2 Continuación..

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Eileen McNab era una rubia alta y atractiva. Llevaba un traje gris oscuro, una blusa azul claro y discretos pendientes de oro. Su imagen reflejaba la realidad con absoluta fidelidad: era una ejecutiva de gran poder.


— Esta noche tengo una reunión en Los Ángeles — anunció —. En la heladera tienes ensalada de atún para la cena.


— ¿Conducirás hasta Los Ángeles de noche? — preguntó Jean —. ¿No será un poco tarde?


— No me quedan muchas alternativas — respondió su madre sin rodeos. Como me has hecho perder el día en la corte, me retrasé en mis tareas.

— Oh. ¿Y papá? — preguntó Jean, con interés. Si bien existía una gran tirantez en la relación con sus padres, no quería quedarse toda la noche sola en una casa vacía.


Eileen se encogió de hombros y tomó su portafolio.
— Trabajará hasta tarde. Seguramente comerá un sándwich o algo rápido en la oficina.


Jean se tragó su desilusión.
— ¿A que hora crees que llegarás a casa?


— En teoría, a las nueve — contestó, mientras tanteaba en sus bolsillos buscando las llaves del auto —. ¿Per qué?


— Necesitaba hablar contigo sobre algo, eso es todo.
Eileen alzó el mentón, desafiante, y la observo con detenimiento.


— Si se trata de tu licencia de conducir, olvídalo — comenzó.


— No quería hablar de eso precisamente — exclamó Jean —. Pero ya que sacas el tema, ¿cómo crees que llegaré mañana a ese lugar? Sin auto, estoy atada.

— Debiste haberlo pensado antes de robar en la tienda — respondió su madre con frialdad.


— No estaba robando en la tienda. Yo quise pagar esos pendientes — explicó por milésima vez. Tanta era su frustración que quería gritar. ¿Por qué su madre no le creía? ¿Por qué no le concedía el beneficio de la duda?


— Pero tú no te detuviste a pensar, ¿verdad? Estabas demasiado preocupada por el qué dirán de tus amiguitas.


— Está bien. Cometí un grave error — concedió Jean —. Lo admito. Me equivoque. Pero, por si no te diste cuenta, estoy casi atrapada aquí. ¿Cómo supones que llegaré a ese hogar de ancianos sin auto?


— No seas ridícula. — Su madre atinó a colocar la mano en el picaporte de la puerta. — Puedes tomar el autobús.


— ¡El autobús!


— Sí, ya los conoces. Son esos vehículos grandes, pintados de azul y blanco que sirven de medio de transporte para las personas que no tienen auto.


Jean se quedó pasmada. En su vida había tomado un autobús. — Pero el geriátrico está en la peor zona de la ciudad.


Eileen abrió la puerta.

— No seas melodramática. En Landsdale no hay barrios malos — contestó con impaciencia, ignorando las protestas de su hija —. Reconozco que parece estar situado en el corazón del área más pobre de la ciudad, pero no está infectada de mafiosos. Mucha gente toma el autobús — dijo, indiferente, mientras se encaminaba hacia su BMW —. Te gustará.


No bien la puerta se cerró, Jean se dejó caer con todo el peso de su cuerpo contra ella. Esa vez, cuando las lágrimas acudieron a sus ojos, no hizo nada para contenerlas. Adiós a los entrenamientos deportivos, a las citas con Todd Barrett, y a las fiestas de quinto año. También al auto. ¡Oh, Dios! ¿Cómo haría para sobrevivir a esa tragedia? Por un minúsculo y estúpido error, su vida estaba terminada.


En la escuela fue horrendo. Jean apretó en el puño el folleto con los horarios del autobús y colocó la mochila en el banco de la parada.


―Por lo menos — pensó, al inspeccionar las calles y comprobar que no había nadie conocido —, logré evitar la humillación de que la mitad de la clase me vea tomando el autobús."

Ese día, si bien no había percibido actitudes groseras o desagradables hacia ella, las miradas compasivas y las sonrisas sarcásticas tampoco le pasaron inadvertidas. Se acomodo en el banco y abrió el folleto azul brillante. Su madre se lo había entregado esa mañana, durante el desayuno, sin olvidarse de la lata pertinente respecto de que el trasporte público nunca había dañado a nadie y de que sin duda llegaría sana y salva a su casa esta noche. Jean sintió impulsos de arrojar el maldito horario a la basura, pero sabía que, en esos días, en cuanto a la relación con sus padres concernía, estaba caminado sobre una cornisa y que habría sido una estupidez irritarlos deliberadamente. Si se comportaba como damita, les decía que si a todo y no les causaba ningún inconveniente, tal vez recuperara su licencia de conducir.

Miró su reloj y frunció el entrecejo. Eran las tres y cuarenta. Esperaba que, quienquiera fuese el encargado de Lavender House, no le diera un lavado de cabeza por haberse demorado un poco. El siguiente autobús para Twin Oaks Boulevard partiría dentro de cinco minutos. Por lo tanto, llegaría a Lavender House alrededor de las cuatro y diez. En teoría, no tendría por qué haber problemas. No pretenderían que tomara el autobús anterior, ¿no? De ese modo tendría que pasar media hora más de lo debido en ese barrio que, a pesar de las afirmaciones de su madre, no ofrecía ninguna seguridad.

Minutos después llegó el autobús. Subió. Entregó un dólar al conductor. El hombre la miró como si hubiera sido una extraterrestre con dos cabezas.



— Tienes que darme el importe justo — indicó.


— ¿Justo? — Notó que se había convertido en el centro de atracción de todos los pasajeros.


— Sí. — Tocó con el dedo un artefacto cuadrado de vidrio y metal que estaba junto a su asiento.


— ¿Qué te pasa, nena? ¿Es la primera vez que tomas un autobús? Coloca sesenta centavos en ese aparato, si es que quieres viajar en mi coche.

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No me olvidesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora