Reino de dragones

43 1 0
                                    



I. Año 1368

La nevada no había mermado en intensidad durante toda la noche y el fuerte murmullo del viento imposibilitaba a Mijaíl Schénnikov pensar con claridad. El frío le parecía el más intenso que había vivido en años y el solo respirar empezaba a volverse doloroso; o, tal vez, pensó, era solo su creciente nerviosismo lo que jugaba en su contra. Se inclinó sobre su montura para fijarse mejor en el lejano grupo de fogatas del campamento mongol; incontables manchas amarillentas y pálidas, como estrellas, dispersas sobre el oscuro terreno.

Descansaban al otro lado del Río Volga, ahora congelado por el efecto del invierno. Cuando la ventisca amainaba creía oír sus cánticos y gritos ahogados en la lejanía. Se sacudió la nieve sobre su rubia cabellera, como si también quisiera quitarse el sentimiento de impotencia e indignidad. Hacía solo un par de noches se encontraba arrimado en la cama junto a la voluptuosa Anastasia Dmítrievna, hundiendo su rostro entre sus enormes pechos mientras el fuego de la chimenea les calentaba los cuerpos, mas ahora hacía las veces de vigía en medio de una insufrible noche.

Sonrió con los ojos cerrados al recordar el último vestido que la muchacha llevaba; no hacía fuerza alguna en detener los vaivenes de sus senos cuando esta paseaba por los pasillos del palacio; aprovechando una rutina de patrullaje, la llevó hasta la cocina para abrirla de piernas. Por un momento, creyó sentir el sabor de su sexo.

La idea de haberse follado en cuantiosas ocasiones y posiciones a una futura princesa, reservada para el Príncipe de Kholm, le hizo esbozar una sonrisa triunfal que rompió la piel de los pálidos labios.

Pero el frío, que mordía sus pulmones al respirar, lo sacaba de sus recuerdos. "Esos malditos mongoles", pensó mirando de nuevo el campamento. Habían invadido Nóvgorod y dejaron destrucción a su paso. Le vino a la mente, como destellos fugaces, las imágenes de cientos de cuerpos amontonados en las calles y el río ennegrecido de sangre, con incontables cadáveres enganchados entre sí, flotando sin rumbo.

Al soldado, aquellos muertos no le importaban en lo más mínimo. A sus ojos era solo un montón de nobles que disfrutaban de una vida de excesos mientras él arriesgaba la vida afuera de los muros de la ciudad. Era el salvajismo lo que le hacía estremecer. Esos demonios, pensaba él, no tendrían piedad de nadie.

Meneó la cabeza para tranquilizarse; de nuevo creyó oír los gritos y cantos de aquellos enemigos, como un retumbe en la lejanía. A la señal de la cruz, rezó empuñando una colgante de Santa Sofía, deseando que todos aquellos monstruos del infierno cayeran cuanto antes.

Se recompuso al oír a un caballo acercarse a su solitario puesto de vigía. Reconoció a Gueorgui, el gigantesco comandante de la caballería novgorodiense, debido a la gran armadura de acero que llevaba. Este se retiró el yelmo sin pronunciar palabra alguna, revelando una mirada severa. Tenía cejas pobladas y una barba abundante; Mijaíl se sentía como una mísera hormiga bajo el escrutinio de aquel oso.

—Mi comandante —saludó.

No pronunció respuesta. Guio su montura al lado del joven y se dedicó a observar el lejano campamento. Mijaíl aprovechó para ponerlo al tanto.

—Atravesaron el río gracias a la superficie congelada. He visto los estandartes, blancos con rayas rojas, de la Horda de Oro. Les acompaña un ejército menor, con estandartes verdirrojos... —hizo una pausa y miró al inmutable comandante—. Se aliaron con Bulgaria de Volga. Su número podría rondar entre los diez y doce mil.

El oso hizo un ademán para interrumpirlo.

—Como si fueran cien mil. Persigámoslos como a aquellos perros lituanos. Dime lo que tienes en mente.

Destructo IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora