No puedo dejar de mirar el cielo

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Quinto capítulo. El custodio ruso debía defender al embajador de los peligros en el reino de Corasmia. Y en una nueva época, la Querubín acariciaba las estrellas.

Año 1368

Había amanecido hacía pocas horas, pero el calor ya se sentía intenso en las arenosas calles de la ciudad árabe de Bujará, reino de Corasmia; el sol se colaba en haces dentro de los pasillos del zoco principal, atravesando el entramado de madera del techo, en tanto los comerciantes armaban sus tiendas y extendían las alfombras con una rapidez y precisión propia de quien dominó la rutina con los años.

Un soldado mongol patrullaba por uno de los pasillos, llamando la atención con su radiante y largo sable envainado en el cinturón. Destacaba entre los mercaderes y beduinos como una suerte de lobo paseando entre un manso rebaño que bajaba la vista a su paso; vestía una armadura de placas pintadas de rojo y dorado, colores propios del kanato de Persia, regida por el mongol Tamerlán.

Mijaíl, enfundado en una chilaba negra, reacomodó el largo y pesado rollo de tela sobre su hombro, esperando que nadie se percatara de su espada escondida allí. Aunque Bujará fuera completamente distinto al mundo que conocía en Nóvgorod, el miedo que percibía en la gente ante la presencia de un soldado mongol parecía ser el mismo. De hecho, cuando él era niño y veía a los mongoles patrullar por las calles, se alejaba corriendo y sorteando los obstáculos, ágil como una gacela.

Recorrió con curiosidad los pasillos de un atestado zoco hasta que llegó a una fuente de agua, donde se sentó en el pretil de mármol y miró en derredor; le agobiaba el gentío tan bullicioso, incontables como hormigas, y los estrechos pasos que parecía asfixiar. Nada en las tierras de Corasmia se asemejaba a su amada y fría Nóvgorod. Frío, eso era lo que deseó por enésima ocasión desde que dejara las estepas rusas; agitó la mano frente a su rostro y deseó que una brisa polar se llevara los molestos mosquitos que dejaban ronchas a su paso.

Pensó en levantarse y comprar alguna fruta, pero llegó hasta él un beduino, enfundado en una túnica negra como la suya, con un pañuelo rojo, de lino, envolviéndole la cabeza. Se inclinó hacia la fuente, mojando las manos y luego el rostro.

—¡Loado sea Alá por este gran día, amigo!

El ruso dejó sobre el pretil una bolsa de cuero cargada de monedas y de un vistazo notó la lujuria en los ojos del árabe. El beduino se tocó la frente y agradeció el pago con un apenas perceptible "Assalamoe alaykum".

—Dame buenas noticias —dijo el ruso en un forzado árabe.

—He hablado con un par de amigos.

—Mongoles —corrigió perdiendo la mirada en el gentío.

—¿Qué más da? —el beduino se encogió de hombros—. Sirven como mensajeros del ejército. Saben cosas.

—¿Los consideras amigos, entonces? No veo que aquí os llevéis muy bien los unos con los otros.

El beduino recogió la bolsa discretamente y se sentó al lado del ruso. La abrió para contar las monedas, prosiguiendo con la conversación.

—No es un gobierno perfecto, Mi-jaíl, pero funciona. Podemos seguir con nuestras vidas. Tamerlán es un líder piadoso con los reinos que se someten a su voluntad. Ya lo estás viendo con tus propios ojos —guardó la bolsa—. Aquí en Bujará todo prospera

Mijaíl se rascó la barba, que había crecido bastante durante su viaje.

—Hay comercio, sí, y se ve muy activo. Pero, al final del día, gran parte de tu cosecha o tu ganancia van a parar a sus manos. Hay sometimiento. Este imperio no es sino un gobierno innatural y por lo tanto ilegítimo que algún día se derrumbará.

Destructo IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora