3 Continuación..

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Varios pasajeros rieron. Con las mejillas coloradas y ardientes, Jean revolvió en su cartera y extrajo dos monedas de veinticinco y una de diez. Las introdujo en la urna y caminó a toda velocidad por el pasillo; se enredó en sus propios pies por el apuro que tenía.

                       

Ocupó el único asiento vacío que había. Apoyó la mochila sobre su falda y se dedicó a mirar por la ventanilla, tiesa como una estatua. El autobús arrancó. Con profunda amargura, Jean siguió observando la elegante y moderna zona comercial de Landsdale que se veía desde al costado del camino.

Poco después, quedaron atrás las calles limpias, prolijas, y las hermosas mansiones del barrio residencial de la ciudad. A medida que se internaban en la zona norte, las casas iban achicándose; los centro comerciales asumían un aspecto burdo. Cuando tomaron por Twin Oaks Boulevard, Jean se arrepintió de no haber traído un aerosol irritante para defenderse de posibles agresores.

                                                                                                   

En su origen, Twin Oaks había sido la principal vía pública de la ciudad, pero, con el advenimiento de los suburbios y el furor de la construcción de los años 60, la antigua zona comercial e industrial se deterioró, convirtiéndose en un barrio bajo. Las industrias livianas e impolutas, como también las escasas empresas manufactureras de alta tecnología que se habían instalado en el lugar a fines de esa década, optaron por el sector este de Landsdale. Les siguieron de inmediato las hordas que huían del smog, los delitos y el tráfico del sur de California, y así surgió una tendencia edilicia moderna, perfecta, que caracterizó a toda la región. Jean vivía en una de esas casas. Este sector de la ciudad le era tan ajeno como la superficie de la Luna.

A medida que el autobús llegaba al corazón de la zona norte, se observaban hileras de viejas casas victorianas, la mayoría de ellas convertidas en edificios de departamentos arruinados.

                                                                           

Pasaron por tiendas de expendio de bebidas alcohólicas y de empeño, una iglesia con frente de piedra, y un edificio médico, con las ventanas enrejadas.

                                                                                                   

Por fin, luego de lo que le pareció una eternidad, la luz roja del semáforo de Acton Street impidió el avance del autobús, que se detuvo con un resoplido chillón. Ésa era su parada. Cuando se encendió la luz verde, Jean inspiró hondo, tomó su mochila y se convenció de que no sería tan malo. La parada estaba justo frente al geriátrico. Quizá, si iba corriendo, podría evitar todo tipo de agresiones. Se encaminó hacia la puerta trasera y se topó cara a cara con un chico alto y de pelo oscuro. Era lindo. Lindo de verdad. Un ―bombón‖. Él retrocedió para cederle el paso. Pero el autobús pasó de largo.

— Oiga — gritó Jean, presa del pánico —. Quiero bajarme aquí.

                                                                           

— ¿Y por qué no tocaste el timbre entonces? — rezongó el conductor desde adelante.

                       

¿Timbre? ¿Qué timbre? Buscó desesperadamente a su alrededor, tratando de encontrar algún botón para oprimir, pero no vio ninguno.

                       

— Está allí — le indicó alguien con disgusto, desde atrás. Se volvió de inmediato y frunció el entrecejo al ver al bombón que la había distraído antes.

                       

— ¿Qué pasa? — preguntó. Pasó a su lado y tiró de una angosta tira de plástico que había junto a la ventanilla —. ¿Nunca subiste a un autobús?

                       

El vehículo se detuvo antes de que ella tuviera oportunidad de responderle algún improperio. El galán, a quien Jean le calculó unos dieciocho años como mínimo, la miró enfadado, se adelantó y se bajó.

Ella también.

                                                                                                   

— Diablos — refunfuñó. Miró las calles y se dio cuenta de que por culpa del autobús, se había pasado por lo menos dos cuadras.

                       

Estaba hecha un manojo de nervios. Ya llevaba unos minutos de retraso y por culpa de ese estúpido autobús llegaría más tarde aún. Se cargó la mochila al hombro y emprendió la marcha. En la acera de enfrente, un grupo de chicos jugaban al básquet en una estación de servicio abandonada. Una argolla comida por las polillas colgaba de la parte superior del palo que estaba sobre los surtidores. Con cautela, Jean siguió su camino.

                       

Cuando llegó al hogar para ancianos, estaba muy agitada. Se detuvo en la acera y contempló el sitio en el que pasaría gran parte de su tiempo libre durante los próximos seis meses.

                       

Al igual que muchos edificios de Twin Oaks, se trataba de una inmensa casa victoriana. No obstante, se erigía sobre una vasta extensión de césped y estaba pintada de un color lavanda claro, con terminaciones en madera blanca. Un pequeño cartel colgado sobre la puerta anunciaba simplemente: LAVENDER HOUSE.

Jean ingresó por la entrada de cemento, subió las escaleras y se dirigió al espacioso porche. Otro cartel, mucho más pequeño, anunciaba: TOQUE TIMBRE, POR FAVOR. Eso hizo. Esperó.

                                                                                                   

Siguió esperando.

                       

Volvió a tocar el timbre. ¿Qué pasaba con esa gente? ¿Estarían todos sordos? La puerta se abrió de repente y apareció una mujer seria, de mediana edad, con cabellos rubios cortos y crespos, que llevaba un estridente jogging rosa.

— ¿Puedo ayudarte en algo? — preguntó con frialdad.

                                                                                                   

— Soy... Jean McNab. He sido asignada a este lugar...— Su voz se desvaneció cuando la mujer entrecerró los ojos.

                       

— Para servicios comunitarios — terminó la mujer —. Llegas tarde. Te esperaba hace diez minutos. Entra.

                                                                           

Jean la siguió hacia el interior del edificio. Los pisos eran de roble, muy lustrados. Exactamente frente a ella había un alto mostrador de roble que hacía las veces de escritorio de recepción. A la izquierda, advirtió un living cuyas paredes estaban revestidas con paneles de madera y un empapelado con diseños floreados, en rosa y blanco. A la derecha había una escalera y, detrás de ésta, un recinto semejante a una jaula, que supuso sería el ascensor. Del otro lado de la escalera se veía un pasillo y una puerta doble, de roble, cerrada. No había detalle en aquel edificio que se asemejara a lo que ella había imaginado que sería un geriátrico.

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No me olvidesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora