba de los veinte pocos, sabiendo que él prefería la experiencia a la manejabilidad y juventud. Esperaba que su nueva y joven amiga no lo dejase insatisfecho. La atrajo a sí mismo, sintiendo el contacto cálido que procuraba su corsé ceñido. Una rara sensación le recorrió al besar esos labios rosados por el carmín, un delirio le pareció cuando se dio cuenta de que ambos, en menos de un abrir y cerrar de ojos se encontraban desnudos en la gran cama matrimonial que le habían dispuesto detrás de esa esplendorosa puerta que tanto rato se tomó en escudriñar. Un filo oscuro se colocó en su mano, como si de una aparición se tratase; era una fusta, de las que usaban en las carreras de caballos. La mujer, a cuatro patas y la cabeza gacha casi rogó para que la usara en su piel. Un suspiro se le escapó al hacer fricción del instrumento de cuero en su ingle derecha. Siguió torturándola un poco gracias a ese éxtasis que hacía de su piel un imperio de los sentidos; subió la fusta por su espalda, suavemente azotó una de sus nalgas, enrojeciendo ligeramente el lugar. Una descarga recorrió la espalda de la chica cuando la zona donde se situaba su columna era fugazmente repasada con el objeto, la mano libre y experta de nuestro seductor paseó libre por sus senos, deteniéndose en uno de esos puntos de placer femenino, masajeando y excitándolo hasta hacerlo endurecerse. Un jadeo del hombre hizo que se percatara de que él también tenía unas necesidades. Bajó su pantalón, ayudándose de su boca y las manos ya libres del hombre. Ambos estaban como Dios les trajo a la vida, amándose físicamente entre las sábanas de seda, uno devorándose al otro con una pasión animal sin sentimientos pero que, de una forma incomprensible, guardaba una elegancia infinita. Su ferocidad a la hora del placer inundó el espacio de gritos, gemidos e incluso algún que otro aullido; el vaho que se formó en las ventanas de cristal daba a la habitación una ambientación onírica y fantasmal, que combinados con los sonidos delirantes de su interior la hacían semejar al mismo Infierno desatado por la lujuria y las bajas pasiones de los humanos.

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