No hagamos esperar al infierno

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I. Año 1393

La Luna no era más que una pálida y delgada línea en un cielo negro atiborrado de estrellas. La brisa era fría, pero aquello no aminoró el espíritu de los miles de jinetes que se agolpaban al frente de la capital del reino de Xin, expectantes a la orden de entrar y asaltar el castillo del emperador. Levantaban la mirada y veían, más allá de las altas murallas que protegían la ciudad, cómo grandes volutas de humo ascendían por el aire para dibujar figuras informes en el cielo ennegrecido.

El último bastión del viejo imperio, Ciudad del Jan, una dinastía dominada por soberanos mongoles, pronto caería bajo el fuego y aquella sola imagen encendía los corazones de los guerreros.

El comandante de la legión invasora, Syaoran, cabalgaba al frente de la fila de jinetes. Su armadura lamelar, al igual que la de sus hombres, era de un negro oscuro e intimidante; se retiró el yelmo de penacho rojo y echó un vistazo a la gigantesca muralla. Desde que amaneciera hasta que el sol se ocultara, el sitio había sido férreamente defendido por los vasallos del emperador, con arqueros, lanceros y hasta arrojándoles acero fundido. Ahora no quedaba nadie y tenía la sospecha de que se habían resguardado en el castillo, en el centro mismo de Ciudad de Jan.

La muralla tenía al menos diez hombres de altura y rodeaba por completo la capital, una suerte de anillo de apariencia infranqueable; pero una súbita ola de orgullo lo invadió al reconocer que pronto rendiría frutos su estrategia de enviar infiltrados que escalasen las murallas en tanto atacaban con catapultas.

Pronto, pensó, las puertas se abrirían y pondrían fin a la dinastía mongola.

Luego se giró sobre su montura y vio a su ejército expectante. Eran casi diez mil hombres. Se impresionó al comprobar la disciplina de sus exhaustos guerreros ordenados en largas columnas que se extendían por las llanuras; los más alejados parecían más bien manchas sobre la hierba plateada.

El agua y la comida habían escaseado durante los últimos días de su viaje, pero con la toma de la ciudad vendría un festín. Recordó cómo los mongoles solían no solo llevarse las provisiones sino también a las mujeres antes de arrasar las ciudades xin; meneó la cabeza para quitarse los recuerdos amargos, por más que tuviera sus ansias de venganza, daría muestras de civilización a su enemigo... si es que decidían rendirse.

La gigantesca puerta principal chirrió y un par de golpes se oyeron desde adentro. Cuando un grupo de infiltrados consiguieron abrirla de par en par, otros sostenían de los brazos a un asustado hombre vestido con un deel azulado cruzado por una faja dorada. Luego de postrarse en el suelo, se presentó como un enviado diplomático de parte del emperador; esperaba pactar un cese a las hostilidades. Había mujeres y niños en Ciudad del Jan.

El comandante se mantuvo inmutable y esperó un tiempo antes de pronunciarse. Podría hacer caso omiso a las súplicas y dirigir a su ejército para adentrarse en las angostas calles de la ciudad, aplastando al enviado bajo las líneas de jinetes, pero Syaoran lo sorprendió.

—Hemos venido por la cabeza de vuestro emperador. Puedes decirles a las mujeres de la ciudad que estarán a salvo, a menos que yo encuentre una muy bonita.

El enviado dio un respingo al oír aquello y se estremeció al imaginar cómo Toghon Temur, el emperador mongol, era ejecutado por aquellos "salvajes y piojosos rebeldes". Intentó convencerlo de que desistiera, pero el comandante volvió a interceder.

—Los hombres de tu emperador han luchado bien. Si se rinden, les perdonaré la vida.

—¿Y perdonar la vida de mi emperador? ¿No es más importante tenerlo vivo para que predique vuestra victoria por todo el reino?

Destructo IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora