8

688 31 6
                                    

De regreso a casa, me quité los tacones y los lancé fuera de mi vista. Ángel seguía en el umbral mientras miraba cómo me desvestía. Me devoraba con la mirada y notaba ver qué me hacía en su mente. ¡Maldito seas!, me provocas hasta lo que no deberías. Es tan jodidamente atractivo, no solamente por su físico tan notable, sino por su actitud y personalidad depravada.

Decidí jugar su juego, me quité la blusa.

—¿Me ayudas? —Pedí que me quitara el sostén.

Él se acercó a mí y comenzó a besarme la espalda para llegar a mi cuello. Desabrochó el sostén y lo tiró en el sofá. Estaba entrando en calor. Con sus manos rodeó mis pechos y los acariciaba; su mano derecha bajaba lentamente por mi vientre hasta llegar a mis bragas. Podía sentir por encima de sus pantalones la erección mientras no paraba de decirme en el oído que me iba a dar lo que tanto necesitaba.

Me saqué todo hasta quedar completamente desnuda, él se quitó la camisa y se desabrochó el pantalón, dejando a la imaginación su bóxer blanco. Me acerqué a él y le tomé de la mano.

Mientras subía la escalera, él no dejaba de acariciar mis nalgas. Yo trataba de provocarlo cada vez más.

Ya estando en la habitación, ésta vez fui yo quien lo tiró sobre la cama. Comencé besándole los labios carnosos y jugosos, me dirigí a su cuello, pecho, vientre y le quité los pantalones. Comencé a acariciar su pene aún con el bóxer puesto mientras no dejaba de mirarlo directamente a los ojos.

Le hice sexo oral unos minutos y luego saqué un condón de la cómoda y se lo puse. No volvimos a repetir el sexo, porque cada noche al parecer era una experiencia nueva.

A la mañana siguiente, el sonido de repartidor de periódicos me despertó con un buenos días, señorita Clinnford. Y daba unos cuantos golpes a la puerta. Me tallé los ojos y Ángel no estaba nuevamente. Se había ido sin dejar sombra de su estancia la noche anterior. Solamente podía oler su aroma impregnado en las sábanas y en mi piel. Con mis dedos recorría mi piel recordando el salvajismo con el que entraba a mí. Moví mi cuello cerrando los ojos y volviendo de nuevo a la fantasía.

Finalmente, decidí darme una ducha. En la radio sonaba una canción que me recordaba cómo me sentía cuando estaba con él.

¿Qué me está pasando?

Elizabeth, no debes enamorarte. Éste es solamente un juego, sólo debes seguir las coordenadas que te da la vida.

Me lavé los pensamientos y grité como loca en la regadera, tratando de apagar el fuego que me provocaba cuando estaba a su lado. Me desordenó la vida, quién me iba a decir a mí que aquel chico que se repesaba fuera de la universidad, iba a ser quien se repesaría en las paredes de mi habitación. Creo, con firmeza y seguridad, que me está volviendo loca. Y me gusta. Me gusta, maldito seas, Ángel Wright y tu locura.

Era sábado por la mañana, había quedado de ir con Lana y Kenn a desayunar juntos y así ponernos al día de algunas cuentas precipitadas de la graduación y también aprovechar para hablar de vidas privadas y ese rollo.

—Ten cuidado de Ángel. —Me advirtió Kenn, con un tono de preocupación.

—¿Cómo sabes su nombre? —Pregunté, puesto que la última vez que platicamos no sabía mucho de él.

—Acuérdate que en un turbulento y oscuro pasado fui detective, no lo olvides.

—Pensé que habías dejado tu profesión en el pasado. —Puse hincapié—. Además, ¿cómo sabes que estoy saliendo con él?

—¡¿Qué?! —Exclamó Lana—. Sé que las relaciones amorosas aún no formalizadas me tienen perdida, pero ¿de aquí a cuándo sales con un chico, Elizabeth? ¿De qué me he perdido? Cuenta.

No quería contarles toda la historia, por lo que me limité a contar unos detalles y a ocultar unos cuantos también.

—Pero ese chico es rudo —Lana mordiéndose los labios, como creando una historia en su cabeza—. Me lo he topado un par de veces, pero siempre pasé desapercibida.

—Yo sé lo que te digo —Kenn intervino— no me da buena espina. Incluso la gente con la que se relaciona me transmite algo que no sé qué.

—Uno de sus amigos trató de besarme a la fuerza —comenté.

—¿Ves lo que te digo?

—Ángel no es así, no tiene que ser como ellos, además gracias a él fue que pude librarme de esa situación.

—Como en los libros de literatura. —Suspiró Lana, mordiendo su dona de chocolate—. Elizabeth también tiene derecho a enamorarse, Kenn.

Me ruboricé ante en comentario indebido de Lana. Le di un sorbo al café expreso bien cargado que tenía entre las manos, tratando de obviar esas palabras.

—Pero el amor te ciega. —Kenn trataba de que me alejara de Ángel.

—Ella es una chica sensata y sabe lo que hace, de lo contrario, no estaría saliendo con el chico. —Lana me sonrió.

No sabía a ciencia cierta si sabía lo que estaba haciendo, tal vez Kenn tenía razón y me estaba cerrando los ojos.

—¡Escuchen, chicos! —Aclaré la voz—. No estoy saliendo de la forma en la que su memoria traza los escenarios, simplemente hemos coincidido en algunos momentos y eso es todo.

Coincidir, como si lo nuestro hubiese sido una simple coincidencia. En el fondo, muy en el fondo, sabía que no era así. Comenzaba a creer que habíamos sido parte de algún plan del universo para que nuestros caminos fueran uno solo.

—Él será mi pareja para el baile de graduación. Y espero —miré a Kenn— que no se lleve una mala impresión ni un desagradable momento.

Ninguno dijo nada al respecto.

—Ya que sale el tema a discusión, ¡tenemos que ir a comprar nuestro vestido, Elizabeth! —Exclamó Lana con una sonrisa como si lo hubiese olvidado.

Terminamos de desayunar, nos despedimos de Kenn y luego nos dirigimos Lana y yo a comprar los dichosos vestidos. Entramos en varias tiendas de diseñadores famosos. Debo admitir que los primeros vestidos que me probé, lucía como una foca dentro de un pedazo de tela. Pero llegó el indicado, un precioso vestido azul marino oscuro con unos cuantos diamantes adheridos.

¡Sorpresa, Elizabeth! No tienes 150.000 dólares para comprarlo. *Dos aplausos escuché venir desde mi subconsciente* ¡Despierta, querida!

Nos fuimos con una tremenda depresión al ver que no nos había gustado lo que queríamos, aclaro: no teníamos el efectivo suficiente para comprar lo que nos había gustado. Así que decidimos ir a otra tienda, nos conformamos con vestidos de segunda mano.

Al día siguiente tocaron mi puerta, un repartidor hizo que firmara para entregarme una caja blanca en la que el logo era de una marca conocida. Di las gracias y cerré la puerta.

Me sorprendió mucho, puesto que en mis 27 años, nadie me había mandado algo a domicilio. Tenía una gran curiosidad por ver qué había dentro.

Para mi sorpresa, mi cara denotó una gran impresión al ver que el vestido de 150.000 dólares estaba a mi disposición. Una nota estaba arriba:

Lucirás como una reina. Atte. Ángel W.

Regálame un amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora