PRIMERA PARTE: ESPARTA Y ATENAS El tránsito de la comunidad primitiva a la sociedad dividida en clases, exige algunas advertencias previas para no incurrir en errores muy comunes. Cuando se estudian los orígenes de las clases sociales hay una tendencia a suponer que aparece enseguida la lucha consciente entre esas clases. La lucha de clases especialmente dicha no se desarrolla, sin embargo, sino en un momento determinado de la evolución de la sociedad dividida en clases,43 y requiere por lo tanto un largo período preliminar en que si bien existen ya las contradicciones entre los intereses de las clases, no se manifiestan sino de manera oscura e insidiosa. Así lo hicieron constar Marx y Engels en el párrafo primero del Manifiesto Comunista cuando afirmaban que la historia de la sociedad humana era la historia de las luchas entre opresores y oprimidos, “lucha ininterrumpida –dicen- velada unas veces y otras franca y abierta”.44Esta aclaración se complementa además con el distingo fundamental que ya Marx había realizado en Miseria de la filosofía entre clase en sí y clase para sí.45 La clase en sí con pura existencia económica, se define por el papel que desempeña en el proceso de la producción; la clase para sí, con existencia a la vez económica y psicológica se define como clase que ha adquirido, además, la conciencia del papel histórico que desempeña, es decir, que sabe lo que quiere y a lo que aspira. Para que la clase en sí llegue a convertirse en clase para sí es preciso, por tanto, un largo proceso de propio esclarecimiento en el cual desempeñan los teóricos y las peripecias de la lucha, una amplísima función.46 Más celosas de lo suyo por la importancia de los intereses que debían defender, y por la posibilidad de reflexionar sobre esos intereses mediante el “ocio” que les aseguraba el trabajo ajeno, las clases opresoras adquirieron con respecto a las oprimidas una más clara conciencia de ellas mismas. Fue en virtud de esa máxima precisión en sus propósitos, que adecuaron a éstos su propia educación y la educación que impartían a los otros. Para ser eficaz, toda educación impuesta por las clases poseedoras debe cumplir estas tres condiciones esenciales: destruir los restos de alguna tradición enemiga; consolidar y ampliar su propia situación como clase dominante; prevenir los comienzos de una posible rebelión de las clases dominadas. Sobre el plano de la educación, la clase dominante opera en tres frentes distintos, y aunque cada uno de esos frentes solicite vigilancia desigual según las épocas, la clase dominante no los abandona jamás. En el momento de la historia humana en que se efectúa la transformación de la sociedad comunista primitiva en sociedad dividida en clases, la educación tiene por problema propio: luchar contra las tradiciones del comunismo de tribu; inculcar que las nuevas clases dominantes no tienen otra finalidad que asegurar la vida de las clases dominadas, y vigilar atentamente el menor asomo de protesta para extirparlo o corregirlo. El ideal pedagógico, naturalmente, no puede ya ser el mismo para todos; no sólo las clases dominantes cultivan uno muy distinto al de las clases dominadas, sino que procuran además que la masa laboriosa acepte esa desigualdad impuesta por la naturaleza de las cosas, y contra la cual sería locura rebelarse. Cómo cumplieron esos propósitos las clases explotadoras en la antigüedad es lo que vamos a estudiar ahora en un rápido viaje por Grecia y Roma. Cuando los griegos entran en la historia, apenas si quedan rastros de comunismo primitivo. Las noticias más remotas indican que el matriarcado ha cedido el puesto a la autoridad paterna, o lo que viene a ser lo mismo, la propiedad colectiva ha sido desalojada por la privada. Bachofen comentó sagazmente el Orestes de Esquilo como un síntoma revelador de ese momento en que luchan todavía el derecho materno agonizante y el derecho paterno cada vez más triunfador. Los jefes militares o basileus eran todavía elegidos por la comunidad, aunque ya había tendencia a transmitir las funciones de los padres a los hijos. Desde el siglo X al siglo VIII (a J.C.), las tribus griegas vivían de manera casi exclusivamente agrícola: cada familia formaba un todo que se bastaba a sí mismo. En tales condiciones no podían vender a lo sumo sino lo superfluo, y no compraban también sino los raros productos que la tierra no daba a los escasos utensilios que la industria doméstica no sabía fabricar. En ese momento no hay comercio en Grecia: los comerciantes que figuraban en la Odisea son todos fenicios.47 Inútil decir que asomaban diferencias entre las clases. Se mencionan esclavos es esa época, y ya hemos visto que los “funcionarios” iban en camino de convertirse en una nobleza hereditaria. A partir del siglo VII, con el mayor rendimiento del trabajo humano, la economía comercial se insinuó por encima de la agrícola. De más en más se comenzó a producir no sólo para el uso sino también para el cambio. Bajo el control y para provecho de las clases superiores, el comercio fue confiado a los esclavos y a los extranjeros. Desligadas del trabajo manual y del intercambio de los productos, las clases superiores eran ya, en esa época, socialmente improductivas. Aunque para el griego patricio el comercio seguía siendo tan indigno como el trabajo, no por eso dejaba de embolsar lo que sus esclavos le procuraban como mercaderes o artesanos. Eran numerosos los esclavos y los libertos que vivían lejos de la casa del amo trabajando en el comercio o los oficios, y que luego le rendían cuenta de toda la ganancia o de una parte. El avaro famoso de que habla Teofrasto en los Caracteres,48 le ha confiado a un esclavo, precisamente, la dirección de su negocio. Pero la insignificancia de las técnicas y de los medios de transporte, no podía asegurar al pequeño comercio una expansión dilatada. Traficando rara vez de ciudad en ciudad mediante costosas caravanas o más habitualmente como mercachifle en la propia ciudad, el pequeño comerciante se consagraba a ese modo de trabajo porque no había servido para otro. Inválidos, lisiados y hasta mujeres, eran especialmente los que se dedicaban al tráfico de las mercaderías. Pues si el pequeño comercio tenía ya una larga historia, el gran comercio, es decir, el marítimo, el que dio después a Grecia su esplendor, tardó bastante en imponerse. El escaso desarrollo de los medios de producción no permitía arrojar sobre el mercado un gran excedente de productos. Sabido es que casi toda la técnica de los antiguos consistía en la fuerza humana, ayudada por escasos aparatos, palancas, rodillos y planos inclinados. Si veinte esclavos no bastaban para un trabajo, se tomaban cien trescientos, mil. Con semejante facilidad y baratura, no había para qué perfeccionar las técnicas. Aun en el siglo VI, el arquitecto del primer templo de Efeso carecía de máquinas para levantar los enormes arquitrabes del edificio. Recurrió por eso, al único procedimiento que la antigüedad conocía: amontonar bolsas de arena formando plano inclinado hasta llegar a la altura de las columnas, y remontar luego los arquitrabes empujándolos a brazo. Aun en las ocasiones, pues, en que se emprendían trabajos gigantescos, el obrero los llevaba a buen término mediante procedimientos de artesano. Ni qué decir de lo que ocurría en la agricultura: el arado más grosero permaneció inalterable durante siglos. A partir del siglo V, sin embargo, las exigencias de un comercio cada vez más floreciente impusieron dos innovaciones de una enorme importancia: la acuñación de monedas que facilitó los cambios, y el perfeccionamiento de los aparatos de navegación que permitió los largos viajes por el mar.49 El comercio marítimo enriqueció a la nobleza, y aunque ustedes han oído decir que el ciudadano griego no tenía otro ideal que el de la belleza, parece que ese ideal no era incompatible con la usura más inicua.50 Prestando dinero en hipotecas, el noble –dueño ya de vastas tierras- se iba quedando además con las tierras ajenas, y como al antiguo jefe elegido por todos había sucedido la institución de los arcontes, elegidos únicamente por la nobleza, nada tiene de asombroso que apareciera de inmediato una legislación feroz destinada a proteger al acreedor contra el deudor. El ciudadano pobre que había perdido sus tierras podía considerarse muy feliz si lo dejaban continuar cultivando esas tierras como colono, a condición de pagar al propietario los cinco sextos de su trabajo. Esto ocurría, digo, en el mejor de los casos, porque podía suceder que el importe de la tierra no alcanzara a cubrir la cantidad que el prestamista había adelantado. En ese caso, si el deudor tenía hijos los vendía como esclavos para juntar el dinero necesario, y si no los tenía, se vendía a sí mismo. Las deudas se unían a la guerra para aumentar el número de esclavos. Los esclavos no eran ya únicamente los miembros de una tribu extranjera a quienes los vencedores perdonaban la vida a cambio de un trabajo sin descanso. Otra guerra, no externa sino interna, empezaba desde ahora a producirlos: la guerra del acreedor y del deudor que no para un momento a lo largo de la historia antigua.51 De un lado, concentración gradual de la propiedad en pocas manos; del otro, empobrecimiento cada vez más acentuado; he ahí el problema social que en Grecia reaparecería obstinadamente. Capaces tan sólo de dominar a la naturaleza dentro de límites muy reducidos, los estados agrícolas de la Antigüedad no podían menos que mirar la guerra como a una manera normal de adquirir riquezas.52 Terrateniente, propietario de esclavos y guerrero; he ahí el hombre de las clases dominantes Respecto a la educación que necesitaba ese hombre, Esparta y Atenas presentan aspectos algo diferentes que nos importa precisar para ir destacando poco a poco el carácter de clase de la educación entre los griegos. Aunque se ha hablado mucho de un “comunismo aristocrático” en Esparta, la expresión no es del todo exacta. Verdad es que Licurgo repartió las tierras en partes iguales entre las nueve mil familias que formaban la clase superior, pero cuando quiso repartir en igual forma los instrumentos de cultivo no consiguió imponerse.53 A pesar de la reforma de Licurgo, la desigualdad en las fortunas persistió y se acentuó entre los mismos miembros de la clase superior. Tal, por ejemplo, la oligarquía llamada de los Iguales que concentró en sus manos casi todas las tierras y el poder. Dueños de la tierra, los espartanos no podían, sin embargo, vender sus lotes ni legarlos. Entre la comunidad primitiva que ha quedado a las espaldas y la sociedad con claro sentido de la propiedad privada que tardará muy poco en aparecer, la sociedad espartana señala una etapa de transición. El lote de tierra que el espartano recibía del Estado lo transmitía por herencia al hijo mayor y, en ausencia de éste, volvía de nuevo a poder del Estado. En retribución del usufructo de las tierras, los espartanos se comprometían a prestar los servicios, especialmente guerreros, que su clase social necesitaba para la defensa o expansión. De ahí que los hijos contrahechos o débiles fuesen inmolados, porque el interés de la clase terrateniente quedaba comprometido si un lote pasaba a manos de un heredero incapaz para el manejo de las armas. Por lo demás, el número de espartanos propiamente dichos –los nueve mil ciudadanos del tiempo de Licurgo- era una suma bien exigua respecto al número de pobladores que tenían sometidos: los 220.000 ilotas, dominados después de batallas sangrientas, y reducidos a trabajar la tierra como esclavos;54 y los 100.000 periecos que se entregaron sin luchar y consiguieron por eso la libertad personal pero no cívica: reducida libertad que usaban en el comercio y las industrias, y que los espartanos se la hacían pagar con frecuentísimos impuestos. Verdad es que los más modernos historiadores de Grecia niegan que los ilotas hayan sido siervos, en el mismo sentido que adquirirá en la Edad Media la expresión “siervos de la gleba”.55 Pero se trate de individuos reducidos a la absoluta esclavitud o de individuos semilibres que pagaban un tributo, como parece más probable, su situación variaba muy poco en lo esencial, y desde el punto de vista de la educación, contra ellos iba dirigida, fundadamente, la conducta de las clases superiores. Obligadas a vivir entre una población sólo a medias sometida y mucho más numerosa que la propia, las clases superiores hicieron de su organización un campamento militar, y de su educación, el estímulo de las virtudes guerreras. Desde los siete años el Estado se apoderaba del espartano y no lo abandonaba más. Hasta los cuarenta y cinco años, en efecto, pertenecía al ejército activo, y hasta los sesenta a la reserva, y como el ejército era en realidad “la nobleza en armas”, el espartano vivía permanentemente con las armas en la mano. Como las mujeres formaban también en ese ejército y dirigían un hogar que no era todavía francamente monogámico –hasta el extremo de ser frecuente el hecho de que muchos hermanos tuviesen en común una sola esposa56-, las mujeres se mantenían todavía a un nivel no inferior al del varón. Los caracteres de esa educación militar, para hombres y mujeres, son tan conocidos que no vale la pena detenernos en ellos. Nadie ignora en qué medida se recurría a la severidad y a la crueldad,57 para endurecer como soldados a los muchachos y las jóvenes, ni cómo fomentaban descaradamente las prácticas del amor homosexual para estrechar los lazos de compañerismo. Asegurar la superioridad militar sobre las clases sometidas, era el fin supremo de la educación, rígidamente disciplinada mediante la gimnasia y austeramente controlada por los éforos: los cinco magistrados que ejercían, en representación de la nobleza, un poder casi absoluto. ¿Qué producía semejante educación? “Salvajes, brutales, taciturnos, astutos, crueles y a veces heroicos”,58 pero capaces de mandar y de hacerse obedecer. Instrucción, en el sentido que nosotros le damos a ese término, casi no existía entre los espartanos. Muy pocas personas de la nobleza sabían leer y contar, y era tal su desprecio por lo que no fueran las “virtudes” guerreras que prohibían a los jóvenes interesarse por cualquier asunto que pudiera distraerlos del ejercicio de las armas.59 Si ese era el ideal pedagógico de las clases superiores, otro muy distinto era el que imponían a los ilotas y periecos. Recelosos del número y de la rebeldía de los ilotas, los nobles no les permitían la más mínima gimnasia, y con el pretexto de mostrar a sus propios hijos lo abominable de la embriaguez, obligaban a los ilotas a beber con exceso y, una vez alcoholizados, los hacían desfilar en los banquetes. Mas, como a pesar de todo –de los ejercicios que les prohibían, de la embriaguez que fomentaban para embrutecerlos- los ilotas se sublevaron el año 464, las clases “selectas” echaron mano de un recurso verdaderamente decisivo. Organizaron una legión especial, llamada la Kripteia, o “emboscada”. Los jóvenes nobles, ágiles y valientes que la formaban, se escondían por la noche en los caminos y asesinaban a los ilotas más robustos o rebeldes.60 Con su realidad descarnada, el carácter de clase de la educación espartana se muestra a los ojos de todos. Sociedad guerrera, formada a expensas del trabajo del ilota y del comercio del perieco, Esparta poseía y gastaba el fruto del trabajo ajeno. Íntegramente dedicado a su función de dominador y de guerrero, el espartano noble no cultivaba otro saber que el de las cosas relativas a las armas, y no sólo reservaba para sí dicho saber sino que castigaba ferozmente en las clases oprimidas todo intento de compartirlo o apropiarlo. Pero no contento con subrayar las diferencias de educación según las clases, se esforzaba, además por mantener a los esclavos en la sumisión y el embrutecimiento, mediante el terror y la embriaguez. Mientras por un lado la educación reforzaba el poder de los explotadores, frenaba por el otro a las masas explotadas.61 Con diferencias exteriores, pero que nada modifican su sentido social, eso mismo encontraremos en la “democrática” Atenas. Estamos, sin embargo, tan acostumbrados a una representación idílica de la vida griega, que nos cuesta no poco percibir la crudeza originaria bajo el colorido falso y la reconstrucción convencional. La Grecia de Schiller y Renan, de Ruskin y de Taine, continúa seduciendo a los espíritus con sus mirajes engañosos. En vano Nietzsche mostró violentamente los aspectos sombríos de la vida griega; en vano Deonna, Picard, Schuhl siguen mostrando en nuestros días lo que hay de falso y de grotesco en los pretendidos dogmas sobre “la perfección” y la “serenidad” de la vida ateniense. El “milagro” de que habló Renan sigue fascinando desde lejos con la calma y la luz que le atribuyen.62 Tengamos el valor de apartar los mitos literarios y de reconocer al propietario de esclavos y al usurero calculador en esos pretendidos semidioses que discurrían siempre con palabras armoniosas bajo los pórticos de mármol blanco.63 Superior a Esparta como productora de mercaderías, las circunstancias no impusieron a Atenas una organización tan estrictamente militar. Las diferencias de fortuna dentro de la clase superior fueron por eso más marcadas. Conocemos ya mediante qué procedimientos los grandes propietarios absorbieron la tierra de los pequeños. Un siglo antes de que Hesíodo aludiera en sus cantos a la opresión de los campesinos y al orgullo de los ricos, los campesinos de Megara, desposeídos de sus parcelas, se habían lanzado en el año 640 contra los ganados de los grandes propietarios y los habían masacrado.64 La expansión del comercio imponía ya transformaciones en la agricultura. La demanda de lana obligaba a convertir los campos en extensas praderas para el pastoreo y a reunir por tanto bajo un solo propietario porciones de tierra que eran hasta entonces propiedad de varios. En el mismo siglo VI, las grandes cantidades de olivo que se debían exportar llevaron a un proceso semejante. El comercio y el botín de guerra no sólo habían alterado la vieja organización, en gran parte comunista, de los tiempos de Homero, sino que habían diferenciado entre sí a los mismos ciudadanos. Así, por ejemplo, de los dos gimnasios que funcionaban en las afueras de Atenas, en el siglo VI, para la educación militar de los jóvenes, uno de ellos –la Academia- estaba destinado a los más patricios, y el otro –el Cinosarges- a los de situación algo inferior Con el aumento en las riquezas, el número de esclavos creció rápidamente:65 por cada ciudadano libre se contaba por lo menos dieciocho esclavos y más de dos metecos (extranjeros y libertos equivalentes más o menos a los periecos de los espartanos). Para mantener a raya semejante ejército de esclavos era imposible prescindir de la “nobleza de armas”. Al Estado, servidor de la nobleza, le interesaba por eso fundamentalmente la preparación física de sus ciudadanos de acuerdo a las “virtudes” que sobre todo estiman los guerreros. Palestras, gimnasios, institución de los efebos, todo estaba preparado para ello. Las representaciones en el teatro, las conversaciones en los banquetes, las discusiones en el Agora,66 reforzaban en los jóvenes la conciencia de su propia clase como clase dominante. Al terminar el período de “efebo”, un examen de estado comprobaba hasta dónde había llegado su educación tanto en el manejo de las armas como en la comprensión de los deberes del ciudadano. Lo mismo que entre los espartanos, el desprecio por el trabajo era completo. Cierto es que en otros tiempos Ulises fue capaz de fabricar su casa y su lecho y de probar repetidas veces su pericia en la construcción de barcos y de arados. Cierto también que su esposa bordaba telas con sus propias manos y que sus hijas –hijas de reyes- iban al río o a la fuente a lavar la ropa de la casa.67 Los dominios no eran todavía muy extensos y el propietario y su familia los trabajaban muchas veces a la par de sus esclavos. Tampoco eran éstos numerosos, y su situación estaba lejos de ser desesperada. Se los trataba con familiaridad y quizás con afecto. Pero a medida que el propietario fue extendiendo sus dominios se fue alejando más y más del trabajo directo de sus tierras, y del trato afable a sus esclavos. Confiadas a los ciudadanos de esclavos intendentes que les hacían producir las rentas para el amo, las tierras no recibían sino muy rara vez la visita del rico propietario. Los antiguos, cierto es, continuaron celebrando la agricultura como a la madre y nodriza de las artes, pero no hay que olvidar que la tierra fue entre ellos la forma fundamental de la riqueza68 y que el “labrador” elogiado por Jenofonte no es el que trabaja la tierra con sus brazos sino el que dirige y “alienta a sus trabajadores como un general a sus soldados”. El que quiera ser buen labrador, dice, “debe procurarse capataces dóciles y activos”.69 Claro está que a medida que esos obreros “dóciles y activos” (los esclavos) aumentaban, el labrador propietario no sólo se distanciaba de sus tierras, sino que empezaba a mirar como propio de esclavos o de pobretes el trabajo directo de la tierra y cualquiera otra forma de trabajo. La división del trabajo fundada en la esclavitud, hacía incompatible el ejercicio de un oficio con la consideración que se debe a sí mismo un gobernante. “Los trabajadores son casi todos esclavos, sentencia Aristóteles. Nunca una república bien ordenada los admitirá entre los ciudadanos, o si los admite, no les concederá la totalidad de los derechos cívicos, derechos que deben quedar reservados para los que no necesitan trabajar para vivir.”70 Aun para los ojos de Pericles y Platón, Fidias no pasaba de ser más que un “artesano”,71 y por eso Aristóteles proscribe terminantemente de la enseñanza de los jóvenes nobles las artes mecánicas y los trabajos asalariados: porque no sólo alteran – dice- la belleza del cuerpo, sino porque quitan además al pensamiento “toda actividad y elevación.”72 Aunque sometidos a una disciplina menos brutal que la de Esparta, los jóvenes de Atenas seguían viendo en la guerra su ocupación fundamental, y en el despotismo la más perfecta forma de gobierno. La insolencia de las gentes que componían las clases directivas,73 aun de los mismos que pasaban por amigos del pueblo, ha quedado bien marcada en las figuras de Alcibíades y Midias. Los desplantes de Alcibíades son demasiado conocidos para insistir en ellos: ni qué hablar pues del lujo fastuoso de sus coches y caballos, ni de cómo usaba en su propia mesa las copas de otro que la ciudad destinaba a las ceremonias, ni tampoco de cómo por ganar una apuesta no tuvo miramiento en dar un bofetón a un hombre ilustre que apenas conocía.74 Menos refinado que Alcibíades, pero no menos insolente, Midias gustaba de ostentar su lujo y de mostrar a los otros que la fortuna es una potencia. Desgraciado de aquél que le ofendía; pero él se otorgaba el derecho de ofender impunemente a quien le disgustaba.75 Aristóteles tenía razón de sobra para decir que “en cuanto la constitución asegura a los ricos la superioridad política no piensan más que en satisfacer su orgullo y su ambición”.76 Muchos debían ser esos gobernantes a quienes también alude Antístenes en el Banquete, de Jenofonte: “Tan sedientos de riqueza –asegura- que son capaces de cometer crímenes que avergonzarían a los más necesitados”.77 Después de referirse a la lentitud en la injusticia y en los procedimientos en Atenas, el mismo Jenofonte pronuncia en otra oportunidad estas palabras de sentido no dudoso: “Algunos dicen sin embargo, que el senado o el pueblo atienden con prontitud en cuanto ven dinero. Con dinero, estoy de acuerdo en eso, se hacen muchas cosas en Atenas, y se harían muchas más si fuesen también más los hombres con dinero No en vano el poeta Menandro cantaba al oro en uno de sus versos; al oro dice, que “vuelve siervos a los libres”, pero que abre también “las puertas de infierno”.79 Esos eran los personajes “venerables” que el joven ateniense escuchaba por lo común en los banquetes, en los pórticos, en el hogar, en el ágora. ¿Qué opinión tenían respecto del hombre y de la vida, y, por lo tanto, qué ideal de educación consideraban el mejor? Lo que pensaban del hombre lo ha expresado Aristóteles con extrema nitidez en una sentencia famosa que ha sido por desgracia muy mal interpretada: “El hombre –dijo- es por naturaleza un animal político.”80 Político, entiéndase bien, y no “social” como se le ha traducido muchas veces falseando su intención violentamente.81 Porque “animal político” tiene en Aristóteles una significación bien distinta de la que los modernos podríamos atribuirle. Político deriva de “polis”, que quiere decir “ciudad”, es decir, la forma suprema a que llegó el Estado entre los griegos. De modo pues que para Aristóteles la esencia del hombre residía en su capacidad para ser ciudadano, y como la ciudadanía no era privilegio sino de las clases dirigentes, he aquí a dónde viene a parar la famosa expresión del estagirita: Sólo es hombre el hombre de las clases dirigentes.82 Formar el hombre de las clases dirigentes, ese fue el ideal de la educación en Grecia; y cuando el mismo Aristóteles define en otra oportunidad a la nobleza como “antigua riqueza y virtud”83 nos volvemos a encontrar con el mismo pensamiento expresado todavía de manera más precisa. Lo de “antigua riqueza” aplicado a los nobles distinguía muy bien en la intención de Aristóteles las viejas riquezas de los terratenientes, de las nuevas riquezas de los comerciantes e industriales que empezaban ya a elevarse frente a aquellos. Lo de la “virtud”, que a continuación le añade, exige una aclaración. ¿Qué entendía Aristóteles por “virtud”, areté? Dejo la respuesta en labios de Thomas Davidson, agudo historiador burgués de la educación del pueblo griego: la clase desahogada –dice- “se consideró a sí misma sin más deberes que gobernar a las otras clases y cultivar la virtud (areté), término que, aun cuando significó diferentes cosas en diferentes tiempos, siempre implicó aquellas cualidades que capacitan a un hombre para gobernar.”84 Para los griegos, pues, “virtud” no significó nunca “valor moral”, y nunca tampoco –a no ser en el declinar de la vida griega- “se atribuyó la virtud a un hombre que no tuviera noble cuna y riqueza territorial.”85 Es lo que se desprende también de este otro pasaje de Aristóteles: “El aprendizaje de la virtud es incompatible con una vida de obrero y de artesano“ En los primeros tiempos de la vida ateniense, cuando entre los Aquiles y los Agamenón uno solo entre cien sabía leer y escribir, la “virtud” del hombre de gobierno no estuvo muy distante del ideal guerrero y brutal de los espartanos. Pero más adelante, cuando la sociedad fue complicando su estructura y el trabajo del esclavo aseguró a las clases directivas un bienestar cada vez más acentuado, otros elementos se incorporaron al ideal de la “virtud”.87 Desvinculadas totalmente del trabajo productivo, fueron poco a poco considerando las actividades alejadas de la práctica y de la necesidad como las verdaderamente distintivas de las clases superiores. El tiempo dedicado a esas ocupaciones y las ocupaciones mismas fueron calificados con una palabra intraducible, diagogos, pero que significa algo así como “ocio elegante”, “juego noble”, “reposo distinguido”. Y como las concepciones religiosas reflejan paso a paso los movimientos de la sociedad que las produce, los dioses batalladores y guerreros de las épocas bárbaras fueron cediendo el paso a otros dioses equilibrados y serenos que saboreaban en el Olimpo una vida de perpetuo diagogos. A partir de ese momento la teoría no sólo se afirmó frente a la práctica sino que se presentó además como su coronación. Pero si por el camino de la teoría se llegaría en breve a la filosofía, el arte y la literatura –todo eso en fin que los atenienses dieron en llamar “música” porque estaba bajo los auspicios de las musas- no hay que olvidar en ningún momento que por vida práctica un noble no entendía nada parecido a las preocupaciones de nuestro trabajo, sino por un lado, los deberes de marido, de padre y de propietario; por el otro, los quehaceres cívicos y religiosos del gobierno. Al mismo tiempo que fue creciendo este aspecto diagógico en la vida del ateniense noble, empezó éste a sentir como una necesidad para sus hijos en auxilio de una nueva institución que hasta ahora no hemos encontrado: la escuela que enseña a leer y escribir. Fundada, según se cree, en los alrededores del 600 antes de J.C., la escuela elemental venía a desempeñar una función para la cual ya no bastaba ni la tradición oral ni la simple imitación de los adultos. El gobierno de una sociedad complicada como la de Atenas exigía algo más que la dirección de un campamento como Esparta, y aunque parece que ya funcionaba desde tiempo atrás algunas contadísimas escuelas en que los metecos y los rapsodas enseñaban a fijar mediante signos los negocios y los cantos, no es menos cierto que recién a partir de esa época las letras, como se decía por entonces, se incorporaron a la educación de los eupátridas o nobles. Capaces de gozar de la poesía, del arte y de la filosofía –de gozar el “ocio digno”- esos nobles no olvidaban, lo repito, que seguían siendo guerreros ante todo. A la palestra por la mañana, a la escuela de música por la tarde, sus hijos pasaban, alternativamente de las manos del citarista a las manos del paidotriba, y si bien el nombre de aquél ilustra de inmediato sobre cierto aspecto de la educación infantil, el nombre de este último –que en griego significa “golpeador de niños”- dice bien a las claras que la enseñanza militar había perdido muy poco de su antigua rudeza. Lo que acabamos de decir sobre el carácter de clase de la educación ateniense parece no estar de acuerdo con algunos otros hechos que en su apariencia lo contradicen. Se ha dicho, en efecto, que en Atenas –por lo menos, en la Atenas anterior a Pericles- la educación era libre y que el Estado no intervenía ni en la designación de los profesores ni en las materias que enseñaban. Sólo a partir de los 18 años, el joven ateniense, transformado en efebo, pasaba a ser dirigido por el Estado, y como la efebía era una institución de perfeccionamiento militar y cívico, se podría deducir con aparente razón que el Estado tomaba únicamente a su cargo la enseñanza superior de la guerra y de las funciones del gobierno. Justo es decir que las escuelas elementales estaban dirigidas todas por particulares a los cuales el Estado no exigía ninguna garantía; como es cierto también que la ausencia de programas oficiales dejaba a los maestros en aparente libertad.88 Pero no es menos cierto también que el Estado reglamentaba el tipo de educación que el niño debía recibir en la familia y en las escuelas particulares;89 que una ordenanza de policía cuidaba en las escuelas la moderación y la decencia; que un magistrado llamado Sofronista vigilaba en las reuniones de los jóvenes el respeto a las conveniencias sociales; que el Areópago, además, no los perdía de vista un solo instante y que, por encima de todos, celoso y terrible, el Arconte-rey –de quien ha dicho Renán que desempeñaba las funciones de un inquisidor- espiaba la menor infracción al orden y a las leyes, a la religión y a la moral. “Desde que un hombre crece, y puesto que las leyes le enseñan que hay dioses, no cometerá jamás ninguna acción impía ni pronunciará discursos contrarios a las leyes”, sentencia Platón con claridad. Y para no dejar la más mínima duda sobre su pensamiento añade pocas líneas más abajo: “nosotros damos por fundamento a nuestras leyes la existencia de los dioses”.90 La “libertad” de enseñanza no implica pues la libertad de doctrinas. El maestro no conformaba sus discípulos de acuerdo a su propio parecer; debía formar en ellos a los futuros gobernantes e inculcar por lo mismo, el amor a la patria, a las instituciones y a los dioses. Pero la “libertad de enseñanza” no sólo echaba sobre los hombros de los particulares los gastos de una institución que el Estado no costeaba, sino que reportaba a las clases dominantes una ventaja de primer orden. El Estado cerraba la entrada de los gimnasios a los niños que habían cursado los estudios en las escuelas y palestras particulares. Con lo cual el Estado al servicio de la aristocracia terrateniente, conseguía dos propósitos fundamentales: que los pequeños propietarios, que debían procurar a sus expensas la educación de sus hijos, no pudieran sino por excepción costearles los estudios hasta la edad de 16 años en que ingresaban al gimnasio. Y como sólo eran elegibles para los cargos del Estado los jóvenes que habían pasado por la enseñanza del gimnasio, se comprende que el resultado de la “enseñanza libre” fue concentrar todos los cargos entre las manos de las familias nobles. Todo esto, que yo he tardado tanto en exponer, es lo que Jenofonte, con su franqueza habitual, traduce en dos líneas de una claridad perfecta aunque refiriéndose a la educación entre los persas: “está permitido a todos los persas (libres) enviar a sus hijos a las escuelas comunes. Sin embargo, sólo los que pueden criar a los hijos para no hacer nada los envían; los que no pueden no los envían”.91 88 Girard: L’education athenienne, en Dictionnaire des antiquités grecques Algunos preceptos de Solón son particularmente ilustrativos. “Los niños –dice- deben ante todo aprender a nadar y a leer; los pobres deben enseguida ejercitarse en la agricultura o en una industria cualquiera, los ricos en la música y en la equitación y entregarse a la filosofía, a la caza y a la frecuentación de los gimnasios”.92 El hijo de un artesano –cuando no seguía siendo analfabeto a pesar de la ley-, apenas si alcanzaba en el mejor de los casos, los más elementales conocimientos en lectura, escritura y cálculo. El hijo de un noble, en cambio, podía realizar plenamente el programa de una educación que comprendía todos los grados; es decir, escuela y palestra hasta los 14 años; gimnasio hasta los 16; efebía hasta los 18; ciudadanía desde los veinte hasta los cincuenta; vida diagógica desde los cincuenta hasta la muerte. Esa era la educación de un noble terrateniente y propietario de esclavos en la época que precede al siglo V; la educación de un “hombre ateniense”93 que despreciaba el trabajo y el comercio, pero que después de practicar la guerra y el gobierno ponía el “ocio digno” como final y recompensa de una existencia cumplida. Mas a partir del siglo V un poderoso movimiento se suscita en contra de esa educación: la “vieja educación” de que hablaba en Las Nubes, Aristófanes. ¿Quiénes eran los iniciadores de ese movimiento? ¿En nombre de qué clases sociales reclamaban o imponían una “nueva educación”?. Eso es lo que ahora trataremos de aclarar. Dijimos ya que alrededor del siglo V, el comercio marítimo y el desarrollo del cambio impusieron a la vida ateniense un ritmo bien distinto. La nobleza tradicional o eupátrida –que fundaba su hegemonía en la posesión de la tierra- vio crecer y afirmarse a otra clase social hasta entonces despreciada, lo de los metecos o comerciantes, cuya riqueza estaba ligada de tal modo a los negocios de la navegación que se la nombró más de una vez, “la gente de las costas”.94 Dominada Persia, y asegurado el comercio marítimo, una nueva riqueza asomaba arrogante frente a la vieja riqueza de los nobles. El diagogos u “ocio digno” que había sido hasta entonces un privilegio de estos últimos, empieza a ser ahora algo así como un regalo que otorga a muchos el dinero. Algunos hombres de estado, como Cleon, el curtidor, e Hiperbolos, el fabricante de lámparas, comienzan a surgir de entre los “nuevos ricos”, y aunque la nobleza se escandaliza, no por eso deja de mirarlos con respeto. Céfalos, el padre de Lisias, aunque meteco y fabricante de escudos, figura nada menos que en la República de Platón, y no ha de faltar mucho para que Demóstenes aluda también, sin ninguna cortedad, a la fortuna adquirida por su padre como armero y ebanista. La creciente importancia de los comerciantes, los armadores y los industriales – gentes nuevas sin “gloriosos abuelos”- ha impuesto desde abajo una transformación que se revela en muchas cosas: a la tragedia ha sucedido la comedia; a la noción del deber, la noción del bienestar; a las creencias religiosas, el escepticismo burlón. El movimiento de las mercancías, con no ser exagerado, ha roto, sin embargo, las viejas trabas: a fuerza de producir para el mercado y de acumular riquezas, los intereses comunes ceden el paso al interés del individuo, y se siente éste tan feliz y seguro de sí mismo que lanza por boca del poeta Timoteo su desafío orgulloso: “Fuera de aquí la vieja Musa.” Algo del siglo de Voltaire hay en ese siglo de Pericles: la confianza en la vida, la ilusión del progreso indefinido, la curiosidad por la técnica de los oficios. Hasta una necesidad de invenciones se siente aflorar en todas partes, a punto tal de que en la constitución de Mileto. Hipodamus promete privilegios a los creadores de nuevas técnicas que puedan dar beneficios al Estado. Ideólogos auténticos de la “nueva riqueza”, los sofistas afirman que el “hombre es la medida de las cosas”, y parecen encerrar en esa frase la misma doctrina que muchos siglos más tarde levantará como bandera el individualismo burgués. Todas las ideas recibidas empezaban a parecerles “relativas”, y si el subjetivismo en la moral era por sí peligroso, la manera como Trasímaco, por ejemplo, enfrentaba el derecho positivo rayaba casi en lo revolucionario. “El derecho positivo –decía- es lo que aprovecha al que es más fuerte.”96 Extraordinaria osadía que nos muestra el camino recorrido por el hombre desde las “costumbres invariables” de los primitivos hasta este momento singular en que comienza a comprender la insignificancia de muchos dogmas, el despotismo de muchas tradiciones. Para este “nuevo hombre” era necesaria una nueva educación. Pero ninguna de las escuelas que había en Atenas la podía proporcionar. El ideal pedagógico hasta entonces dominante era el ideal que los terratenientes habían concedido e impuesto; el nuevo ideal era el de los comerciantes y los industriales, excluidos hasta ahora del gimnasio. Los sofistas lo recogieron sagazmente, y lanzaron al mercado su trabajo intelectual. Artesanos también ellos, no desdeñaban el trabajo, ni la propaganda chillona de la calle; y para probar en cuánta estima tenían a las despreciadas labores de los artesanos, algunos, como Hipias, se presentaron en Olimpia con vestidos y zapatos que ellos mismos habían fabricado.97 Atacando de frente la tradición dominante, los sofistas se propusieron no sólo dar a los atenienses los conocimientos que la vida práctica requiere, sino además secularizar la conducta e independizarla de la religión.98 No importa que aquellos embelequeros se perdieran a menudo en el charlatanismo y el vacío; su curiosidad enciclopédica –la polimatía, como decían los griegos- se orientaba hacia las ciencias nacientes, lanzaba audazmente los porqués, abría caminos en todas direcciones. Sócrates, sin duda, se burlaba de algunos, pero no de todos.99 La ciencia desinteresada no tenía atractivos para él, y había hecho además del problema moral el centro predilecto de sus meditaciones. Pero si fácil le fue a veces demostrar la eficacia de su propia ironía, en buena parte se debió a que los sujetos que detenía a conversar eran espíritus que habían escuchado a los sofistas, y que se habían enriquecido con una instrucción amplia y variada. Instrucción, en verdad, demasiado formalista –como toda la enseñanza enciclopédica que se realiza de manera apresurada-, y cuyos lados débiles no podían escapar a la sagacidad de Sócrates. Los contemporáneos, sin embargo, colocaron a Sócrates entre los sofistas, y no se engañaban del todo. Su enseñanza llevaba como la de aquellos un fuerte carácter antitradicional y debía inspirar, como inspiró, una firme reacción conservadora. Para Platón, el aristócrata, la capacidad de pensar, la capacidad de entrever las ideas eternas, dependía de un sexto sentido que una minoría muy exigua –la más selecta entre los nobles- únicamente poseía. Para Sócrates, el artesano, la capacidad de pensar estaba en todos, y bastaba simplemente dialogar con destreza para enseñar a los hombres a extraer conclusiones por sí mismos: vigorosa afirmación del pensamiento reflexivo frente al dogma intangible de las edades anteriores. El sofista Damón, preceptor de Pericles, gustaba decir que para reformar las costumbres de un pueblo bastaba agregar o suprimir una cuerda a la lira.100 Así expresado el pensamiento es falso; pero su verdad salta a los ojos en cuanto lo invertimos. Algo grande debe haber ocurrido en la estructura económica de un pueblo para que sus clases dominantes sientan la necesidad de añadir una cuerda a la lira. Y eso fue lo que ocurrió en los alrededores del siglo V; los perfeccionamientos de la técnica no sólo llevaron a los tocadores de flauta a introducir en la música audaces modulaciones, sino que permitieron además añadir dos cuerdas a la lira. Los viejos cantos dorios, sencillos como para fiestas de guerreros, desaparecieron ante los cantos lidios o frigios, más complicados y lánguidos como para fiestas de hombres satisfechos. Una educación para la prosperidad o “eudomonismo”: esa era la educación que en todas partes se reclamaba. La “virtud” del terrateniente guerrero que aspiraba a formar, ante todo, combatientes, empalidecía frente al “bienestar” del enriquecido próspero que aspiraba a formar individuos conscientes de su propio valer y capaces de abrirse camino de cualquier manera. Por eso tan pronto un sofista se recostó bajo un árbol del gimnasio, lo rodearon jubilosos sus discípulos enriquecidos. Enriquecidos eran los jóvenes que seguían a los sofistas,101 que escuchaban a Sócrates, que frecuentaban los gimnasios. Los gimnasios se convirtieron en los alrededores del siglo IV en los sitios de reunión de la sociedad elegante. Mostrarse en ellos era como decir que no se estaba obligado a trabajar para vivir.102 Y quizá fueran muchos los amigos y discípulos de Sócrates como este joven Cherefón,103 de tez pálida y de cuerpo enfermizo, que vivía encerrado durante el día y que sólo de noche se mostraba en los cenáculos, a la manera de un frágil Marcel Proust. ¿Qué buscaban los hombres jóvenes en la enseñanza del sofista que pagaban a buen precio? Una cosa sobre todo: la sabiduría práctica que evita los escollos, y los consejos fecundos que aseguran el éxito en la oratoria política. Protágoras señalaba, en efecto, como fin de la educación “dar buenos consejos en asuntos domésticos para que los jóvenes arreglen su casa lo mejor posible, así como capacitarlos en asuntos políticos para dominar los negocios de la ciudad”.104 El saber desinteresado no seducía a los jóvenes del siglo V, y Sócrates compartía de tal modo esa opinión que les aconsejaba volver las espaldas a los problemas difíciles de la geometría y de los cuerpos celestes, “porque no veía en estos estudios ninguna utilidad“.
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Educación y Luchas de clases
RandomEs un libro interesante, que nos habla practicamente de como perciben la educación la distintas clases sociales, ¡Muy Interesante!