Escríbeme en fuego

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I. Año 2332

Cuando el desnudo ángel Deneb Kaitos se sentó en un mullido sillón frente al extenso ventanal, dobló las puntas de sus alas como acto de asombro. La capital del Hemisferio Norte imponía con esos interminables y altos edificios poblando el horizonte y, sobre todo, irradiaba como nada que hubiera visto antes en su milenaria vida; era sobrecogedor verlos, cientos de haces de luces acuchillando en diferentes direcciones. Faltaba poco para el amanecer y ya estaba cayendo en la cuenta de que los mortales no iban a apagarlas en ningún momento.

Luego se acomodó sobre el sillón; la textura se sentía extraña al tacto con su piel. Pensó en vestirse con su túnica. El problema era que no sabía dónde la había dejado.

Al otro lado de la habitación, Reykō se arrodilló sobre su amplia y revuelta cama, recogiéndose su cabellera ceniza en una corta coleta. Su cuerpo desnudo destilaba una sensualidad natural; nunca negó los pasos de los años ni optó por implantes de mejoras cosméticas o cirugías. Sus senos ya no se erguían firmes y las caderas eran anchas; sin embargo, no parecía mostrar incomodidad por aquello. Era una mujer madura que llevaba lo suyo con orgullo y elegancia; incluso allí sin más que una manta enredándose en su cintura.

Luego se fijó en el ángel y se inclinó, quedándose de cuatro patas. En verdad que Deneb Kaitos le resultaba un auténtico adonis, sus facciones duras y la musculatura definida resaltaban con la luz de la ciudad irradiándolo; probablemente era el mejor cuerpo que ella había probado en toda su vida, pensó retorciéndose suavemente. Se sentía vigorosa cada vez que acogía en su interior al plateado ser celestial, como si él tuviera una suerte de elixir de la juventud. Eso sí, Deneb Kaitos no era precisamente habilidoso la cama. Apático por más que se empeñara, sin saber cómo y cuándo moverse o dónde tocar o besar; sin embargo, todo ello parecía ser parte de su encanto.

Reykō se sonrojó abruptamente. La mujer más poderosa y mayor detractora de ángeles estaba completamente enviciada por uno; sonrió al pensar en la ironía del asunto, pero más valía que ningún rumor de esa índole saliera de allí, que la prensa no perdonaría. La presencia del ángel era un secreto en el Norte; nadie, salvo la estructura militar de su corporación, sabía del ser celestial que fue intercambiado por la espada zigzagueante para evitar una batalla en Valentía. Aunque el detalle de que la acompañaba en su cama lo sabían más pocos aún.

—¿Extrañas tu hogar? —preguntó ella.

—No. Solo observo el vuestro.

La cama se removió y de entre las mantas surgió, también desnudo, el comandante Albion Cunningham. El hombre se rascó la mejilla y sonrió cuando tuvo frente a sí a su madura amante. Solo en aquella habitación su más leal soldado se sentía en confianza para tratarla como una pareja y no como a una superior. Se arrodilló detrás de ella y pegó su cintura; tomándola, la obligó a reponerse sobre sus rodillas. La apretó contra sí, haciéndole sentir su erección.

—Tuve el sueño más raro... —confesó él.

Reykō bajó una mano para agarrarle la verga y manoseársela. Él no se quedó atrás, escarbándole su sexo con los dedos. Reykō gruñó de gusto cuando sintió la dureza de su comandante abriéndose paso; fue una excelente idea tener como amante a Cunningham, quien siempre despertaba con deseo y energías.

La mujer ladeó el rostro para besarle la mejilla y luego morderle la boca.

—Cuéntame —susurró ella.

—No te culparé si deseas enviarme a un manicomio —dio un empujón suave—. Pero soñé que compartimos la cama con un ángel...

Ambos rieron. Solo que Cunningham se paralizó y su piel se le erizó cuando vio una pluma balancearse frente a sus ojos. La mujer gruñó de disgusto, moviendo la cintura en un intento de que siguiera penetrándola. Giró la cabeza y susurró que no se detuviera, que le apetecía, pero ahora el hombre tenía la mirada fija en el ángel plateado que, sentado en el mullido sillón, contemplaba la ciudad.

Destructo IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora