Esta guerra tiene tu nombre

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I. Año 1368

Wezen montaba su caballo, silbando una canción y disfrutando del exuberante paisaje de la llanura; un interminable verde que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Su estado de ánimo era inmejorable, cabalgando en medio de la legión de jinetes xin de Syaoran y tomando rumbo a su pueblo. A un lado, el sol se ocultaba tras la interminable cadena de montañas y supo que pronto debían acampar. Si fuera por él, continuaría cabalgando durante la noche; faltaban pocos días para alcanzar Congli y estaba ansioso por ver a su hermana tras casi un año de partir rumbo a la guerra.

Desmontó a un costado del camino, viendo a los demás jinetes preparar el campamento con una velocidad y disciplina que nunca dejaba de sorprenderlo. Estaban perfectamente entrenados por Syaoran, pensó, y pronto él también sería un gran guerrero a su lado. Se había convertido en su escudero; estaba presente en todas las reuniones de su comandante, entrenaba con él y se enteraba de las noticias más importantes con rapidez.

Sabía que la prioridad de Syaoran era reunirse con el emisario de Occidente en una expedición en la frontera xin. Sabía, además, que los mongoles no estaban huyendo del reino, sino reagrupándose en algún lugar. Tardarían meses en asestar un ataque contra el nuevo emperador, apostado en Nankín, pero disfrutaría de los días mientras tanto.

Luego se fijó en Zhao, desmontando de su caballo y enfundado en su túnica budista sin ningún tipo de reparo. Buena parte del ejército lo conocía y ya no tenía necesidad de aparentar. Después de todo, la Sociedad del Loto Blanco a la que ahora pertenecían fue fundada por budistas. Lo vio acercarse y el guerrero xin frunció el ceño. Zhao le estaba resultando insoportable en los últimos días. Detestaba que su amigo le hablara sobre Buda y sus conceptos de paz y tranquilidad, que no hacía más que enfadarlo. Al parecer, ahora Zhao sentía una necesidad de predicar su credo a todos los soldados, que lo escuchaban con curiosidad y respeto, pero Wezen no era una persona de fe.

—¿Cómo está tu herida? —preguntó el budista, señalando el hombro que había sido alcanzado por una espada durante la toma de Ciudad del Jan.

—El hombro está bien —se palmeó la zona con fuerza—. Una de las esclavas del comandante se ofreció a curar la herida.

—¿Una esclava? ¿Cuál de las dos?

—La más bonita —asintió.

Zhao enarcó una ceja.

—Procura recordar que ellas entregan sus cuerpos a tu comandante. Syaoran no querrá saber que uno de sus soldados está detrás de...

Wezen hizo un ademán.

—No me sigas.

Se alejó silbando; nada ni nadie le arruinaría su estado de ánimo.

Lanzó su casco sobre la hierba y se acercó a un riachuelo para mear sobre unos matojos, entonando su canción y mirando las pálidas estrellas que asomaban en el cielo. Dio un respingo cuando oyó el chapoteo del agua y luego un par de risillas de algunas muchachas cerca.

Giró la cabeza y se sorprendió de ver a las dos esclavas de su comandante, tomando un baño entre risas. Actuaban como si él no estuviera allí. Eran hermosas, aunque distintas, como si su comandante las hubiera elegido así adrede. Una era exótica por lo alta, de corta cabellera y turgentes senos, de curvas pronunciadas. Toda una mujer. La otra, en cambio, era de rostro aniñado y más menuda, enrollaba su larga cabellera mientras las gotas de agua recorrían su cuerpo de tímidas curvas.

Wezen apretó los labios. Era esta última la que le había hecho una cura con hierbas y vino, la noche anterior en las afueras de la tienda del comandante. Solo sabía el nombre de esta, y era sencillo de recordar. Mei. "La más pequeña".

Destructo IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora