Capítulo III: Dos de azúcar, por favor

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Keila salió de la cafetería apresurada. Quedé mirando el sitio vacío. El pastel había perdido su dulzura. Suspiré. Me había sentido atraída por ella desde el momento que nuestros ojos se cruzaron, pero el impulso de saber más de ella nació en el instante que miré su sonrisa efímera y artificial.

Relacioné sus actitudes con el comportamiento de un gato huraño, que estaba dispuesto a sacar las garras si se sentía amenazado.

Llevé el último trozo de pastel a la boca. Sonreí por la comparación, pero el gesto no duró. Sabía que era mejor alejarme, si no quería tener más decepciones.

Había aceptado hace dos años que era un imán para las personas complicadas y difíciles, todas mis parejas encajaban en ese grupo. Recordé las lágrimas que caminaron por mis mejillas en cada relación fallida; lloraba un día, al otro día me levantaba de la cama repitiéndose que no era la persona indicada. Y así fue durante cinco años, en ese vaivén de amores complicados y desamores. Comencé a creer que el problema no eran las otras personas, sino yo que esperaba un amor duradero y sobre todo fiel, la mayoría de mis rompimientos era por infidelidad.

Keila demostró que no deseaba involucrarse más conmigo. Y mi parte racional decía que debería hacer caso a las señales, pero la curiosidad y esa extraña atracción era un combustible para seguir indagando.

La lluvia había terminado y de a poco las personas que entraron a la cafetería a esperar que mejorara el clima, se fueron retirando. Llamé a la moza para pagar la cuenta.

La joven se acercó con pasos apresurados, esperando algún pedido.

La observé, era la misma joven que traté mal la última vez. Suspiré con pesadez. La conciencia me recriminaba que no debí ser grosera con ella.

―¿Cuánto es? ―pregunté.

La joven me miró confundida.

―La joven que estaba con usted ha pagado su consumo ―dijo.

Ese comportamiento era contradictorio y me dejó con muchas preguntas. Sólo le dije a la mesera que se retirara. De pronto, el último sorbo de café tuvo un sabor dulce.

***

La reacción de Milagros fue exactamente como pensé que sería: pidió explicaciones, grito un poco, y luego, cuando las suplicas no servían, me dio una cachetada y expresó lo dolida y usada que se sentía, para después abandonar el departamento con un sonoro portazo.

Me echo en el sofá de tres cuerpos, donde había estado Milagros, cubrí mis ojos con el antebrazo izquierdo, tratando de menguar el dolor de cabeza que se aproximaba.

La puerta del departamento se abrió. No miré quien era. Sólo había otra persona más que tenía las llaves.

―Vi a una jovencita en el corredor ―comentó Dana, acercándose al sofá individual―. Me miró feo. ―Su voz sonó indignada.

Sonreí, aun cubriéndome los ojos, podía imaginar el rostro de Dana con sólo oír su voz. Sus gestos seguían siendo los mismos desde la infancia.

―Ella no entendió como era el juego ―respondí, sentándome.

Miré a Dana, aún mantenía la sonrisa. Ella me miró unos segundos antes de suspirar cansada.

Me había dedicado a traer una conquista cada vez que podía. A veces esas personas se encariñaban conmigo en cuestión de horas, tal vez, por el léxico o porque les prestaba atención. En el mundo hay muchas personas que buscan ser escuchadas.

Sabor a café [Historia Lésbica]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora