PRIMERA PARTE Las aspiraciones de la burguesía en materia pedagógica, tan pomposamente enunciadas por Rousseau y tan mezquinamente realizadas por Pestalozzi y sus discípulos, alcanzaron alrededor del año 1880 cierto aspecto de colmada plenitud. El advenimiento de la escuela laica, logrado en esa fecha después de ruidosísimos debates, ponía punto final en cierto modo a la batalla emprendida desde hacía varios siglos con la intención confesada de arrebatar a la Iglesia el control de la enseñanza. La escuela laica no fue, sin embargo, una victoria; apenas si llegó a ser una transacción. Después de la Revolución Francesa, la restauración monárquica se acompañó en todas partes de una reacción feroz en las escuelas. Tan feroz que provocó a su vez, de parte de la burguesía liberal, un odio contra la Iglesia casi tan ardiente como en las horas primeras de la Revolución. Al día siguiente del advenimiento de Luis Felipe –prototipo del rey burgués- una muchedumbre en que alternaban los comerciantes y los obreros irrumpió en el arzobispado de París, rompió las ventanas, destruyó los muebles, y arrojó al Sena las casullas y las sotanas, los cálices y las imágenes. El diario oficial, Le Moniteur, se limitó a hablar en pocas líneas de la justa indignación del pueblo.1 No pasaron muchos años cuando algunas voces que reclamaban el cumplimiento de las promesas con que la burguesía conquistó en 1830 el apoyo del proletariado, vinieron a demostrar a las clases dirigentes que tal vez fuera oprtuno volver los ojos al Padre Nuestro de la infancia. La sublevación heroica de los tejedores de Lyon, primero, del proletariado de París, después, provocó el acercamiento de la burguesía y de la Iglesia, y como ésta pone siempre un alto precio a su colaboración, resultó que el clero llegó a invadir de tal manera las atribuciones del Estado, que no es posible imaginar en materia pedagógica una sumisión más completa de la escuela a los intereses de la Iglesia que la que fue reconocida en Francia a mediados del siglo XIX por intermedio de la ley llamada de Falloux. Las tentativas que la burguesía liberal comprendió desde entonces para arrebatar otra vez a la Iglesia la hegemonía pedagógica, estuvieron trabadas por contradicciones muy graves. La burguesía era enemiga de la Iglesia pero la necesitaba; enemiga en cuanto aspiraba a conducir sus propios negocios sin la presencia de aquel socio de mala fe dispuesto siempre a quedarse con las mejores tajadas; pero era aliada además en cuanto veía en ella, y con razón, un instrumento poderoso para inculcar en las masas obreras la sagrada virtud de dejarse esquilmar sin impaciencias. La escuela llamada laica que resultó de ese conflicto estaba, pues, muy lejos de ser revolucionaria: aspiraba tan sólo a reglamentar en las escuelas la enseñanza religiosa de manera de no traer conflictos en el seno de una institución frecuentada por burgueses que profesaban religiones diferentes. Y tan es así que cuantas veces los propios campeones de la ley se vieron obligados a descubrir su pensamiento, quedó éste muy atrás del que había sido expresado, un siglo antes, por el ala izquierda del “tercer estado”. En vez de combatir a la Iglesia, como Voltaire; en vez de afirmar que un pueblo educado por sacerdotes nunca puede ser libre, como Condorcet; estos animadores del laicismo en la enseñanza sólo predicaban en el fondo el máximo respeto por el hecho religioso. “No nos sentimos investidos por nuestros electores del derecho a combatir cualquiera creencia que sea”, decía Jules Ferry. Y en el congreso pedagógico de 1881 aconsejaba a los maestros: “Guardémonos de los fanatismos, porque hay dos el religioso y el irreligioso. El segundo es tan malo como el primero.”2 Más explícito todavía, Ernesto Lavisse, en el famoso Discurso a los niños, decía que los enciclopedistas habían hecho muy mal en “tratar con ligereza el espíritu religioso, que es un poder legítimo y fuerte”.3 “Si se observa lealmente la neutralidad –añadía- y es necesario que no se le oponga en menor impedimento- nadie tiene derecho a quejarse. Los escolares tienen sus horas laicas y sus horas religiosas. No se ha introducido en su existencia ninguna perturbación.” “La escuela no está nunca demasiado lejos de la Iglesia.”4 Expresivas palabras en labios de un campeón del laicismo; tan claras en su aspecto político que equivalen ni más ni menos a decir: la burguesía y la Iglesia se estorban a menudo, pero como tienen al frente el mismo enemigo sería torpeza alejarse demasiado.5 Desde entonces hasta hoy ha transcurrido medio siglo. Por declaración expresa de sus mismos teóricos, la burguesía no ha sido capaz de procurar a las masas durante ese lapso de tiempo ni siquiera la enseñanza mínima que estaba en su interés asegurarles. Si se toma como índice de la eficacia de la escuela el porcentaje de alumnos que recorren íntegramente el ciclo primario se llega a comprobar que sólo un número reducidísimo está en condiciones de trepar todos sus grados: en Prusia, el 45%; en Austria, el 41%; en Bélgica, el 15%. En la Argentina la estadística escolar de 1916 demostró que de los alumnos que terminan el cuarto grado, sólo un 20% completan sus estudios en el Colegio Nacional, y que un 80%, por lo tanto, queda sin instrucción suficiente, o mejor dicho, con un fragmento de instrucción insuficiente. De cada 100 alumnos de primer grado cursan el segundo 55; el tercero, 31; el cuarto, 19; el quinto, 10; y el sexto, 6%. Resulta una pérdida anual de 45, 69, 81, 90 y 94% que se mantiene constante. Las cifras son tan claras que un ex ministro argentino de instrucción pública, Carlos Saavedra Lamas, declaraba no hace mucho que nuestro sistema actual de educación es inepto “porque no atiende las necesidades de toda la población según su edad, situación escolar y tendencias”:6 Por boca de sus mismos ministros, la burguesía reconoce siglo y medio después de la Revolución que sus escuelas no aseguran a las masas el mínimo necesario de enseñanza. Los más reaccionarios, cierto es, se atrevieron a decir que ocurría otra cosa muy distinta: no es que la escuela burguesa no pueda dar una instrucción para todos; lo que sucede es que elimina a los realmente ineptos. Y esa es la opinión que se insinúa en muchísimos pedagogos contemporáneos, aun de los más lúcidos, como el autor del Plan Jena, por ejemplo, cuando dice que el grupo de niños que se desgrana de la escuela, y cuyo número como vimos asciende en Bélgica al 75% y en Argentina al 80%, “la abandonan porque ella misma los rechaza por intermedio de repetidos aplazamientos”. La enormidad de esa opinión salta a los ojos de tal modo, que al mismo Saavedra Lamas, en Argentina, le parece que no es razonable suponer que “el 80% de los niños y jóvenes que fracasan en su tentativa de escapar a su condición proletaria sean seres biológicamente ineptos”. Noten ustedes de pasada la confesión expresiva del ministro: la de suponer que los que recorren íntegramente el ciclo de la escuela primaria intentan” escapar a “la condición del proletario”. Y no dice mal el señor ministro. La escuela primaria está orientada de tal modo que aleja del proletariado a los escasos hijos de obreros que la frecuentan. Mediante una enseñanza hábilmente dirigida y continuada, se los lleva a comprender su “superioridad” sobre los padres y a hacerles olvidar o avergonzar de sus orígenes modestos. Formar una aristocracia obrera, arribista y adicta, es una de las intenciones más claras de la enseñanza popular dentro de la burguesía. Creo inútil añadir, después de lo que dijimos en la clase anterior sobre las condiciones modernas del trabajo de los niños, que suponer que la escuela rechaza a una parte enorme de la población infantil –no ya por biológicamente inadaptable, que es a todas luces inadmisible- sino por no saber retenerlos mediante un plan adecuado de enseñanza, constituye una afirmación pérfidamente calculada. En vez de confesar que los niños que abandonan la instrucción primaria son los mismos que la burguesía obliga a trabajar desde temprano en el sustento de un hogar que esa misma burguesía previamente ha destruido, se prefiere echar la culpa de los “desgranados escolares” – para usar la expresión con que se empieza a designarlos- a la insuficiencia de los programas, a la pesadez de la enseñanza, a la rigidez de los horarios. “Días pasados –cuenta Fernando de los Ríos- al regresar de Granada, me detuve en cierta aldehuela de Sierra Morena a surtir el coche de gasolina. Y pasamos frente por frente a unas escuelitas. Apenas las vi, escapando me fui a ellas. Había dos maestros. De ellos, uno me reconoció. El otro permaneció ajeno a mi presencia. Era un muchacho en el que, a simple vista, reconocí vocación y ansias de enseñar. Estuve observando los cuadernos de los pequeños y daba gusto contemplarlos. Todo aquello me agradaba; pero hube de preguntarle: -Parece que aquí hay pocos chicos. – Efectivamente -me contestó- están casi todos con sus padres recogiendo la aceituna. He ahí la verdad: en la mayoría de los casos al presupuesto de la familia contribuye el pequeño. Esta labor le aparta durante muchos meses de la escuela, y cuando el apartamiento le coge de pocos años hace olvidar lo aprendido”.7 Esa es la auténtica realidad que la burguesía disimula como disimula también la proporción extraordinaria de hipoalimentados entre los mismos niños que concurren a la escuela.8 Pero fuera de esa hipocresía, a la cual el pensamiento burgués nos tiene bien acostumbrados, lo importante por ahora es reconocer que la burguesía no se hubiera apresurado a inculpar los programas y los métodos si no reconociera ella misma, desde hace tiempo, la necesidad de reformarlos. Esa necesidad se ha vuelto más visible en los últimos años y ha engendrado entre los técnicos de la pedagogía una provechosa fructificación de “sistemas” y “planes”. Es la corriente dentro de la nueva educación que podríamos llamar “metodológica”. Sin preocuparse mucho de doctrinas y de filosofías, encara el problema con criterio de técnicos: mediante qué innovaciones de didáctica es posible dar a la enseñanza primaria el máximo de rendimiento. Mas, al lado de esa corriente, silenciosa y reposada, surgió desde finales del siglo pasado y se ha acentuado muy poco, otra corriente bullanguera que lanza mensajes y “decálogos”. Sin desconocer, ni mucho menos, la urgencia de una reforma en la didáctica, es decir, en la técnica de la enseñanza, afirma que lo más esencial del problema no radica ahí sino en el aspecto cultural. Educar no es para ella retocar este método o corregir aquel horario, sino “abismar un alma en el seno de la cultura”. Es la corriente que podríamos llamar “doctrinaria”, por oposición a la metodológica. De orientación filosófica mucho más que práctica, es de las dos, naturalmente, la más inflada, presuntuosa y solemne. Mira a la otra por encima del hombro y gusta germanizar en el lenguaje con un tono cada vez más doctoral. Los espíritus simples la contemplan pasmados, y aunque algunos sospechan, con ese buen sentido que es la defensa de las almas honradas, que hay en todo ello –como diría Moliére- trop de brouillamini et trop de tintamarre, no dejan por eso de escucharla con el respeto que inspira la pedantería esotérica, reservada y distante. Para dar un ejemplo que destaque los caracteres diferenciales de las dos corrientes, imaginemos una lección común de matemáticas. Para los “metodologistas” lo esencial del problema consistiría en lo siguiente: ¿en qué forma organizaré mi enseñanza para que el alumno adquiera con un mínimum de esfuerzo, claras nociones matemáticas? Para los “doctrinarios”, las cosas ocurrirían de otro modo: en el primer plano de sus preocupaciones ya no está que el niño adquiera una clara noción de matemáticas sino que se aproxime al “ethos del temperamento matemático”. O dicho en otra forma, grata a los “doctrinarios” y que por venir de ellos no aclara mucho más: los metodologistas vivirían dentro del “saber de dominio”, los doctrinarios dentro del “saber de salvación”... ¿Qué significan esas tendencias?, ¿Qué sentido social las orienta y las anima? Es a lo que trataremos de responder en las dos clases que aún nos quedan. Pero como en las anteriores hemos ido elaborando las premisas para resolverlo, no tendremos nada más que recogerlas y aplicarlas. Acerquémonos primero a los “metodologistas”, por lo mismo que son los más humildes. Sin mucho esfuerzo es fácil reconocer su posición como una consecuencia lejana de las innovaciones en las técnicas que constituyen la base y la condición de la prosperidad burguesa. Mucho antes de que las primeras máquinas se incorporaran a la economía como un recurso poderoso para aumentar el rendimiento de trabajo, la burguesía había sentido como una necesidad impuesta por la vida del comercio, la urgencia de metodizar el esfuerzo, de someterlo a cierto plan. Ese carácter metódico de la burguesía –tan distinto de los medios de vida desordenados y violentos del señor feudal- dio al burgués de los primeros tiempos un carácter regular, preciso, parsimonioso. Las trabas que las corporaciones imponían al trabajo con la intención de limitar la competencia, acentuaban esa tranquilidad sin sobresaltos que se ve en la burguesía de los comienzos. Trabajar algunos años para reunir una suma no muy grande y retirarse después a disfrutar de la renta en el reposo, ese fue durante algunos siglos su ideal. Pero la introducción de la manufactura primero, de la fábrica después, con la producción cada vez más intensa y acelerada, no sólo repercutió en los negocios de la burguesía sino también en los métodos de educación. Hemos visto en una de las últimas clases de qué manera Comenius trató de dar a esa exigencia satisfacción cumplida, de acuerdo a los recursos de su tiempo, en el capítulo XIX de su Didáctica magna (1657) que lleva por título, como recordarán, Bases para fundar la rapidez de la enseñanza con ahorro de tiempo y de fatiga. Un siglo y medio más tarde no otra cosa se proponía Pestalozzi; y para demostrar la superioridad de su método sobre los tradicionales, se ufanaba en decir que en su escuela se aprendía en tres meses lo que en otras requería más de un año.9 Pero tanto Comenius como Pestalozzi fundamentaron sus métodos en un conocimiento empírico y deficiente de la naturaleza del material con que trabajaban. No basta el mucho amor a los niños para comprenderlos en sus necesidades, tan distintas de las nuestras, ni en su organización mental, de estructura no menos diferente Más que Comenius, Pestalozzi, cierto es, vivió toda su vida en íntimo contacto con sus discípulos, y aunque este santo de la pedagogía repartía sus buenas cachetadas a derecha e izquierda,10 no es menos verdad que tuvo a su alcance un enorme material de observación. Pero la observación científica que parece no exigir más que el claro mirar, está impregnada, fatalmente, en cada momento histórico, con las ideas dominantes en el tiempo, a punto tal que el observador –lo sepa o no- interpreta el fenómeno en el mismo momento en que lo registra. Pestalozzi –como los que vinieron después sobre el mismo camino, desde Froebel y Herbart hasta Spencer- no pudo sustraerse a las concepciones mecánicas que dominaban la psicología de la época. La técnica educativa que surgió de esa psicología resultó, no obstante las ventajas con respecto a la antigua, demasiado abstracta, intelectual, formalista. Bajo su influencia el espíritu infantil debió sufrir la fatiga y la tortura de una educación que atribuía a su inteligencia más importancia que a su espontaneidad. Se lo sobrecargaba de conocimientos sin dar previamente, o al mismo tiempo, el fermento que los hiciera asimilables. Poco importa que esos conocimientos no fueran ya las “explanaciones”, “conjunciones” y “disyunciones” escolásticas que tanto hicieron reír a Vives; la manera de enseñar historia o geometría, química o gramática continuaba siendo tan analista y falsa como la enseñanza mitad escolástica y mitad científica de los jesuitas. Ese retardo de la técnica escolar con respecto al nivel logrado ya por las técnicas fundamentales no tiene por qué parecernos extraño: es ingenuo pensar que tan pronto se transforman los modos de producción, se transforman enseguida y por igual, las otras técnicas que les están vinculadas. En el caso particular de la didáctica, sus métodos dependen en gran parte del desarrollo previo de la psicología infantil. Esta daba apenas sus primeros pasos en el último tercio del siglo XIX11 y no podía suministrar, por lo mismo, las premisas necesarias. Es, en efecto, en los alrededores de 1900 cuando la “nueva didáctica” comienza. Y son sus iniciadores técnicos familiarizados con el alma infantil, a través de la antropología, la psiquiatría, el laboratorio: Binet, Decroly, Montessori, Dewey, Claparede. Frente al derroche de tiempo y de esfuerzo que las viejas técnicas imponían –deletreos, memorismo, fragmentación de la enseñanza, etc.-, la nueva técnica se propuso aumentar el rendimiento del trabajo escolar ciñéndose a la personalidad biológica y psíquica del niño. Viene de ahí la parte de la nueva educación que ataca la rigidez de los viejos programas, la tortura de los horarios inflexibles, de los exámenes innecesarios; la corriente que aspira en fin a que se tenga en cuenta la personalidad de los alumnos tal como la manifiestan mediante el interés.12 Mas la nueva técnica no se redujo a eso. Tal como la escuela se mostraba hasta hace poco, y sigue siendo todavía, no había en ella ni un asomo de trabajo colectivo. Como en los primeros tiempos de la manufactura en que el patrón agrupaba a los obreros bajo un mismo techo para ahorrar así local, luz, etc., pero dejaba a cada uno continuar aisladamente su labor, así también en la escuela los treinta o cuarenta niños apretados en un aula seguían siendo, no obstante la comunidad local, algo así, permítaseme la metáfora, como “productores independientes”. Las necesidades de la industria habían acentuado mientras tanto la cooperación en el trabajo, y aunque la rivalidad entre fabricante y fabricante se hacía cada día más brutal, cada uno de ellos imponía en su propia fábrica el máximo de colaboración: es decir, que si fuera de la fábrica el antagonismo se agudizaba, dentro de ella por el contrario el patrón organizaba el trabajo de tal modo que todo fuera colaboración y solidaridad. Los técnicos de la nueva didáctica recogieron esa sugestión sin que ellos mismos tal vez lo sospecharan, y en vez de los niños que estudiaban cada cual su lección y realizaban por separado sus deberes, se aspiró a reunirlos alrededor de “centros de interés” y a asociarlos mediante trabajos en común: después del individualismo de la vieja escuela, la socialización de la nueva escuela. Pero así como la socialización del trabajo industrial no se redujo a la simple colectivización del trabajo dentro de cada fábrica sino que impuso formas cada vez más complejas de solidaridad, así también la colectivización del trabajo dentro de cada grado escolar surgió la posibilidad de asociar el trabajo de “grado” a “grado”, de modo que cada niño, en vez de permanecer encerrado en su grado o en su grupo, saliera de ellos para ponerse en contacto con los demás “grados” o “grupos” mediante planes comunes y empresas en compañía. En ese caso, claro está, la escuela deja de ser una suma de unidades para convertirse en lo que se llama hoy, una “comunidad escolar”, es decir, una unidad de un orden superior. Con la “comunidad” escolar, la corriente que hemos llamado “metodológica” me parece haber alcanzado su expresión más completa. Poco preocupada de teorías, y mucho más de realidades, la corriente metodológica con sus expresiones tan diversas – plan Dalton, plan Howard, técnica Winetka, sistema Montessori, sistema Decroly- constituye en el fondo la racionalización de la enseñanza. En un momento en que el imperialismo capitalista echa mano a la totalidad de sus recursos; en que la psicotécnica selecciona apresuradamente los obreros, y en que el trabajo mediante la “cinta” o la “cadena” aprovecha hasta lo increíble la ajustada sistematización del movimiento, justo es que la escuela fuese arrastrada en la corriente. Para dar una expresión pintoresca a nuestra interpretación, diríamos que en la base de la nueva técnica del trabajo escolar está Ford y no Comenius. Y es natural que así sea: la Didáctica magna corresponde a la época del capitalismo manufacturero; el sistema Decroly o el Montessori a la época del capitalismo imperialista. Pero dijimos ya que la llamada actualmente “nueva educación”, encierra además de la corriente “metodológica”, otra corriente que se superpone a aquella, la acompaña a trechos, pero se separa a menudo: la hemos llamado “doctrinaria”. Sin contrariar a la “metodológica” se propone arrancarla a sus preocupaciones estrictamente técnicas, y le critica su objetivo de preparar a los niños para la vida práctica de nuestro tiempo. Quiere ésta mucho más, y afirma que se propone desenvolver a los niños “conforme a la idea de humanidad, y de su completo destino”. No prepara, pues, para la vida, entendiendo por vida las formas sociales del presente. Mirando hacia el porvenir quiere superar el presente y reemplazar las formas actuales por otras formas – “que no le interesan cuáles sean”- que permitan el libre juego de la personalidad humana. Para renovar esa personalidad –y lograr una “nueva imagen del hombre”, como dice Wyneken-, cree que lo urgente es transformar la escuela y modificar por su intermedio a la misma sociedad. Entre sus manos, el presente no es más que un instrumento para preparar al hombre del futuro. Pero como el Estado tiene dadas repetidas pruebas de que ve en la escuela un instrumento de su propio dominio, la corriente doctrinaria –dice Wyneken13- “exige tanto del Estado como de la sociedad burguesa una acción de renuncia y autolimitación fundamental; la acción por la cual el Estado sólo llega a ser Estado cultural: que reconozca sus límites, que tenga sus manos lejos de aquello que como la justicia, la ciencia, el arte, está al servicio de poderes superiores, superpolíticos, eternos”. Como después de escuchar esto es posible que algunos de ustedes crea haber oído mal, repito que la corriente “doctrinaria” exige al Estado que deje de ser Estado burgués, es decir, instrumento de opresión al servicio de la burguesía para convertirse en “Estado cultural”, es decir, en un Estado que retire sus manos de la escuela, para que no resuene en ella más que “la voz de la humanidad, el espíritu de la humanidad”...14 En las lecciones anteriores hemos visto cómo la educación ha estado siempre al servicio de las clases dominantes, hasta el momento en que otra clase revolucionaria consigue desalojarlas e imponer su propia educación. Cuando la nueva clase, en cambio, no es todavía lo bastante fuerte, se conforma provisoriamente con que las clases dominantes se estrujen un poco para hacerle sitio. En ese caso no hay una revolución en la educación sino simplemente una reforma. Reformas de la educación hemos visto en la Grecia del siglo V con los sofistas, en la Roma del siglo II con los retores, en el feudalismo del siglo XI con las universidades, en el Renacimiento del siglo XVI con los humanistas. En todos esos casos las reformas de la educación han sucedido a transformaciones pero no a vuelcos sociales, a modificaciones en el equilibrio entre las clases sin ruptura de ese equilibrio. Las cuatro reformas aludidas fueron el contragolpe en la educación de un proceso económico mediante el cual una sociedad aristocrática y agrícola retrocedía sin claudicar frente a una sociedad comerciante e industrial. Revoluciones en la educación no hemos visto más que dos: cuando la sociedad primitiva se dividió en clases y cuando la burguesía del siglo XVIII sustituyó al feudalismo.15 Con estos antecedentes podremos por lo tanto preguntar: ¿después de la revolución burguesa del siglo XVIII ha ocurrido algún nuevo desequilibrio o una ruptura entre las clases como para provocar la urgencia de una nueva educación? Dijimos ya que la burguesía del siglo XVIII después de hacer la revolución en su provecho, se cerró inmediatamente a las aspiraciones de las masas. No habían pasado, en efecto, diez años de la revolución del 89 cuando ya Babeuf encarnaba obscuramente los desengaños de las masas obreras. Desde entonces, con sacudidas cada vez más violentas –1848, 1871, 1905-, la sociedad quedó dividida en dos clases hostiles con intereses irreconciliables: de un lado, una minoría exigua de explotadores burgueses; del otro, una masa enorme de explotados proletarios. Y mientras la burguesía más desesperadamente perfeccionaba las técnicas, en esa caza rabiosa de la riqueza y los mercados de la tierra que forma la historia de todo el siglo XIX, más el proletariado se iba convirtiendo en un accesorio de la máquina. La máquina, sin embargo, al reunir a su servicio enormes masas de obreros no sólo despertó en ellos los primeros atisbos de su conciencia de clase, sino que creó además las condiciones objetivas que han hecho necesaria su liberación. Frente a la expansión enorme de las fuerzas productivas, la burguesía se mostró impotente como el mago de que habla Marx en el Manifiesto Comunista: aterrado ante los poderes formidables que él mismo había conjurado. El modo de apropiación capitalista resulta, en efecto, incompatible con el carácter cada vez más social de la producción. Mientras millares de trabajadores crean las riquezas que salen de las fábricas, un número reducido de parásitos acrecienta fabulosamente el capital. Lejos de ser como en otro tiempo un factor de progreso, la burguesía se ha convertido ahora en un obstáculo. Y no sólo no tiene interés en continuar perfeccionando el dominio del hombre sobre la naturaleza, sino que procura detenerlo. El proletariado, mientras tanto, cada vez más fuerte, resquebraja en todas partes las trabas burguesas que no le dejan vivir, como la burguesía rompió en su hora las trabas feudales que la asfixiaban. Desde octubre de 1917 –fecha de su gran revolución- el proletariado ruso dividió nuestra época en dos edades que coexisten: la nuestra, burguesa, que ya es pasado: la otra, que en Rusia casi es presente pero que para nosotros continúa siendo futuro todavía. Frente a esa realidad actual, la “doctrina” de la nueva educación ¿a qué clase social interpreta? Limitémonos por hoy a plantear nada más que los términos exactos del problema, para enunciar en la clase final nuestra respuesta. La investigación puede ser conducida en dos direcciones bien distintas. Si la burguesía es históricamente una clase social ya condenada, resulta casi un sarcasmo preguntar si la “nueva educación” interpreta sus ideales. En el momento actual la burguesía agonizante sabe que no tiene sino en el terror, es decir, en el fascismo, la manera de prolongarse durante algunos años. Uno a uno ha ido perdiendo los rasgos que le dieron fisonomía propia; la competencia del mercado la había hecho individualista; las necesidades del cálculo, racionalista; la libertad de empresa, liberal. Las limitaciones de la competencia mediante el monopolio le han hecho renunciar al individualismo; la certidumbre de su próximo fin la ha conducido de nuevo al pie de los altares; el deseo de persistir, en fin, le ha arrastrado al camino de las dictaduras sin embozo. Monopolista, religiosa y fascista, la burguesía contemporánea no sólo ha renunciado a la enseñanza laica por la que había batallado durante tantos años.16 Sino que le ha impuesto a la escuela un carácter tan ostensible de instrumento al servicio del Estado, que el niño italiano como el niño alemán no son nada más que futuros soldados del fascismo. La “doctrina” de la nueva educación, ¿encarnará entonces los ideales del proletariado? La pregunta puede hacer vacilar unos segundos. El socialismo, aunque digan lo contrario sus enemigos, aspira a realizar la plenitud del hombre, es decir, a liberar al hombre de la opresión de las clases para que recupere con la totalidad de sus fuerzas, la totalidad de su yo. El proletariado libertará al hombre al liberarse a sí mismo –decía Marx- porque representando como clase social la total pérdida del hombre, “sólo podrá liberarse encontrando de nuevo al hombre perdido”.17 Y en el Proyecto de profesión de fe comunista, escrito por Engels en noviembre de 1847 y que fue como ustedes saben uno de los materiales más importantes que Marx tuvo a la vista para escribir su Manifiesto, puede leerse en una página hermosísima cómo el desarrollo de la producción bajo el impulso de la sociedad entera, reclamará y engendrará “hombres íntegros”, hombres totalmente nuevos.18 Pero si en algunas palabras la “doctrina” de la nueva educación parece coincidir con el ideal socialista, son tan enormes las diferencias que también parece una burla demostrarlo. La nueva educación se propone, en efecto, construir el hombre nuevo a partir precisamente de la escuela de la burguesía; de una escuela, en verdad, en la cual el Estado burgués se comprometa a no intervenir en absoluto y a la cual el maestro deberá llegar por lo tanto limpio de toda mentalidad de clase. Aspiración absurda, contradicha por toda la experiencia histórica y que supone en semejantes teóricos una dosis masiva de candor. En todas las lecciones anteriores hemos visto que la educación por medio de una escuela renovada aparecía después que la clase social que la reclamaba había afirmado en gran parte sus intereses y mantenía a distancia, por lo menos, al Estado enemigo. Cuando en 1792, Condorcet exigía a la monarquía que no interviniera en la educación, no le faltaban más que cinco meses para echarla abajo. Por eso, porque la clase en cuyo nombre hablaba tenía ya entre sus manos la victoria, las exigencias de Condorcet lejos de aparecernos candorosas nos mostraron por lo contrario su profunda habilidad. Pero “exigirle” al Estado burgués –no en nombre de una clase enemiga que en tal pedido disimulara un ultimátum-, sino en nombre de la “cultura” y del “espíritu”, que se “autolimite” hasta convertirse en Estado cultural y se desprenda así del control de la enseñanza que es uno de sus más sutiles instrumentos de opresión, resulta una ingenuidad que llega casi a la epopeya. Veremos en la clase próxima todo lo que hay de candoroso, reaccionario y suicida en semejante pretensión absurda, pero anotemos como final de la presente clase que los teóricos que encarnan la corriente más ruidosa de la “nueva educación” repiten hoy, frente al Estado burgués, la misma grotesca actitud de Pestalozzi frente al Estado absoluto. En el año 1814, los ejércitos del zar de Rusia quisieron instalar un hospital en el local del internado que Pestalozzi dirigía. Indignado el gran hombre llevó la queja al zar Alejandro que por entonces se encontraba en Basilea. El zar lo recibió con bondad y accedió gustoso a sus reclamos. Pero Pestalozzi, satisfecho con el éxito, resolvió hacerle al zar otro pedido. Si le había concedido uno, ¿por qué no habría de concederle otro?. Masticando un poco la corbata, como hacía cada vez que estaba emocionado, Pestalozzi le pidió entonces, la emancipación de los siervos de Rusia... El zar lo miró un instante y sin decirle una palabra se limitó a sonreír. El primer ejemplo de un maestro pidiendo al jefe de un Estado que se “autolimite”, no es en realidad para alentar.
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Educación y Luchas de clases
De TodoEs un libro interesante, que nos habla practicamente de como perciben la educación la distintas clases sociales, ¡Muy Interesante!