SEGUNDA PARTE: DESDE LA REVOLUCIÓN AL SIGLO XIX “Vuestra Majestad –escribía Voltaire en 1757 a su amigo el rey de Prusia- prestará un servicio inmortal al género humano si consigue destruir esa infame superstición,1 no digo en la canalla, indigna de ser esclarecida y para la cual todos los yugos son buenos, sino en la gente de pro.”2 Casi veinte años después de esta carta de Voltaire, (1694-1778), Diderot (1713- 1784) se dirigía a otra majestad, la emperatriz Catalina de Rusia, y le aconsejaba en el Plan de una Universidad, la instrucción para todos. “Desde el primer ministro hasta el último campesino –decía- es bueno que cada uno sepa leer, y escribir y contar.” Y poco más adelante, después de preguntarse por qué la nobleza se había opuesto a la instrucción de los campesinos, respondía en estos términos: “Porque un campesino que sabe leer es más difícil de explotar que un paisano analfabeto.”3 Intérpretes ambos del tercer estado, y hemos visto por qué tenían opiniones tan distintas: mientras Voltaire interpretaba especialmente a la alta burguesía y a la nobleza ilustrada, Diderot reflejaba las aspiraciones de los artesanos y los obreros.4 Es bien sabido que en el asalto definitivo al mundo feudal, fue el ala derecha la que impuso sus consignas, y aunque la pequeña burguesía consiguió arrastrarla bajo el impulso de Robespierre hasta sus consecuencias extremas, no es menos cierto que este control no estuvo mucho tiempo entre sus manos. Tan pronto como la burguesía consiguió triunfar, pudo verse en efecto que la “humanidad” y la “razón” de que tanto había alardeado, no eran más que la humanidad y la razón “burguesas”. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano la “propiedad” aparecía inmediatamente después de la “libertad”, entre los derechos “naturales e imprescriptibles”. Y por si acaso el segundo artículo de la Declaración que tal cosa aseguraba pudiera prestarse a equívocos, el último artículo volvía a insistir en que la propiedad era “un derecho inviolable y sagrado”. Un decreto fechado el 14 de junio de 1791 declaraba, además, que toda coalición obrera era “un atentado a la libertad y a la declaración de los derechos del hombre”, punible con quinientas libras de multa y la pérdida por un año de los derechos de ciudadanía activa...5 Las grandes palabras se desvanecían; los ideales “magníficos” dejaban al descubierto la pobre realidad mezquina. La catedral de Notre Dame, cierto es, era ahora el Templo de la Razón, pero la burguesía se cuidaba tan poco de la nueva diosa que dos de sus representantes más conspicuos, Talleyrand y Saint-Simon, debieron pasar una temporada en la cárcel de Santa Pelagia porque se los había descubierto negociando turbiamente nada menos que con el plomo del Templo de la Razón...6 Dantón, el de las arengas inflamadas y las frases lapidarias, no perdía tampoco la ocasión de un solo gran negocio, ni aun de aquellos que, como lo ha probado Mathiez, exigían nada menos que la traición a la patria. Y para que nada faltara en esa realidad tan cruda, Rouget de l’Isle, el mismo que dio a la Revolución su gran canto de guerra, compuso algunas décadas después otro himno titulado el “Canto de los Industriales”...7 La Revolución que se había iniciado con un llamado clamoroso a los “hijos de la patria”, había terminado en beneficio exclusivo de los “hijos de la industria”... Las masas explotadas por la antigüedad y el feudalismo no habían hecho, en efecto, nada más que pasar a un nuevo amo. Para que la burguesía realizara su desarrollo prodigioso no bastaba que el comercio creciera y el mercado se ensanchara hasta abarcar el mundo entero. Era necesario, además, que ejércitos compactos de obreros libres se presentaran a ofrecer sus brazos al burgués.8 A fines del siglo XV y comienzos del XVI ese “obrero libre” apareció en la historia. La ruina del mundo feudal liberaba sus siervos, como la ruina del mundo antiguo liberó sus esclavos. De una parte, el empobrecimiento de los señores feudales les obligó a disolver sus huestes, a liquidar sus mesnadas; de otra, el enriquecimiento de la burguesía arrojó de sus propiedades a los pequeños labradores para convertir sus tierras en praderas de los ganados. En otro tiempo, cierto es, obreros libres habían ofrecido en el mercado su trabajo; en Grecia, como en Roma, como en la Edad Media. Pero el campesino libre anterior al siglo XVI que ofrecía su trabajo durante cierto tiempo, tenía un rincón de tierra que era suyo y del cual podía vivir en caso extremo. El trabajo asalariado era para él, una ayuda, una ocupación subsidiaria. Desde el siglo XVI, en cambio el asalariado momentáneo se había convertido en asalariado hasta su muerte. Nada tenía ya para vivir, fuera de su fuerza de trabajo. Otro fenómeno de una importancia extrema comenzó a manifestarse al mismo tiempo. Cuando la producción de mercancías –es decir, la elaboración de productos destinados no al consumo propio sino al cambio- alcanzó determinado desarrollo, una nueva forma de apropiación apareció en el mundo. En la forma de apropiación llamada por Marx, “capitalista”, el obrero ya no se apropia el fruto de su trabajo. En un principio el obrero cambiaba el objeto que él había producido por otro objeto producido en igual forma y de valor equivalente. Con la creación del comercio mundial y la aparición de masas enormes de “obreros libres” que ofrecían en venta su fuerza de trabajo, los cimientos de un nuevo régimen aparecieron: un régimen en el cual lo que el capitalista da al obrero en cambio de lo producido por su fuerza de trabajo es extraordinariamente inferior a lo que lo producido vale. Es decir, el capitalista se apodera, sin retribuirla, de una parte considerable del trabajo ajeno, y el salario con el cual dice que “paga” a sus obreros sólo sirve a éstos para mantener su propia vida, para reponer su fuerza de trabajo y volvérsela a vender al capitalista en iguales condiciones.9 Al pasar pues del feudalismo a la burguesía, las masas se encontraban todavía peor que antes. Pero su situación no le importaba a los nuevos amos ni un ardite. Formar individuos aptos para la competencia del mercado, ése fue el ideal de la burguesía triunfadora. Lógico ideal de una sociedad en que la sed de la ganancia lanzaba a los hombres unos contra otros en un tropel de productores independientes. Producir, y producir cada vez más para conquistar nuevos mercados y aplastar a algún rival, ésa fue desde entonces la única preocupación de la burguesía triunfadora. Que ninguna traba obstaculice su comercio, que ningún perjuicio paralice su industria. Si para asegurar un nuevo mercado hay que arrasar con poblaciones enteras, que así sea; si para no interrumpir el trabajo de las máquinas es menester que se incorporen como obreros las mujeres y los niños, que así sea también. Consecuente con la clase que representaba, ya vimos que Rousseau (1712- 1778) no pensó para nada en la educación de las masas sino en la educación de un individuo suficientemente acomodado como para permitirse el lujo de costear un preceptor. Su Emilio es, un efecto, un joven rico, que vive de sus rentas y que no da un solo paso sin que lo acompañe su maestro. Se dirá quizá que Rousseau no fue un realizador y que el Emilio es tan sólo una novela. Veamos pues, la influencia de Rousseau en un pedagogo en directo contacto con los hechos; un pedagogo que fundaba institutos y dirigía escuelas, y que se sentía tan fervorosamente animado por el numen de Rousseau que dio el nombre de Emilia a su propia hija en recuerdo precisamente del ilustre ginebrino. Me refiero a Basedow (1723- 1790). Hijo de un peluquero, Basedow había sido preceptor en su juventud del hijo de un gran señor. Pero deseoso de aplicar en mayor escala las ideas de Rousseau, consiguió del príncipe Leopoldo Federico, la ayuda necesaria para fundar un instituto, su famoso Filantrópino (1774). El fin de la educación consistía, según él, en formar “ciudadanos del mundo y en prepararlos a una existencia útil y feliz”. ¿Cómo se preparaban esos “ciudadanos del mundo”? Es lo que vamos a escuchar del mismo Basedow. Distinguía, ante todo, dos tipos de escuelas: una, para los pobres; otra para los hijos de los más eminentes ciudadanos.10 “Sin inconvenientes se pueden separar las escuelas grandes (populares) de las pequeñas (para ricos y clases medias) porque es muy grande la diferencia de hábitos y de condición entre las clases a las cuales van destinadas. Los hijos de las clases superiores deben y pueden comenzar temprano su instrucción, y como deben ir más lejos que los otros están obligados a estudiar más... Los niños de las grandes escuelas (populares) deben en cambio, en conformidad con el objeto de su instrucción, disponer por lo menos la mitad de su tiempo para los trabajos manuales, para que no se vuelvan torpes en una actividad que no es tan necesaria sino por motivos de salud, a las clases que más que con las manos trabajan con el cerebro”.11 En las “grandes escuelas”, dice después, los maestros deben enseñar no sólo a leer, escribir y contar, sino también los deberes propios de las clases populares”.12 Pero como en esas escuelas un solo maestro debía atender a la instrucción de numerosos escolares de edades muy distintas, y surgían por lo tanto graves dificultades de orden técnico, Basedow se consolaba con estas palabras sencillas y tremendas: “Por fortuna, los niños del pueblo necesitan una instrucción menor que los demás y deben dedicar la mitad de su día a los trabajos manuales.”13 Me parece que no se necesita mucho más para comprender en cuál de las escuelas se podían formar los “ciudadanos del mundo”: mientras en las escuelas populares la instrucción, “por fortuna”, debía ser exigua; en las otras por el contrario, se castigaban los vicios o los defectos, “transformando una hora de estudios en una hora de trabajo manual“ Filangieri (1752-1788), ¿no se expresaba en forma parecida? En su Ciencia de la legislación puede leerse, en efecto: “El agricultor, el herrero, etc., no necesitan más que una instrucción fácil y breve para adquirir aquellas nociones que son necesarias para su conducta civil y asegurar los progresos de su arte.15 No podría decirse lo mismo de los hombres destinados a servir a la sociedad con sus talentos. ¡Qué diferencia entre el tiempo que necesita la instrucción de los unos y el que requiere la instrucción de los otros!”16 “La educación pública –decía en otra ocasión- exige para ser universal que todos los individuos de la sociedad participen en la educación, pero cada uno según las circunstancias y su destino. Así el colono debe ser instruido para ser colono y no para ser magistrado. Así el artesano debe recibir en la infancia la instrucción que pueda alejarlo del vicio, conducirlo a la virtud, el amor de la patria, al respeto de las leyes y a facilitarle los progresos de su arte, pero no la que necesita para dirigir la patria y administrar el gobierno. L educación pública, en resumen, para ser universal, requiere que todas las clases tengan la misma parte.”17 A través de Basedow y Filangieri, el pensamiento de la burguesía revolucionaria del siglo XVIII se expresaba en materia de educación con nitidez tal que puede parecer afán inútil aportar nuevos elementos para esclarecerlo. Sin embargo, el ideario de la Revolución Francesa alimenta de tal manera las doctrinas llamadas liberales que no creo trabajo perdido el tratar de ceñirlo en lo que tiene de más íntimo. La tarea no siempre es tan fácil como en los dos ejemplos que hemos escogido. La igualdad ante la ley, que fue uno de los más hábiles hallazgos de la burguesía,18 disimula a veces con tanta perfidia la intimidad del pensamiento, que es menester aguardarlo a menudo largo tiempo para lograr descubrirlo bajo su máscara. Una figura de primer orden en la Revolución Francesa, Mirabeau, trató el tema de la educación en varios discursos en los cuales se ha querido ver, al parecer con razón, la mano de Cabanis. Pero hayan sido escritos directamente o no por Cabanis, como dicen unos, o por Reybaz, como aseguran otros, lo cierto es que Mirabeau (1749-1791) los aprobó. En el primer discurso, Mirabeau enunciaba una afirmación inexacta que va a ser después un lugar común entre los teóricos de la burguesía: “Todos los legisladores antiguos –dice- se han servido de la educación pública como del medio adecuado para mantener y propagar sus instituciones... En cuanto a vosotros señores, no tenéis opiniones favoritas que difundir; ningún fin particular que cumplir; vuestro objeto único consiste en dar al hombre el empleo de todas sus facultades, el ejercicio de todos sus derechos, y de asentar la existencia pública sobre las existencias individuales libremente desarrolladas, y la voluntad general sobre las voluntades privadas.”19 Es decir, que después de reconocer que todas las educaciones hasta esa fecha sólo se habían preocupado en servir los intereses de las clases superiores, Mirabeau aseguraba que la educación burguesa escapaba a esa ley: ella se proponía formar “el hombre”, “el yo humano”. Mas, a renglón seguido, se oponía a la gratuidad de la enseñanza, según dijo, porque en esa forma se rebajaría el nivel de la misma al sustraerla a la competencia, y porque en esa forma también, “se arrancarían muchos hombres de su sitio natural”.20 Lo que significa, ni más ni menos, lo mismo que aseguraba Filangieri; que cada uno de los miembros de la sociedad participa en la educación de acuerdo a su “destino económico”, y a sus “circunstancias sociales”... Pero ¿y Condorcet? se dirá ¿y Pestalozzi? La instrucción del “pueblo”, la “igualdad ante las luces”, ¿no fueron acaso el nervio de la concepción política y social de Condorcet? Aparte de la gratuidad de la enseñanza primaria, ¿no propuso también la gratuidad de la enseñanza superior? Todo eso es cierto, sin duda alguna. Pero con la certeza aparente de todos los ideales de una revolución que después de aplastar las desigualdades que hasta entonces engendraba el nacimiento, proclamó sin embozo que no hay entre los hombres otras diferencias que las que surgen del dinero. El famoso plan de Condorcet –Rapport-, leído en la Asamblea Legislativa los días 20 y 21 de abril de 1792, refleja de una manera tan exacta los hipócritas ideales de la burguesía, que vale la pena la dediquemos unos instantes, porque de sobra nos serán recompensados. Casi no hay problema de los que preocupan hoy a los maestros que no haya sido allí planteado y discutido. Condorcet (1743-1794) concede al Estado, no sólo el control de la enseñanza, sino la obligación de instruir.21 De instruir, no de educar, porque Condorcet deja a cargo de los padres la formación de las creencias religiosas, filosóficas o morales. En su opinión la instrucción pública debe asegurar a todos un mínimo de cultura, de tal manera, dice, “que no deje escapar ningún talento sin ser advertido y que sin que se le ofrezcan todos los recursos reservados hasta aquí, a los hijos de los ricos”. Con la difusión de las luces se podrán multiplicar los descubrimientos que aumentarán el poder del hombre sobre la naturaleza. En el lugar eminente reservado hasta entonces a las letras, Condorcet coloca ahora el estudio de las ciencias; suprime entre las facultades la de Teología que aún seguía siendo la primera, y asegura que las ciencias son, contra los prejuicios y la pequeñez de espíritu, un remedio más eficaz que la filosofía. “Las cosas” y no “las sombras de las cosas” –como decía Comenius- entran triunfantes en la escuela; pero con un tono más franco que el del pastor de Moravia, y sin su creencia ya de que esta vida es una preparación para la otra. Como orientación general no se podía interpretar mejor el espíritu de la burguesía en ese instante: científica, escéptica y práctica, y, por lo mismo, deseosa de que las técnicas se despojaran de los secretos con que hasta entonces las habían envuelto las “corporaciones”. Pero si la orientación del plan es excelente, excelentes son también los detalles más menudos. No sólo se opone terminantemente a la enseñanza religiosa en las escuelas –“los pueblos que tienen por educadores a los sacerdotes no pueden ser llibes”, dice- sino que no permite que el Estado imponga al niño ningún credo. La “libertad de conciencia” debe ser respetada no sólo desde el punto de vista religioso sino también social. “Que el poder del Estado –agrega- expire en el umbral de la escuela, y que cada maestro pueda enseñar las opiniones que crea verdaderas, no las que el Estado haya juzgado como tales.”22 El Estado debe poner al niño en condiciones de que conozca todas las ideas, para que pueda escoger entre ellas libremente. Condorcet, además, no sólo quiere que el Estado no se inmiscuya en la enseñanza imponiendo determinado credo político, sino que le niega también dos cosas fundamentales: el monopolio de la enseñanza y la designación de los maestros. En nombre de la libertad rechaza el monopolio del Estado. Las escuelas privadas deben vivir al lado de las escuelas del Estado porque las estimularán con su rivalidad. Libre competencia entre las escuelas del Estado y las escuelas particulares, y ninguna intervención política del Estado en las escuelas: eso es en lo esencial lo que quiere Condorcet. Pero si el Estado retuviera la designación de los maestros, fácil le sería dominar en las escuelas designando únicamente a los adictos. Esta objeción no se le escapa a Condorcet, y quita por eso al Estado la designación, de los maestros. Propone, que sean elegidos por “sociedades científicas”, formadas en cada departamento por los hombres de estudio más esclarecidos. En resumen, Condorcet desea que el Estado inaugure escuelas y pague a los maestros, pero no que ejerza sobre éstos la más mínima tutela. Aisladamente considerado, el Rapport de Condorcet parece la obra de un iluso, de un razonador, de un “ideólogo”. Taine, en páginas vigorosas pero falsas, ha difundido la especie de que los hombres que dirigieron la Revolución Francesa eran razonadores tan alejados de la vida, que querían forzarla a comportarse de acuerdo con sus planes. Pero aquellos “razonadores” de que habla Taine, sabían muy bien lo que se proponían. Y vean sino lo que hizo más tarde Condorcet. Un año después de leer su informe, continuaba reclamando la independencia absoluta para la enseñanza superior, pero admitía ahora que la enseñanza primaria debía ser dirigida y vigilada por el Estado... ¿Cómo es posible que en el transcurso de un año nuestro “ideólogo” haya dado un vuelco tan completo? La contradicción no está nada más que en la superficie. El pretendido iluso conocía a la perfección el camino en que marchaba. Cuando el 20 y el 21 de abril de 1792 leyó su informe en la Asamblea Legislativa, la burguesía aunque triunfante no tenía entre sus manos la máquina del Estado. No sólo subsistía la monarquía, sino que continuaba siendo peligrosa. Pero pocos meses después de presentado el informe de Condorcet, la República fue proclamada. Y naturalmente, al reeditar el informe al año siguiente por orden de la Convención. Condorcet introdujo las modificaciones que conocemos. Es decir que mientras el poder del Estado continuaba en manos de la clase enemiga había que impedir a toda costa el control de ese Estado en las escuelas; quitarle, además, la designación de los maestros y reclamar la existencia de escuelas particulares (en este caso, burguesas) en cuya fundación el monarca no debía intervenir. Mas tan pronto la burguesía tomó en sus manos la máquina del Estado. Condorcet afirmó de inmediato que la vigilancia y la dirección del Estado eran en ellas necesarias. Reconocerán ustedes que no se podía exigir de un “iluso” mayor conciencia de clase... Se dirá, tal vez, que el Informe de Condorcet no deja de ser por eso un paso enorme y que haber propuesto la gratuidad de la enseñanza constituye de por sí no poco mérito. ¡Cómo negarlo! Pero en el largo viaje que venimos haciendo a través de la historia de la educación no nos proponemos referirnos a los méritos o a los deméritos. Condorcet propició, en efecto, la gratuidad de la enseñanza, que sólo mucho tiempo después debía implantarse. Pero, ¿concurrieron por eso a las escuelas otros niños que no fueran los de la burguesía y pequeña burguesía relativamente acomodada? El triunfo impresionante de las máquinas en el siglo XVIII, y la expansión extraordinaria del mercado, no sólo movilizaron enormes masas de hombres sino que incorporaron además a las mujeres y a los niños a la explotación capitalista. Fueron aquellos, al decir de Marx, los “tiempos orgiásticos del capital”. ¡Y fue en esos mismos tiempos, en que hasta niños de cinco años trabajaban, cuando Condorcet declaró gratuita la enseñanza...! Bella ventaja la de la gratuidad de la escuela para un niño que desde temprano ha de ganarse el pan. Si le quitan el tiempo para frecuentar la escuela, ¿qué le importa que la escuela sea gratuita o no? Condorcet, por supuesto, era demasiado avisado para no comprender que la enseñanza dentro del régimen capitalista no ganaba mucho con la gratuidad; y tan lo comprendió que para remediarlo de algún modo se apresuró a proponer pensiones y becas. 23 No nos interesan, por ahora, sus paliativos, pero sí conviene señalar que en los orígenes mismos de la escuela burguesa “gratuita y popular”, uno de sus fundadores más ilustres reconocía que no era escuela de masas Pestalozzi ¿no se encargó de prepararlas? Tanta es la gloria que rodea al nombre del educador insigne que cuesta no poco aproximarse a esta figura máxima del santoral pedagógico. Discípulo de la Revolución Francesa y especialmente de Rousseau, Pestalozi (1746-1827) pasa por ser no sólo introductor de una técnica nueva –lo que es exacto- sino además “educador de la humanidad”, según reza su epitafio. Más que ningún otro pedagogo de su tiempo, Pestalozzi se interesó por los campesinos; pero aunque ese sentimiento fue en él generoso y auténtico, no es menos cierto que se pasó la vida educando a niños ricos. Las veces que recogió en su casa a niños pobres, con la intención de educarlos, actuó como filántropo y como industrial. “Habiendo fracasado definitivamente como agricultor –dice su biógrafo Guillaume- Pestalozzi quiso ensayar como industria. En 1774 instaló en un edificio contiguo a la granja de Neuhof y que hizo construir expresamente, un taller para el hilado del algodón. Había concebido el proyecto de recoger en su casa algunos niños pobres, para ocuparlos en esta fácil trabajo, que pronto había de ser remunerador. “A sus ojos esto constituía una feliz especulación industrial al propio tiempo que una buena acción”, 24 Escéptico en algunas ocasiones, deísta en otras, Pestalozzi no dudaba de que el orden burgués, con todos sus defectos tenía por autor al mismo Dios,25 y si algo podía esperarse en el sentido de mejorar un poco, ese algo vendría en su opinión de la buena voluntad de los poderosos y de los príncipes. En las últimas partes de Leonardo y Gertrudis, Pestalozzi propuso un código completo de reformas sociales para uso de los señores ilustrados que tuvieron deseos de asegurar la felicidad de sus campesinos. “Leonardo y Gertrudis –decía Pestalozzi en una carta a un amigo- será un eterno testimonio de lo yo he intentado para salvar a la aristocracia honrada; pero mis esfuerzos sólo han sido recompensados con ingratitudes, hasta el punto de que el buen emperador Leopoldo hablaba de mí en sus últimos días como de una abate de Saint- Pierre.”26 A causa de su ceguera y de la mala administración, los príncipes habían creado, según él, la situación revolucionaria. La Revolución Francesa, con la cual simpatizaba27 –porque la creían un justo castigo a los errores de los nobles-, lo llenaba, sin embargo, de inquietud. Y como él nunca se paró en chicas al aconsejar a reyes o a naciones, invitó a Francia en un mensaje a que renunciara a la propaganda revolucionaria porque “las reformas que los pueblos necesitan –decía- podrán serles concedidas por sus gobernantes actuales, sin trastornos ni violencias”. El campesino conservador y tímido que había en Pestalozzi no quería nada de cambios y revueltas. Más pomposo que Rousseau y más declamador, gustaba hablar también de formar escuelas de “hombres”. Pero admitía tantos hombres y tantas educaciones como clases existían, y puesto que el orden social ha sido creado por Dios, el hijo del aldeano debe ser aldeano, y el hijo del comerciante, comerciante. Ninguna educación tuvo como la de Pestalozzi un carácter más manso. Su bondad sufría, sin duda, con la suerte de los explotados; especialmente con la de los campesinos, que tan de cerca conocía. Pero nunca se propuso otra cosa que educar a los pobres para que aceptaran de buen grado su pobreza Aunque al principio de su vida educó en su casa, como ya dijimos, algunos muchachos huérfanos, y al final recogió algunos otros en su internado, nunca se le ocurrió que fuera posible darles la misma educación que a los muchachos ricos. 29 Como jamás creyó tampoco que a estos últimos se les pudiera suministrar una educación por medio del trabajo. En su internado, en verdad, enseñó muchas veces el trabajo manual, pero en la misma forma en que se practica en las escuelas más modernas de hoy en día: como un ejercicio o una distracción, más o menos entretenida, más o menos desordenada.30 Su actitud, por lo tanto, no podía ser más consecuente: el “apóstol” de la enseñanza “popular” dividía su enseñanza y su método según las clases a las cuales iban dirigidas. Los pedagogos más auténticos de la revolución burguesa, Condorcet y Pestalozzi, nos han enseñado ya qué intenciones guardaba la burguesía en materia de educación. Cincuenta años después de la Revolución no eran muy distintas las que Herbart (1776-1841) expresaban en nombre de la burguesía de su tiempo. En los Informes de un preceptor da cuenta detallada de cómo enseñar las ciencias naturales acompañado cada clase con demostraciones experimentales,31 pero al mismo tiempo anota que los niños, que le han sido confiados, reciben las enseñanzas de Cristo para que reconozcan “las huellas de la providencia en el progreso hacia la perfección”.32 Años más tarde, insiste en su Pedagogía general sobre el mismo concepto: “La religión no podrá nunca ocupar en el fondo del corazón el lugar tranquilo que le corresponde, si su idea fundamental no ha sido inculcada en la primera infancia.”33 Y treinta años después, en el Bosquejo, vuelve de nuevo sobre la religión: “El contenido de la instrucción religiosa han de determinarlo los teólogos, pero la filosofía ha de demostrar que ningún saber se halla en condiciones de sobrepujar la seguridad de la creencia religiosa.”34 “Es necesario unir la educación religiosa a la propiamente moral para humillar así la presunción de creer haber realizado algo.”35 Desde la carta de Voltaire a Federico Guillermo, a mediados del siglo XVIII, hasta estas palabras de Herbart a mediados del siglo XIX, la situación por lo tanto no ha variado gran cosa. Sigue siendo la misma que una anécdota atribuida a Voltaire mostraba ya con claridad. Se dice que una noche en que varios amigos discutían en su casa sobre asuntos religiosos, Voltaire interrumpió la conversación para evitar que los lacayos escuchasen; y sólo después que éstos se hubieron retirado, consintió en que la charla continuara, “porque no tenía las más mínimas ganas –según dijo- de ser asesinado o robado por la noche”. El príncipe de la burguesía mostraba en ese gesto sus intenciones claras: una vez que la “gente bien” –la bonne compagnie- se hubiera asegurado el triunfo había que impedir el acceso de las masas mediante la religión y la ignorancia La burguesía, sin embargo, no podía rehusarles la instrucción en la misma medida en que lo habían hecho la antigüedad y el feudalismo. Las máquinas complicadas que la industria creaba sin cesar no podían ser eficazmente dirigidas con el saber miserable de un siervo o de un esclavo “¡Para manejar la barreta se necesita aprender a leer!, gritaba Sarmiento (1811-1888) a Alberdi en una polémica notoria. En Copiapó se paga 14 pasos al barretero rudo... y 50 pesos al barretero inglés, que merced a saber leer, se le encomiendan las cortadas, socavones y todo el trabajo que requiera el uso de la inteligencia. ¡Para manejar el arado se necesita saber leer! Sólo en los Estados Unidos se han generalizado los arados perfeccionados porque sólo allí el peón que ha de gobernarlos sabe leer. En Chile es imposible por ahora37 popularizar las máquinas de arar, de trillar, de desgranar maíz, porque no hay quien las maneje, y yo he visto en una hacienda romper la máquina de desgranar en el acto de ponerla en ejercicio.”38 El testimonio de Sarmiento es terminante: el asalariado no hubiera podido satisfacer a su patrón si se hubiera quedado al margen de una instrucción elemental. Había pues que procurársela como una condición necesaria de su propia explotación.39 En otras épocas en que el trabajo se confiaba al esclavo o al siervo y en que por lo tanto los aparatos eran primitivos y las técnicas rudimentarias, el aprendizaje del obrero exigía una atención mínima. Sin embargo, en los últimos tiempos del imperio romano, cuando el esclavo empezó a escasear, se trató de suplir esta deficiencia mediante la educación de trabajadores escogidos.40 En condiciones desiguales, volvía a aparecer ahora esa misma diferencia entre trabajadores del montón, en decir, no adiestrados, capaces de las tareas más groseras, y trabajadores adiestrados, capaces de las faenas que requieren un nivel mediano de cultura. Pero al lado de los obreros con un mínimum de educación –obreros no adiestrados- y de obreros con una cultura mediana –calificados-, el capitalismo requería además la presencia de verdaderos especialistas, de una cultura excepcional. Cada progreso de la química, por ejemplo, no solamente multiplicaba el número de las materias útiles y las aplicaciones de las ya conocidas, sino que extendía las esferas de aplicación del capital. La libre competencia exigía una modificación perpetua de las técnicas, una necesidad permanente de invenciones.41 El capitalismo incorporaba a sus planes el trabajo científico y la libre investigación, como el feudalismo llevaba adjuntos la religión y el dogmatismo. Favorecer el trabajo científico, mediante escuelas técnicas y laboratorios de altos estudios, fue desde entonces, una condición vital para el capitalismo. Las escuelas tradicionales, ni siquiera las que habían nacido bajo la influencia directa de la Revolución Francesa, eran capaces de satisfacer esa exigencia. Lejos de las influencias oficiales, a la sombra misma de las fábricas, como frutos directos de la iniciativa privada, empezaron a aparecer las escuelas politécnicas. En ellas, la burguesía del siglo XIX preparaba los cuadros de sus peritos industriales como en las escuelas de comercio del siglo XVI había preparado los cuadros de sus peritos mercantiles. Una educación primaria para las masas, una educación superior para los técnicos: eso era, en lo fundamental, lo que la burguesía exigía en el terreno de la educación. Reservaba, en cambio, para sus propios hijos, otra forma de enseñanza, la enseñanza media, en que las ciencias ocupaban un lugar discreto, en que el saber seguía siendo libresco, y grande la distancia que lo separaba de la vida. Mientras en las otras escuelas la orientación era francamente práctica, e impregnada de una intención utilitaria, ¿por qué en estas escuelas de la enseñanza media se seguía cultivando el “ocio digno”, es decir, esos estudios de puro adorno que los jesuitas inculcaron en otros tiempos a los nobles?42 ¿Cómo se explica que en nuestro propio siglo un hombre como Durkheim haya podido pronunciar estas palabras: “Con excepción de algunas adiciones que no modificaban lo esencial, los hombres de mi generación hemos sido educados en los liceos de acuerdo a un ideal que no difería sensiblemente de aquel que inspiraba a los colegios de jesuitas en los tiempos del Rey Sol.”43 El ideal pedagógico que inspiraba a los jesuitas ya nos es conocido: procurar una cultura de aparato y de brillo, como propia de hombres que deben dirigir desde muy arriba los negocios de esta tierra, y a los cuales no corresponden por lo tanto, las minucias y las mezquindades del trabajo. ¿De qué manera explicar pues, este fenómeno, en apariencia contradictorio, que la educación de adorno creada para una clase ociosa “en los tiempos del Rey Sol”, pudiera continuar sirviendo los intereses de otra clase social que proclamó el trabajo, como virtud fundamental? El problema se esclarece en cuanto nos dirigimos directamente a sus raíces. En los primeros tiempos de la burguesía las diferencias entre el obrero y el maestro de su gremio no estaban muy acentuadas. Vivían bajo el mismo hogar, colaboraban en las mismas faenas. Pero tan pronto el “maestro” del gremio se convirtió en comerciante, y empezó a organizar la producción en gran escala, el patrón transformado en capitalista se fue separando más y más del trabajo material.44 Y a medida que las distancias aumentaban entre el capitalista que dirige y el obrero que produce, más desaparecía entre ellos la colaboración de antaño, y más se acentuaba también el carácter despótico del capitalista. Porque el motivo que dirige la producción llamada capitalista consiste, como es sabido, en la mayor valorización posible del capital, y por lo tanto, en explotar y tiranizar cada vez más la fuerza del trabajo del obrero. Alejamiento del trabajo material, por un lado; despotismo, por el otro: he ahí dos rasgos esenciales que acabamos de encontrar en la psicología del capitalista. ¿y qué otra cosa encontrábamos, también, en la psicología, por otra parte tan distinta, del barón feudal?45 El triunfo del capitalismo sobre el feudalismo no significó, en efecto, sino el triunfo del método de explotación burguesa sobre el método de explotación feudal. Y por el hecho de que ni el capitalista ni el noble participan directamente en el trabajo, podían pasarse los dos de esa cultura técnica que el primero exigiría sin embargo a sus especalistas.46 En los libros en que Carneige ha contado su vida y sus negocios puede comprobarse hasta la evidencia la fantástica ignorancia de este rey del acero en las cuestiones científicas que el acero conciernen;47 y en los libros similares que Ford ha dedicado a narrar las peripecias de su industria puede verse con qué desprecio se refiere a Edison, porque Edison –dice- sabía demasiado para ser un buen capitalista.48 Con respecto a los estudios y a los diplomas, Carnegie también no tenía más que burlas, y en una página conocida confesó de esta manera su secreto: “El secreto del éxito reside exclusivamente en el arte de hacer trabajar a los demás.”49 Para “hacer trabajar a los demás” no se necesita sin duda mucha ciencia. ¿Cómo extrañar pues que al lado de las escuelas industriales y superiores destinadas a preparar los capataces y los técnicos del ejército industrial, la burguesía reservara para sus hijos otro tipo de enseñanza totalmente desvinculada del trabajo, y la considerara, además, como la única verdaderamente digna de las clases superiores? “Nosotros apreciamos como el que más –dice Weiss al asumir la defensa de la enseñanza llamada “clásica”- todo lo que corresponde al dominio de la inteligencia y de la técnica: ciencias naturales e históricas, matemáticas, economía, estadística, filología, arqueología y lo demás; pero los números y las abstracciones, la geometría y sus deducciones, las ciencias naturales y su clasificación, la historia y sus fenómenos, la lógica y sus leyes, no son más que parte del hombre y del entendimiento humano. Las humanidades y las letras son el hombre mismo; sacarlas de la educación es como sacar al hombre del hombre.”50 Cabe ahora preguntar: ¿quiénes son los privilegiados capaces de adquirir esa cultura que por estar independizada del trabajo productivo es considerada por los teóricos de la burguesía como la que distingue propiamente al “hombre”?51 Un inspector de la instrucción pública en Francia, Francois Vial, va a contestarnos: “El alumno que entra a nuestros liceos es el que puede esperar hasta los veintidós años el momento de ganar su vida.”52 No se puede expresar con más franqueza ni el carácter de clase ni la orientación general de la enseñanza media. El camino que lleva a la universidad, y por lo mismo a las altas posiciones del gobierno, supone un tipo de instrucción tan alejada del trabajo productivo que apenas si se diferencia de la que impartían los jesuitas en tiempos del Rey Sol, y tan inaccesible a las grandes masas que sólo pueden entrar en ella los que no tienen que pensar para nada en su propio sustento. La enseñanza secundaria, agrega más adelante el mismo inspector Vial, debe capacitar a las clases medias para “guiar la voluntad nacional”.53 “Mientras que nuestra imperfecta organización social prohíba al gran número el acceso a la cultura moral e intelectual” es necesario que el pueblo (es decir, los obreros y campesinos) “aprenda” a través de las clases medias, a pensar, querer y actuar.”54 La afirmación no requiere aclaraciones: por boca de uno de sus funcionarios más autorizados, la burguesía capitalista reconoce que su organización social “prohíbe” al gran número “el acceso a la cultura moral e intelectual”, y que mientras eso dure –es decir, mientras la burguesía sea la clase dominante- el gran número debe “pensar, querer y actuar” a través de la burguesía. A un siglo después del plan de Condorcet, he ahí adónde han venido a parar la “difusión de las luces” y la “enseñanza para todos”. La burguesía sabe demasiado bien por qué lo hace. Casi al mismo tiempo en que Sarmiento aseguraba que no se podía manejar una herramienta sin saber leer, un fabricante de vidrios de Inglaterra, Mr. Geddes, declaraba a una comisión investigadora: “A mi juicio, la mayor suma de educación de que ha disfrutado una parte de la clase trabajadora en los últimos años es perjudicial y peligrosa, porque la hace demasiado independiente”.55 Nada más adecuado para mostrar las contradicciones que trataban a la burguesía, que exhibir sobre el plano pedagógico esas dos actitudes tan reñidas: por un lado, la necesidad de instruir a las masas para elevarlas hasta las técnicas de la nueva producción; por otro lado, el temor de que esa misma instrucción las haga cada día menos asustadizas y apocadas. La burguesía solucionó ese conflicto entre sus temores y sus intereses dosando con parsimonia la enseñanza primaria e impregnándola además de un cerrado espíritu de clase como para no comprometer con el pretexto de “las luces” la explotación del obrero que está en la base misma de su existencia.56 Razones de otro orden la obligaron además a preocuparse por el “pueblo”. En los tiempos “orgiásticos” del capital, la voracidad de la burguesía había obligado a trabajar a las mujeres y a los niños en las condiciones más inicuas. Pero la persecución enloquecida de una mano de obra cada vez menos costosa, amenazaba aniquilar esas mismas clases sufridas a cuyas expensas el capital se nutre. Los propios intereses de la burguesía le hicieron ver entonces la necesidad de no matar a la gallina de los huevos de oro, y en le mismo momento en que por sed de lucro la burguesía despedazaba el hogar obrero –el mismo hogar de Leonardo y Gertrudis en que había puesto Pestalozzi sus esperanzas candorosas-, los teóricos que tiene a su servicio se apresuraron a enunciar “los sagrados derechos de la infancia”... En esta ocasión, como en tantas otras, salta a los ojos la agudeza de una observación de Marx: cuanto más quebrantado se halle el orden de cosas existente, la ideología de la clase gobernante se penetra más de hipocresía. El Estado burgués no sólo dejó correr algunas lágrimas sobre la desgraciada causa de la infancia, sino que echó sobre “el abandono culpable de los padres” la responsabilidad de lo ocurrido. ¡Como si antes de decidirse a “proteger” con leyes nunca cumplidas el desamparo de los niños obreros, no hubiera sido esa misma burguesía la que destruyó primero las antiguas condiciones familiares! Faltaba, con todo, una hipocresía más: en el mismo siglo en que Jules Simon publicaba en libro con este título terrible: L’ouvrier de huit ans; en el mismo siglo en que la cifra del suicidio de los niños se elevaba en forma trágica;57 en el mismo siglo en que Lino Ferriani, procurador del reino de Italia, denunciaba que en su patria se compraban chiquillos por treinta liras para obligarlos a trabajar en las cristalerías del extranjero;58 en ese mismo siglo la sensiblera Ellen Key anunció conmovida que empezábamos a vivir en “el siglo de los niños“.
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Educación y Luchas de clases
RandomEs un libro interesante, que nos habla practicamente de como perciben la educación la distintas clases sociales, ¡Muy Interesante!