La economía fundada sobre el trabajo del esclavo, después de asegurar la grandeza del mundo antiguo, lo condujo insensiblemente a su desmoronamiento.174 El sistema de trabajo por medio del esclavo devoraba tantos hombres “como carbón nuestros altos hornos”.175 Dependía por lo tanto del acarreo regular de los hombres al mercado de esclavos, y debía cesar en cuanto el “carbón” se extinguió o resultó inutilizable. De más está decir que a medida que los pueblos conquistados dejaban de suministrar esclavos y riquezas, más redoblaban los impuestos, las gabelas y las riquezas. La miseria fue creciendo en modo tal que la explotación de los dominios enormes –latifundia- por verdaderos ejércitos de esclavos, ya no producía beneficios. El cultivo en pequeño volvía a ser el único remunerador; lo que es como decir que la esclavitud se había vuelto innecesaria. El esclavo dejaba de producir más de lo que costaba mantenerlo. Desde ese momento desapareció como sistema de explotación en gran escala. Creo que sería ofenderlos a ustedes si me detuviera a demostrar que el cristianismo poco tuvo que hacer en ese declinar del mundo antiguo,176 y en esa extinción de la esclavitud que, con tanto desenfado, suele atribuirse la Iglesia Católica. Aparte de que una religión –es decir, una superestructura- no puede alterar los fundamentos económicos de un régimen del cual es un reflejo ideológico, el cristianismo no sólo toleró la esclavitud sino que la sancionó en abundantísimos concilios. Para no recordar más que un ejemplo, el concilio de Gangra, en el año 324, resolvió en uno de sus cánones que “si alguno, bajo pretexto de piedad religiosa enseñase al esclavo a no estimar a su señor, o a sustraerse del servicio, o a no servir de buena gana y con toda voluntad, caiga sobre él el anatema”.177 Al final del mundo antiguo, pues, las grandes extensiones de terreno estaban subdivididas en parcelas y confiadas a colonos libres que pagaban, en retribución, un interés anual fijo. Esos colonos, sin ser propiamente esclavos, tampoco eran hombres totalmente libres. Entre las ruinas del mundo antiguo ellos fueron los primeros indicios del nuevo régimen económico que empezó a desarrollarse, fundado no ya sobre el trabajo del esclavo y del colono, sino del siervo y del villano. Aunque desde el punto de vista de los explotados no había variado en mucho la miseria, algunas diferencias se insinuaban. El esclavo era un objeto, no una persona. Al comprarlo, el amo le aseguraba una existencia miserable pero segura; no tenía para qué pensar en su sustento ni temer la competencia del trabajo ajeno. Los villanos, descendientes de los colonos romanos, eran en cambio libres o “francos”. No se vendían, se ofrecían. Cuando querían vivir del fruto de su trabajo, buscaban un propietario que tuviera tierras para explotar, y le proponían cultivar un lote a cambio de una compensación. El pedido del trabajador constituía un acto jurídico llamado súplica, precaria; la aquiescencia del propietario constituía otro acto llamado concesión, prestaria. Con tal que le dejasen trabajar un pedazo de tierra, el villano se comprometía a entregar al señor una parte del fruto de su trabajo y, además, determinados servicios personales. El villano era, pues, más libre que el esclavo en cuanto sólo reconocía una autoridad que él mismo se había impuesto. Teóricamente, ese acto de derecho privado constituye ya todo el régimen feudal; régimen que supone, como acabamos de verlo, un lazo contractual de vasallaje entre hombres con poderes y necesidades diferentes. Teóricamente también, si el villano pactaba con un señor como hombre libre, el siervo ni pactaba ni era libre. Descendientes de los antiguos esclavos, estaba como ellos al servicio total de su señor y no podía, en ningún momento, abandonarlo.178 En la práctica, sin embargo, el villano (libre) se aproximaba al siervo (no libre) algo más de lo que permite creer ese distingo, y muchos por eso se resisten a trazar tales diferencias dentro de los que llaman, simplemente, “campesinos”. 179 Dueño de la tierra, forma fundamental de la riqueza, el señor era dueño además de los instrumentos más esenciales de la producción, especialmente los molinos. El trigo, por ejemplo, que los campesinos cosechaban, debía de ser molido en el molino del señor.180 Desde el punto de vista de los dueños de la tierra, la servidumbre vino a traer una marcada ventaja sobre la esclavitud. Para adquirir esclavos y mantenerlos, se necesitaba un gran capital. La servidumbre en cambio, no requería ningún gasto: el siervo se costeaba su propia vida y todas las contingencias del trabajo corrían por su cuenta. La servidumbre pues, representaba la única manera que el patrón tenía de sacar provecho de su propio fundo; y para los cultivadores constituía la única manera de proveer a su propio sostenimiento. Sobre la tierra prestada, el vasallo trabajaba o hacía trabajar, pues como él a su vez podía a cambio de ciertos servicios de que se beneficiaba traspasar a otras manos la misma tierra que había recibido, resultaba que un vasallo con respecto a un determinado señor, podía ser a su vez señor con respecto a sus vasallos. Los auténticos trabajadores de la tierra eran, naturalmente, los siervos; y en esa larga jerarquía de señores y vasallos, el mundo feudal reposaba sobre los hombros de los siervos181como el mundo antiguo sobre los hombros del esclavo. Lo que el siervo producía en un trabajo sin descanso, iba pasando como tributo de mano en mano, desde el villano al castellano, desde el castellano al barón, desde el barón al vizconde, desde el vizconde al conde, desde el conde al marqués, desde marqués al duque, desde el duque al rey. En esta larga lista, que sufre algunas variantes según las épocas y las regiones, cada grado implicaba vasallaje con respecto al superior y señorío con respecto al inferior. Pero si en el sentido vertical –para hablar gráficamente- había relaciones más o menos claras de jerarquía, en el sentido horizontal –entre condes o entre barones, pongamos por caso, inter pares- las relaciones no estaban de ninguna manera reguladas. Los conflictos brotaban por eso de manera espontánea e inextinguible. En el lenguaje de los teóricos de la edad media, el feudalismo conocía tres “variedades” sociales: los bellatores, o guerreros; los oratores o religiosos; los laboratores o trabajadores. Si comparamos esas “variedades” a lo que sabemos del mundo antiguo no encontraremos superficialmente ninguna diferencia. Pero tan pronto se escarba un poco aparece un matiz bastante original: con excepción de Egipto, que tenía una casta sacerdotal poderosa, ni Grecia, ni Roma tuvieron una Iglesia francamente independiente. En Grecia los sacerdotes eran elegibles, y muchas veces figuraron mujeres entre ellos. El Estado y la religión, íntimamente impregnados, no se habían diferenciado aún en órganos distintos. El monopolio del culto de que disponían los patricios hizo de los sacerdotes, “funcionarios” de una clase que consideraba a la religión como uno de sus tantos sistemas de dominio. Estrechamente unidos a las clases directoras, los sacerdotes antiguos defendían con sus intereses los intereses de aquéllas, y para no recurrir nada más que al testimonio de Montesquieu vale la pena recordar que cada vez que en Roma una ley popular tenía probabilidades de ser votada, siempre se encontraba algún augur que descubría en el cielo signos desfavorables, y la asamblea quedaba disuelta de inmediato... 182 Las transformaciones de la sociedad durante el feudalismo en el dominio religioso, con respecto a la antigüedad, algunas diferencias de importancia, aunque sin alterar su contenido de clase. La religión cristiana, que encarnó en sus comienzos los ideales confusos, pero rebeldes, de los explotados de Israel,183 encontró entre los desposeídos de Roma una atmósfera propicia para su difusión.184 Perseguida al principio como una amenaza, fue atenuando poco a poco el ímpetu de los comienzos, y cuando en el curso de pocos siglos se convirtió en religión del Imperio, había perdido totalmente su primitiva significación. Los gritos contra la propiedad privada y la expoliación de los poderosos, que resonaron todavía durante algún tiempo entre los primeros padres de la iglesia, se fueron extinguiendo185 no sin protesta de las masas. En vez de enardecer su rebeldía con la voz varonil de los primeros profetas –el iracundo Miqueas, el vigoroso Isaías, el tremendo Ezequiel-, el cristianismo canalizaba hacia un más allá extraterreno sus inquietudes y sus esperanzas. Mientras el esclavo sufría al amo, y el siervo al señor, el cristianismo proclamaba que unos y otros eran iguales ante Dios. Hallazgo maravilloso que dejaba en la tierra las cosas tal como estaban, mientras llegaba el momento de resolverlas en el cielo Después de la intransigencia de Tertuliano vinieron los acomodos de Minucio, y mientras el puro cristianismo186 se refugiaba en la soledad para mortificar la carne pecadora, los obispos derivaban hacia las fundaciones piadosas la riqueza de los laicos. En manos de un clero disciplinado, los dominios de la Iglesia se fueron ensanchando, y entre los tantos señoríos en que el mundo antiguo se disgregaba, la Iglesia se presentó como otro señorío: terrateniente y guerrero igual que todos.187La abadía del Monte Saint Michel, por ejemplo, fue una de las plazas fuertes más poderosas de la Edad Media.188 Historiando los orígenes de la moneda, Ernesto Curtius ha dicho que “los templos han sido la cuna de la civilización monetaria, como que la superficie de las piezas que servían de moneda, llevaron durante mucho tiempo el emblema sagrado”.189 El templo de Delos, como es bien notorio, no sólo acumulaba grandes riquezas sino que las prestaba a los particulares o al Estado. El deudor, naturalmente, proporcionaba hipotecas y presentaba fiadores. En caso de insolvencia, el dios embargaba sus bienes y los de los fiadores. La iglesia católica continuaba, pues, en este particular, las tradiciones más venerables, y lo hizo con un celo tan cumplido que en pocos siglos tuvo entre sus manos casi todo el control de la economía feudal. Establecimientos de economía cerrada, los monasterios eran ya a comienzos del siglo VIII las avanzadas más firmes del comercio y de la industria: en el año 794, en el monasterio de Tours, 20,000 hombres trabajaban a las órdenes de Alcuino. Justo es decir que San Bernardo, el monje más ilustre de la Edad Media, se opuso como nadie a esa irrupción del oro en los retiros santos; pero apenas había dejado de vivir cuando ya la orden cisterciense que él había animado con su soplo no sólo volvió a comerciar con el trigo y los viñedos, sino que adquirió además una marina mercante poderosa para no depender de nadie en el tráfico por ríos y por mares... 190 ¿En virtud de cuáles circunstancias adquirieron los monasterios la supremacía económica que explica su hegemonía social y, por lo mismo, pedagógica. El problema es complicado y se refiere nada más que a los orígenes del poder económico de la Iglesia. Pero aun a riesgo de incurrir aparentemente en un exceso de esquematismo, podríamos resumir en una línea la respuesta: porque los monasterios fueron a lo largo de la Edad Media poderosas instituciones bancarias de crédito rural. En un régimen como el feudal, basado exclusivamente en el trabajo de la tierra, resulta redundante subrayar la importancia de una institución que no sólo tomó entre sus manos la dirección de la agricultura, sino que organizó laboriosamente la primera economía estable191 que se conozca: economía exenta, en gran parte, de los medios de adquisición violenta que caracterizaron al mundo feudal.192 La economía del señor feudal descansaba en primer término, sobre un conglomerado de productores serviles que trabajaban para él sin ajustarse a un plan común; y en segundo término, sobre las riquezas aleatorias que las guerras y el saqueo procuraban. La economía monástica se apoyaba, en cambio, sobre una organización de trabajo con reglas precisas de disciplina. El castillo feudal era casi en exclusivo la tienda de campaña en que el señor se reposaba del saqueo o se preparaba para el saqueo. El monasterio, por el contrario, constituía una lección viviente de trabajo organizado y “racionalizado”, a punto tal que debió influir no poco sobre las posteriores burguesías. Cuanta fortuna llegaba a manos del noble era para ser gastada: el fausto y la prodigalidad son rasgos del señorío. Cuanta fortuna llegaba, en cambio, a manos del monasterio, era de inmediato acumulada y acrecentada. Es bien sabido, por otra parte, que la causa esencial del celibato impuesto a los religiosos fue impedir que las riquezas pasaran a herederos particulares en vez de concentrarse en la comunidad. Sería bien ingenuo, por eso, atribuir solamente a la superstición y a la ignorancia de los tiempos, la influencia efectiva de los monasterios. En una época en que la agricultura era rudimentaria y la técnica atrasada, y en que la seguridad de la vida se había vuelto poco menos que imposible, la riqueza de los monasterios los convirtió, como dijimos, en instituciones de préstamo y en centros poderosos de crédito rural. A cada rato, pésimas cosechas exponían al campesino a morirse de hambre. 193Para capear los malos tiempos debía recurrir a alguien. ¿Quién mejor que el monasterio para asegurarle esa ayuda, aunque la ayuda implicase naturalmente una hipoteca?194 Operación excelente que alguna vez -¿por qué no?- salvó al campesino, pero que las más de las veces “obligó” al monasterio a quedarse con sus tierras... Si eso ocurría con respecto a los campesinos, no otro origen tenía también la situación de relativo privilegio conquistado por los monjes respecto a los señores. Prestamistas de reyes y de príncipes, los monasterios se aseguraban mediante convenios pecuniarios la relativa tranquilidad en que vivían, y mientras por un lado detenían el poder arbitrario de los señores, absorbían por el otro las parcelas de los labriegos. 195 Si comprendemos así el poder del monasterio, un factor importante nos queda aún por aclarar. Se repite con muchísima frecuencia que el monasterio ennobleció al trabajo manual que la antigüedad había despreciado. La leyenda es tan falsa como la relativa a la participación del cristianismo en la liberación de los esclavos. Que en los monasterios se trabajaba y de acuerdo a un plan preciso, lo hemos dicho ya. Pero eso no implica afirmar que todos los miembros del monasterio trabajasen como si fuera aquello una primitiva comunidad sin clases, o una iglesia cristiana de los primeros tiempos. 196No sólo el abad del monasterio pertenecía siempre a la nobleza –San Bernardo, por ejemplo, era de la casa de Borgoña197- sino que “los trabajos más penosos –es el historiador benedictino Besse quien lo dice- estaban a cargo de siervos y de esclavos”. Dentro de los monasterios, tenidos por algunos como modelo de la “vida perfecta”, la división en clases sociales continuaba idéntica: de un lado los monjes destinados al culto y al estudio; del otro, los esclavos, los siervos y los conversos, destinados al trabajo... 198 Con semejante poderío nada tiene de asombroso que fueran también los monasterios, las primeras “escuelas” medievales. Desde el siglo VII los monasterios cubrían la totalidad de los países que habían compuesto el viejo imperio romano. Desaparecidas las escuelas “paganas”, la Iglesia se apresuró a tomar entre sus manos la instrucción. Mas como la influencia de esos monasterios desde el punto de vista cultural ha sido interesadamente exagerada, digamos que las escuelas monásticas eran de dos categorías: unas destinadas a la instrucción de los futuros monjes, “escuelas para oblatos”, en que se daba la educación religiosa que entonces se tenía por necesaria, y que a nosotros en este momento no nos interesa; y otras, destinadas a la “instrucción” del bajo pueblo –las verdaderas “escuelas monásticas”-. Apresurémonos a decir que en esas escuelas –las únicas a las cuales las masas podían concurrir- no se enseñaba a leer ni a escribir como que tenían por objeto, no instruir sino familiarizar a las masas campesinas con las doctrinas cristianas y mantenerlas por lo tanto en la docilidad y el conformismo. Herederas de las escuelas catequistas de los primeros tiempos del cristianismo, estas otras escuelas no se preocupaban de “instruir” sino de predicar, y si se recuerda que para la Iglesia todo lo que no aleja al hombre del pecado es positivamente dañoso, nada tiene de extraño que lejos de preocuparse por el nivel cultural de las masas les cerrara cuidadosamente los caminos que pudieran elevarlas. ¿Para qué malgastar en la educación contraproducente de las masas cuando ese mismo benedictino historiador ya mencionado ha escrito no hace mucho, con hiriente franqueza, que los jornaleros de los monasterios –hommes de peine-, por el hecho de ser analfabetos “presentaban más resistencia a la fatiga y eran capaces de soportar una tarea más larga y más penosa”?199 Si los monjes hubieran sido tan ignorantes como los campesinos –y así ocurría en algunos monasterios muy pobres-, el reproche de opresores hubiera sido injusto, pero ya hemos visto que en el interior del convento las exigencias de la economía rural los habían forzado a una instrucción verdaderamente superior. El “saber del vulgo” y el “saber de iniciación”, de que alguna vez hablamos, resurgen aquí con su crudeza. Durante la Edad Media el que tenía interés por el estudio y no era hijo de siervo sólo podía satisfacer su curiosidad ingresando a un monasterio, es decir, aislándose del resto y levantando una muralla entre su cultura y la ignorancia de las masas. Cuando se dice que los monasterios fueron durante la Edad Media las únicas universidades y las únicas casas editoras, hay que entenderlo en el sentido de “universidades aristócratas” y de “ediciones para bibliófilos”. Dado el tiempo enorme de que disponían y la dicha de disfrutar de sosiego en un tiempo de tumultos perennes, lo que asombra no es pues que algo supieran de las ciencias, sino lo poco que llegaron a saber. Isidoro de Sevilla (570-636), uno de los representantes más perfectos de esos tiempos, reunió en un solo volumen llamado Orígenes o Etimologías todos los conocimientos que a su juicio merecían interés. Aunque tiene un índice impresionante – desde la medicina a la astronomía y desde la metalurgia a la geografía- no pasa de un volumen y se reduce por lo general a un cargoso catálogo de nombres. Verdad es que dos siglos después de la muerte de Isidoro, y a medida que el Imperio se reconstruía, los monasterios debieron crear al lado de las escuelas para oblatos –es decir para los niños destinados a la vida monástica- otras escuelas llamadas “externas”, con destino a los clérigos seculares y a algunos nobles que querían estudiar sin la intención de tomar los hábitos. La designación de “externas” se presta a errores: eran externas en el sentido de que estaban situadas fuera del recinto del convento, pero no en el sentido de que los alumnos concurrieran a ellas ciertas horas y se retiraran después a sus hogares. Verdaderos “internados” en la acepción moderna del vocablo, esas escuelas sometían a los alumnos a una disciplina rigurosa que duraba muchos años. El Diario de Walafrido Strabo –un alumno de la escuela del monasterio de Reickenau, durante los años 815-823-, nos ha revelado por lo menudo la vida en esas escuelas y el carácter de sus métodos. De lo que eran estos últimos nos podemos formar una idea por el siguiente detalle: no sabiendo una palabra de latín, le enseñaron a leer en latín, es decir, sin comprender una línea de lo que leía. A punto tal que el día en que le cayó entre las manos un libro escrito en su idioma materno, el desdichado muchacho se extrañó no poco al descubrir que “se pudiera leer y comprender al mismo tiempo lo leído”...200 Gramática, retórica y dialéctica eran las columnas fuertes de la enseñanza.201 Pero es bueno destacar que en los ejercicios de las dos últimas se recurría frecuentemente a las colecciones jurídicas en busca de los temas que los alumnos habían de tratar en discursos y réplicas, y que algunos otros ejercicios llamados, un poco despectivamente, dictamen prosaicum, orientaban a los alumnos en la redacción de cartas, documentos y escritos de carácter mercantil. Los profesores de Walafrido –desde el abad al magíster de gramática- habían desempeñado en más de una ocasión misiones importantes a pedido del emperador, y hasta habían sido alguna vez sus embajadores. Muchas observaciones de la propia experiencia pasaban a veces a sus lecciones y les daban entonces, según dice Walafrido, un relieve “plástico”. Los compañeros le hablaban, en cambio, de castillos y palacios, de residencias de duques y de espléndidas fiestas. Apenas rendido el examen de gramática, los veía por eso abandonar la escuela a casi todos, para continuar lejos de ella la instrucción caballeresca que la escuela del monasterio no impartía. Juristas doctos, secretarios prácticos y dialécticos hábiles, capaces de aconsejar a emperadores y de hacerse pagar largamente los servicios, eso era lo que producían las escuelas “externas” del monasterio. ¿Dónde se formaban los guerreros –los bellatores- esos mismos guerreros que sacaban a sus hijos de la escuela del monasterio tan pronto aprendían la gramática. Los señores, preocupados con ensanchar sus riquezas por la violencia y el pillaje, despreciaban la instrucción y la cultura. Aunque el noble a veces sabía leer, consideraba el escribir como cosa de mujeres. El mismo Carlomagno, que tuvo por profesor a Pedro de Pisa y Alcuino, y que tanto hizo por preparar en su reino juristas hábiles, intentó aprender a escribir, pero sin éxito. En igual forma también Díaz de Vivar, el Cid Campeador, que se ilustró bastante en derecho, cometía sin embargo, al escribir, errores “imperdonables”.202 El ajedrez y el verso llegaron a ser, a lo sumo, todos sus adornos, como la equitación, el arco y la caza todas sus faenas. En el sentido estricto, la nobleza careció de escuelas, aunque no de educación. Con un sistema parecido al de los efebos de la nobleza griega, la nobleza medieval formó sus caballeros mediante sucesivas “iniciaciones”. El joven noble, en poder de la madre hasta los siete años, pasaba luego como paje al servicio de un señor amigo. Escudero a los catorce, acompañaba al caballero a la guerra, a los torneos y a la caza, y cuando se acercaba a los veintiuno, solemnemente era armado caballero. De acuerdo a las exigencias de la clase social que interpretaba, la caballería fue una idealización de las virtudes guerreras. La fidelidad al señor pasó a ser el rasgo principal del caballero, como el torneo la principal preparación para la guerra. Verdad es que el noble, además de guerrero, era poseedor de un gran dominio poblado de siervos, y que la administración de ese dominio hubiera debido forzarlo a ciertas preocupaciones como gobernador y como juez. Pero sería ignorar la esencia misma del feudalismo si pudiéramos suponer por un momento que el caballero se preocupaba de esas nimiedades. Ningún noble pensó jamás en sus dominios sino como fuentes de rentas, ni en sus feudatarios sino como materia dispuesta para corveas, gabelas y multas. En su dominio abandonaba todas las funciones, aun la de distribuir justicia, en manos de administradores y de intendentes.203 El noble no se cuidaba nada más que de la guerra porque la guerra era su negocio.204 El caballero investido por la Iglesia como “bravo y leal”, como “defensor de peregrinos, de viudas y de huérfanos”, el caballero que hubiera considerado como la mayor de las humillaciones labrar con sus manos un pedazo de tierra, no encontraba reprochable asaltar los dominios del adversario, saquear sus campos, robarle sus ganados y hacerle algunos prisioneros de importancia para después pedir por ellos un rescate.205 Las guerras de señor a señor eran guerras de codicia,206y un noble tenía el honor tanto más susceptible cuanto más grande era su sed de tesoros. El noble que se echaba a conquistar reinos no iniciaba una guerra como las que nos son familiares hoy en día: es decir, para apoderarse de regiones industriales, de colonias con materias primas, de nuevos mercados de consumidores. Movía al noble no el deseo de procurarse fuentes de riqueza, sino la riqueza producida y acopiada: tal como la llevaban los ejércitos para su sostenimiento, tal como se encontraba abarrotando los castillos, tal como la podían pagar las ciudades sometidas a tributo.207 El Cid, aplicando tormento a Ben Iehhaf para hacerle confesar dónde había escondido el ceñidor de la sultana, es el “héroe” verdadero de la Edad Media, el “caballero sin mancha y sin reproche”. La literatura y la leyenda han rodeado la vida caballeresca de un halo tan engañoso que cuesta no poco acomodar la vista a la verdadera realidad. Los torneos, como fiestas de noble ocioso, sólo aparecieron en los tiempos de la decadencia. Durante el esplendor de la nobleza, los torneos eran operaciones lucrativas en las cuales cada caballero arriesgaba muy rara vez su vida.208 El peligro de muerte no era grande para un hombre protegido con toda la armadura. Lo peor que le podía ocurrir era ser volteado del caballo, y en ese caso, naturalmente, entregarse prisionero. El que vencía en el torneo se apoderaba del caballo y de las armas del vencido, lo cual significaba una fortuna. Porque los arreos del caballero eran carísimos, desde la loriga de cuero y el yelmo de hierro hasta el repuesto de espadas y la silla morzerzel. El caballo, además, tenía en esa época un precio exorbitante a causa de la desorganización de la cría y la penuria de la agricultura. En la España de la Edad Media un caballo equivalía a un rebaño de 25 bueyes, y la montura a otro tanto.209 Con semejantes riesgos pecuniarios, los torneos aunque mortales sólo por accidente, muy poco tenían de reverencias, y en cuanto al vencedor, que no llegaba a tal sino después de haber recibido buenos golpes, rara vez quedaba para un desfile de espectáculos. En Lagny, por ejemplo, más de tres mil caballeros combatieron a la vez, y cuando concluido el torneo se buscó a Guillermo, el mariscal, para proclamarlo triunfador, se lo encontró en una herrería con la cabeza sobre un yunque, mientras el herrero, con martillazos y tenazas, forcejeaba por librarlo de su casco.210 La prisión, además, que encada castillo existía, no era cárcel para hacer purgar los delitos de los vasallos, sino lugar seguro para guardar “secuestrados” de importancia. Y cuando las cosas apuraban, el señor del castillo no tenía ningún pudor e bajar él mismo en persona a desvalijar en el camino hasta a los mismos juglares que pasaban. Y estos señores eran, unas veces un caballero catalán; otras veces, un rey de Navarra.211 Reyes de tal linaje tenían los vasallos que se merecían. Como el rey no estaba unido a los nobles sino por el juramento de fidelidad que éstos le prestaban, semejantes relaciones cesaban en cualquier momento por voluntad de cualquiera de las partes. Si un rey podía echar de sus tierras a un vasallo sin razón ninguna, un vasallo podía retirarle también el juramento de fidelidad y hasta guerrearle si le placía. Cuando el Cid en desgracia se puso al servicio de los moros no tuvo inconveniente en atacar las tierras del rey de Aragón, donde robó y cautivó durante cinco días. El conde de Carrión sirvió también, con sus armas, al hijo de Almanzor; y hasta Tancredo, el Cruzado, no tuvo empacho en guerrear a Balduino, ¡con el apoyo del emir de Alepo!. La gran propiedad de entonces no consistía, como se puede creer, en latifundios. Lo mismo la señoril que la monástica se hallaba muy diseminada, lo cual obligaba a los señores a andar con su mesnada de heredad en heredad a fin de consumir los frutos de cada una. Continuos gastos y peligros surgían de esas andanzas, y más de una vez los rencores de un vecino la transformaban en catástrofe. Semejante género de vida tenía necesariamente que arruinarlos. Para hacer la guerra tal como ellos la practicaban –unas veces por su partido, otras veces contra su partido, pero siempre en su provecho- les era necesario mantener una mesnada39 que exigía un derroche de armas, tiendas, escuderos y caballos. La prodigalidad, además, que distinguía al señor frente a la estrechez del villano, lo forzaba a gastos desmesurados, y como él no era un productor sino un parásito que explotaba a sus vasallos, nunca sabía ni lo que entraba ni lo que salía. Por urgencias de dinero se fue desprendiendo poco a poco de muchos de sus privilegios, y cuando en sus propios dominios se empezó a formar una nueva clase que pedía un puesto al sol, no tuvo más remedio que poner precio a esa libertad. Y tal es el origen de la leyenda del señor “generoso” que liberaba siervos, como en otros tiempos del “austero” romano que libertaba esclavos. El origen de la nueva clase social que empezó a formarse en la Edad Media es un poco oscuro. Pero irrumpe en la historia en el momento en que una transformación económica importante conmueve las bases del feudalismo. Hasta el siglo X las ciudades no podían ser más miserables. Los habitantes eran en su mayoría artesanos y domésticos al servicio de un señor, en condiciones de sumisión idénticas a las de los siervos en la campaña. Pero a partir del siglo XI progresivas modificaciones en la técnica trajeron un florecimiento del comercio. Hasta ese momento el señor que era dueño de la ciudad o burgo,40 sólo tenía que comprar muy escasos objetos de lujo venidos del Oriente. Los campesinos de sus dominios le traían alimentos y materias primas que los artesanos de su ciudad le trabajaban. Mas tan pronto el dinero entró en circulación, el señor encontró ventajoso permitir a sus artesanos –mediante retribuciones económicas- que en vez de trabajar únicamente para él se dieran a producir para los otros, y autorizó al mismo tiempo que al castillo entraran y salieran mercaderes.41 La ciudad se hizo así un centro de comercio donde los productores cambiaban sus productos. Una profunda transformación arrancó desde allí. Fortaleza hasta ayer, empezaba desde hoy a ser mercado. Sus habitantes, los burgueses, acabaron por fundirse en una clase predispuesta a la vida pacífica y urbana, bien distinta de la guerrera y rural de la nobleza. La transformación económica no repercutió únicamente sobre las ciudades. En cuanto el siervo y el colono encontraron en ella un mercado para sus productos, empezaron a pagar en dinero las rentas que debían al señor, y a vislumbrar, al mismo tiempo, la posibilidad de limitar de alguna manera su poder. Sublevaciones en las ciudades y en las campañas, informaron a los nobles de que los tiempos empezaban a cambiar. Los burgueses reunidos en agrupaciones juramentadas de ayuda mutua, masacraron a algunos señores, religiosos y laicos. Saludable medida que, aunque inspiró naturalmente respuestas feroces, sugirió a la larga la necesidad de reformar un poco el estado de las cosas. El señor otorgó entonces una carta a la ciudad mediante la cual limitaba su propio poder. Lo que esa carta tenía de esencial podía reducirse a lo siguiente: el señor dejaba de imponer tributos o multas a capricho; y desde ese momento, se ajustaba a una tarifa. Análogas cartas de franquicia consiguieron por su parte los colonos, y no quedaron excluidos ni los siervos. Los campesinos y burgueses compraron al señor el poder arbitrario que mantenía aquél sobre sus bienes. Semejante vuelco en la economía y en las relaciones entre las clases tenía necesariamente que repercutir en la educación. La aparición de las burguesías de las ciudades obligó a la Iglesia a desplazar el centro de gravedad de su enseñanza. Si hasta el siglo XI pudieron bastar las escuelas de los monasterios, se hacían necesarias ahora las escuelas de las catedrales. De manos de los monjes, la enseñanza pasó a manos del clero secular. Perdido en las soledades rurales, el monasterio no podía ya sostener la hegemonía de la Iglesia en un tiempo en que el comercio nacía en las ciudades, y empezaba a exigir otra instrucción. La burguesía, es necesario destacarlo, no tenía entonces la más mínima intención revolucionaria. Recién nacida como clase, se hallaba entonada, a lo sumo, por las cartas de franquicia que había arrancado a la nobleza. Por numerosos que fueran sus conflictos con los señores, la burguesía de la época no era de ninguna manera antifeudal; aspiraba simplemente a tener un lugar dentro del régimen feudal, de acuerdo a sus intereses económicos y políticos. Con el lenguaje de Marx podríamos decir que la burguesía aunque clase en sí no era todavía clase para sí; es decir, carecía de la conciencia de sus intereses como distintos a los intereses del feudalismo. No perdamos de vista estos caracteres para comprender todas las transacciones, componendas y tanteos que desde el siglo XI hasta el siglo XVIII señalan el movimiento lento pero ascendente de la burguesía. Las escuelas catedralicias, a decir verdad, habían existido desde siglos atrás con una organización semejante a las monásticas y con la división también en externas para los laicos e internas para el clero. La teología, por supuesto, estaba en el centro de sus preocupaciones pedagógicas. “Amar y venerar a Dios” era para Alcuino, la suprema aspiración del sabio. Con semejante idea, inútil añadir que en las escuelas de las catedrales, como en las escuelas de los conventos, lo que menos importaba era la instrucción. El rezo coral, por ejemplo, tenía más importancia a sus ojos que “las siete artes liberales juntas”, y gracias al esmero que pusieron en cultivarlo no puede sorprendernos al renombre de la escuela de Metz, famosa en todo el imperio por la enseñanza que daba a los cantores. Pero bajo la influencia de la nueva burguesía que exigía su parte en la instrucción, la escuela catedralicia fue en el siglo XI el germen de la universidad.42 La fundación de la universidad equivalió en el dominio intelectual a una nueva “carta de franquicia” de la burguesía.43 Si hacemos memoria de lo que dijimos hace un rato, recordaremos que la burguesía consiguió triunfar en sus primeras escaramuzas contra los señores mediante asociaciones juramentadas. Las guildas y corporaciones habían favorecido no poco a los comerciantes de la antigüedad y pesaron bastante en la Roma del siglo III. Resurgían ahora con renovado vigor y no sólo aseguraban a la burguesía sus triunfos económicos sino que le iban a permitir además su primera victoria intelectual. La palabra universidad –universitas- se empleaba en la Edad Media para designar una asamblea corporativa cualquiera, lo mismo de zapateros que de carpinteros. Nunca se la usaba por eso en un sentido absoluto y decir por ejemplo, “Universidad de Bolonia”, no era nada más que una abreviatura cómoda para designar la “Universidad de los maestros y estudiantes de Bolonia”. En sus comienzos, las universidades fueron reuniones libres de hombres que se propusieron el cultivo de las ciencias. La expansión del comercio que está en la base de este renacimiento –y que llevó a los cruzados a conquistar los Dardanelos- había ensanchado de tal modo el horizonte de la época que corrientes de todo orden empezaron a remover la atmósfera de Europa. Mientras en el orbe cristiano se aseguraba, por ejemplo, que el mundo era plano, algunos ecos llegaban de que los califas de Córdoba enseñaban la geografía con esferas. La burguesía, que sentía más que nadie el contenido vital de esos problemas, comprendió la necesidad de crear una atmósfera intelectual más adecuada. La universidad le dio ese ambiente. Como todas las corporaciones, sometía a sus miembros a una sucesión de pruebas y de grados. Es sabido que el artesano44 que deseaba trabajar en un oficio cualquiera debía inscribirse en el gremio respectivo, trabajar un primer tiempo como aprendiz, y un segundo como oficial, antes de llegar a maestro. En la universidad, igualmente, el muchacho que deseaba estudiar las artes liberales, adquiría paso a paso, en un proceso parecido, el grado de bachiller, licenciado y doctor, un rasgo sumamente original que no existía en otras corporaciones hizo además de la universidad la primera organización francamente liberal. No solamente los estudiantes determinaban cuándo debían comenzar las clases, qué tiempo debían durar, etc., sino que el mismo grupo gobernante sólo tenía poderes delegados.45 Los estudiantes fiscalizaban a los profesores de una manera que asombraría no poco a los antirreformistas de hoy que quieren volver al reinado de la toga y del birrete: si el doctor saltaba un párrafo del libro que comentaba, los alumnos le imponían una multa; si se eximía de aclarar una dificultad diciendo que eso lo verían más tarde, multa; si insistía demasiado sobre ciertos desarrollos, multa...46 La fundación de las universidades abrió para la burguesía la participación en muchos de los beneficios de la nobleza y del clero que hasta entonces le habían sido negados. Uno de los privilegios municipales otorgados por Alfonso de Poitiers en el sigloñ XIII, por ejemplo, fue el de permitir a los hijos de burgueses el ingreso a las órdenes religiosas. Y si esto es ilustrativo con respecto a la Iglesia, la lenta formación de la nobleza llamada “de toga”, por oposición a la auténtica “de espada”, señala también cómo por intermedio de las universidades la burguesía se apoderaba de la justicia de la burocracia. La conquista de un título universitario ponía el buen burgués casi a ras de la nobleza, y desde el momento en que investía orgulloso los signos de la dignidad doctoral –el birrete y la toga, el anillo y el libro- ya empezaban a mirarlo como a un noble.47 Para él, privilegio en los procesos; para él, la precedencia en el paso. Entre los más ilustres doctores en leyes las ciudades elegían ahora, sus embajadores y oficiales, los mismos que hasta ayer habían sido elegidos en el clero. Escribían los doctores los documentos de más responsabilidad y es bien sabido que fue Rolandino Passeggeri el redactó la enérgica respuesta de la comuna de Bolonia a una carta amenazante de Federico II.48 La iglesia y los reyes trataron por eso de tener a las universidades bajo su influencia, y aunque muchos fueron los reyes que tomaron por su cuenta la iniciativa de fundarlas y otorgarles privilegio –como hizo por ejemplo, Federico I con la universidad de Bolonia en 1158, concediendo a los estudiantes hasta un tribunal de justicia nada más que para ellos- la Iglesia todavía poderosa no se dejó de ningún modo desplazar: la facultad de Teología se colocó de inmediato a la cabeza. Los estatutos de 1317 prescribían que el rector de Bolonia debía de ser escolar clérigo, soltero y llevar hábitos. Pero aunque nominalmente eclesiástica, la universidad era por su espíritu, seglar. Bajo el pontificado de Inocencio II, la universidad de París tuvo un conflicto con el canciller de la catedral. Pretendía éste que los candidatos a la licencia le jurasen fidelidad. Sospechaba que el control se le escapaba de las manos y hablaba por eso de las asambleas de profesores -él las llamaba “conjuraciones”- con la misma indignación que los obispos del siglo XI se referían a esos “conventículos” de villanos que consiguieron, a la postre, las cartas de franquicia para las ciudades. El Papa hizo de árbitro. Fiel a su política, previó la grandeza futura de la universidad y falló a su favor esperando su reconocimiento. La exigencia de que el rector fuese clérigo cayó en desuso.49 Los intereses intelectuales, exclusivamente religiosos al principio, llegaron a ser después filosóficos y lógicos. La áspera disputa entre nominalistas y realistas, que llena el final de la Edad Media, no era absurda ni grotesca. Bajo la aparente puerilidad de sus posiciones filosóficas latía el conflicto profundo del feudalismo con la burguesía. Casi todas las herejías encontraron, en efecto, su justificación en los nominalistas, como toda la ortodoxia hablaba por boca de los realistas. En los tiempos en que afianzaba orgullosamente su poderío, la Iglesia había lanzado por boca de San Agustín su afirmación orgullosa: “creo para comprender” –credo ut inteligam-; en estos otros en que empezaba a sentirse amenazada, Abelardo invertía la divisa de Agustín; “comprendo para creer”. Un esbozo tímido pero innegable del racionalismo burgués asomaba en esa frase, sin que el teólogo que la pronunciaba tuviera por supuesto la más mínima conciencia. Por eso, si la burguesía volteriana de fines del siglo XVIII hubiera adquirido un más fino sentido de la historia, lejos de condenar precipitadamente a toda la Edad Media hubiera reconocido en Roscellino, Abelardo y Guillermo de Occam a sus primeras avanzadas.50 Pero aunque heterodoxos, no eran todavía incrédulos. Atrevidos en la interpretación de los dogmas, aceptaban, con todo, la revelación. La incredulidad no puede aparecer sino cuando se descubre que al lado de la religión que se profesa hay otras religiones que no están desprovistas de razón.51 Eso ocurriría recién un siglo más tarde, cuando el comercio y las cruzadas trajeran un conocimiento más exacto del islamismo y del judaísmo. La riqueza de los comerciantes y de los industriales que en el siglo V de Atenas hizo surgir a los sofistas, y en el II de Roma a los retores, venía creando, ahora en las universidades medievales, la atmósfera adecuada para que surgieran los doctores. Riquezas de comerciantes y de artesanos animaban en efecto a las universidades. Desde el rector hasta los estudiantes eran todos hombres de fortuna. No sólo el modo de vestir y el séquito de los rectores imponía gran dispendio, sino también el de los mismos profesores. Pero hay un rasgo que los señala además con perfil particular: todos, casi sin excepción, eran usureros.52 Sus retribuciones les venían en parte de los propios alumnos, en parte de las rentas de la ciudad. Mas ya hemos visto que recibían encargos oficiales y particulares, a los que se añadían el comercio en libros, y los préstamos a los alumnos. El solo hecho de que la enseñanza era pagada, ilustra bastante sobre el carácter de los alumnos que la recibían. Eran éstos de condición desahogada, lo suficiente no sólo para remunerar a los maestros sino para vivir en las pensiones, costear los viajes y pagar las larguísimas retribuciones que equivalían en cierto modo a los aranceles de nuestras universidades. La ceremonia final de la aprobación o conventario, por ejemplo, exigía muchos gastos. El laureado debía hacer varios regalos al promotor –nuestro padrino de tesis-, a los doctores que lo habían examinado, al doctor que había tenido a su cargo el sermón de clausura.53 Y si esto era al final, la entrada no le imponía gastos menores. Los mismos estudiantes exigían del “nuevo” que no sólo soportara pacientemente las burlas y castigos con que lo iniciaban, sino que costeara además un abundante festín con su peculio. Estas exigencias parecen contradecir un poco el carácter tradicional del estudiante de la Edad Media que anda siempre en apuros de dinero y que hasta roba o pide limosna para conseguirlo. La mayoría, cierto es, no tenía mucha blanca en los bolsillos. Pero reconocer esto último no tiene nada de contradictorio con lo que hemos dicho un poco antes: la vida disipada que llevaban –juego, bebida y mujeres- explica de sobra por qué se quedaban sin dinero casi el mismo día en que habían recibido del padre la pensión.54 De esos desórdenes,55 y del deseo de la vida aventurera propio de la juventud, nació el tipo de estudiantes vagabundo o goliardo que fue, con los soldados, terror de tabernas y de huertas. Pero estos estudiantes –burgueses desclasados y hasta nobles- conservaban bien claras sus diferencias con los pobres diablos. Un himno de la época, de carácter blasfematorio, muy común entre los estudiantes ingleses, subraya netamente el carácter de la clase a que pertenecía al estudiante medieval: “Dios, tú que has creado a los labriegos para servir a caballeros y escolares, y has puesto en nosotros odio hacia ellos, déjanos vivir de su trabajo, gozar de sus mujeres y darles muerte, en fin: por nuestro señor Baco, que debe y alza su vaso, por los siglos de los siglos, amén.”56 Mientras la burguesía más rica triunfaba en la universidad, la pequeña burguesía invadía las escuelas primarias. A mediados del siglo XIII, los magistrados de las ciudades comenzaron a exigir escuelas primarias que la ciudad costearía y administraría. Se trataba a todas luces de una iniciativa que iba directamente contra el control que la Iglesia mantenía. Los avances de la gran burguesía en la universidad no comprometían mucho ese control. Pero aspirar a dirigir escuelas municipales, significaba casi un cartel de desafío. La lucha aquí no fue tan fácil, y antes de conseguir este otro triunfo, dos siglos todavía debían transcurrir. Mientras tanto, las ciudades debieron resignarse a admitir en sus escuelas la inspección de la Iglesia, y hasta ocurrió no pocas veces que el maestro que enseñaba en la escuela de la catedral fuera el mismo que enseñaba en la escuela del municipio. La enseñanza que en ellas se dictaba tenía ya más contacto con las necesidades prácticas de la vida. En vez del latín, la lengua materna;57 en vez del predominio total del trivium y cuadrivium, nociones de geografía, de historia y de ciencias naturales. No se crea, sin embargo, que las escuelas municipales eran gratuitas. Aunque el municipio pasaba un cierto sueldo a los maestros –sueldos de hambre, naturalmente- los alumnos retribuían los servicios del maestro según las dificultades de la materia.58 Se trataba siempre, como se ve, de escuelas para privilegiados y no podía ser de otra manera. La burguesía, lo repito, no tenía en esa época nada de revolucionaria. Reformadora, a lo sumo, crecía y prosperaba dentro del molde feudal. Su primer triunfo, el de las cartas de franquicia, consistió en conseguir para toda la ciudad los derechos reconocidos únicamente a los señores. En ese sentido se ha podido designar a la comuna como un “señorío burgués”, y es bajo el disfraz de ese señorío que la burguesía avanzaba cautelosamente. Pero antes de continuar destaquemos una vez más un rasgo de importancia: si para la Iglesia y el señor feudal la escuela no significó nunca ilustración “popular”, para la burguesía en ese instante no tenía tampoco tal sentido. Impregnadas del espíritu de las corporaciones, las primeras escuelas de la burguesía presentaban el carácter cerrado de los gremios. Para las corporaciones de los maestros, todo lo que se refería a la enseñanza de su oficio estaba revestido del máximo secreto. Famosas son, por ejemplo, las reservas con que los arquitectos medievales defendían las reglas del arte de construir, y una contraprueba curiosa de semejante hermetismo de los gremios la tenemos en las extrañas suposiciones que hacía el pueblo de entonces sobre la manera de obtener las mejores tinturas para los tejidos. Dado el carácter de la organización gremial, ni el aprendiz ni el oficial –aunque explotados- se sentían como miembros de una clase aparte que se enfrentaba a la clase de los explotadores constituida por los “maestros” de los gremios. El artesano se sabía a lo sumo, un explotado de paso. La estructura del gremio lejos de cerrarle el camino hacia el puesto de “maestro”, estaba dispuesta de tal modo que los “maestros” surgían de los oficiales y éstos a su vez de los aprendices. Cada artesano trabajaba, pues, con la esperanza de convertirse algún día en explotador de otros artesanos.59 Si se añade a esto la falta de grandes masas obreras en aquellos talleres reducidos, el raquitismo de la industria artesana que no exigiendo medios muy costosos permitía a los oficiales la propiedad de las herramientas, y la cuota inicial que cada aprendiz debía abonar al ingresar al gremio, con lo cual se cerraba el acceso a los que no poseían ya algún recurso, se comprenderá de sobra que las “escuelas municipales” del siglo XIII, con significar un adelanto enorme sobre las monásticas, no tenían tampoco nada de “populares”, aunque habían conseguido abrir una amplia brecha en la enseñanza dictada por la Iglesia: la sustitución del latín por los idiomas nacionales, y una tendencia mayor a subrayar la importancia del cálculo y la geografía. Estas dos últimas materias tenían para los comerciantes un interés tan destacado, que las desarrollaron de manera intensiva en ciertas escuelas especiales que podríamos llamar de contabilidad. En Florencia, Génova, Bolonia, ciudades todas de activo comercio, se necesitaban escuelas adecuadas para comerciantes y banqueros. En las escuelas propiamente religiosas –destinadas a la enseñanza de los monjes- la contabilidad tenía una importancia que se explica en cuanto se recuerda los enormes intereses comerciales y bancarios que defendía el monasterio. Fue un monje, precisamente, el italiano Luca Palaciolo, el que desarrolló con mayor perfección el sistema de la contabilidad por partida doble.60 Esa misma ciencia comercial, que el monasterio conocía a la perfección, era la que los maestros de los gremios querían ahora para ellos. A medida que el “maestro” artesano empezaba a producir para un mercado cada vez más vasto, comenzaba también a transformarse en comerciante. De donde surgió, pues, una nueva lucha con la Iglesia sobre el mismo terreno que la enseñanza del monasterio designaba con el nombre de dictamen prosaicum. Rivales de la Iglesia en la universidad y en la escuela, los laicos cultos le disputaban ya los puestos de confianza cerca de los grandes, y los puestos de confianza en las comunas. La catedral gótica, la escolástica y la universidad no corresponden, pues, al periodo de la Iglesia en que ésta llega triunfante a su máximo esplendor sino al periodo de su historia en que comienza a pactar con las potencias rivales. El fin del siglo XI y el comienzo del XII son el apogeo de la herejía; son también el tiempo de las catedrales, de los doctores y de las columnas. El dogma es atacado desde frentes distintos, y es la ciudad con su comercio y sus artesanos la que dispara los primeros hondazos. “Cuando se cree no se necesita otra cosa que la 61fe”, había dicho Tertuliano en los orígenes de la Iglesia. Esa era la voz auténtica de un movimiento poderoso que rebosaba confianza en sus propias fuerzas. Esa era la voz que animaba al monasterio de los primeros tiempos, y las iglesias románticas con su desnudez primitiva, su aspecto macizo, sus naves obscuras. La catedral, en cambio, enorme, sonora y clara, llevaba consigo un ímpetu jubiloso que espantaba a los monjes más auténticos.61 La catedral, en efecto, no servía únicamente para el culto: “Era el mercado, la bolsa de comercio, el granero de abundancia. En ella se levantaban tablados para el teatro y para el baile. En ella, los profesores y los estudiantes celebraban sus asambleas; y en ciertos días, la ciudad entera discutía sus negocios.”62 Ese despertar de la vida comercial, ruidosa y movediza; esa afirmación de los negocios y del cálculo, que oponía la catedral al monasterio, y el burgués de toga a los señores de la espada o de la cruz, cuajó en el plano intelectual en esa otra catedral impresionante que ha dado en llamarse la escolástica. Del siglo XI al siglo XV la escolástica marcó sobre el frente cultural un verdadero compromiso entre la mentalidad del feudalismo en decadencia y la mentalidad de la burguesía en ascensión; entre la fe, el realismo y el desprecio de los sentidos por un lado, y la razón, el nominalismo y la experiencia por el otro. Amenazada en el control de ese poderoso instrumento de dominio que fue en todo tiempo la cultura, la Iglesia lanzó entonces como una jauría, las órdenes de los predicadores y los mendicantes: feroces, los dominicanos; untuosos, los franciscanos. “Perros de Dios”, los primeros, a ellos les correspondió la triste gloria de instaurar la Inquisición. Nos es un poco difícil a nosotros, lectores de periódicos, imaginar el efecto de una predicación organizada. La Iglesia recurrió en esto a los efectos más teatrales y sugestivos. En páginas roncas por la indignación, un testigo presencial, Massucci, ha contado algunas de esas comedias escandalosas. Muchas veces, dice, se mezclaban al auditorio del predicador algunos cómplices que fingían ser ciegos, sordos o enfermos y que curaban de pronto al tocar una reliquia. En el mismo instante todo el mundo reconocía el milagro y se echaban a vuelo las campanas. Otras veces, uno de los cómplices acusaba al predicador de mentiroso. Mas al poco rato el osado se sentía poseído por el demonio y se agitaba en extrañas contorsiones. El predicador entonces, se acercaba, lo curaba y lo convertía.63 Todo lo que dijimos alguna vez respecto al “orador” romano y a sus calculados gestos para impresionar a la multitud, reaparece ahora en los “predicadores”64 con un vigor multiplicado por la calidad misma de los recursos que empleaban: el terror, sobre todo, de la muerte; de esa muerte macabra, con mandíbulas descarnadas y órbitas huecas, que la Iglesia católica estilizó con un rebuscamiento intencionado. En el año 1429, y en la ciudad de París, el hermano Ricardo predicó durante diez días. Hablaba desde las cinco hasta las once de la mañana en el cementerio de los Inocentes, bajo una galería en la que estaba pintada la danza de la muerte y a escasa distancia de las fosas rebosantes de cráneos y de tibias. Cuando después de un décimo sermón anunció que era el último, las mujeres y los hombres sollozaban.65 Con la amenaza del terror religioso, las herejías se acallaron por un tiempo, las innovaciones más o menos peligrosas sufrieron un compás de espera; pero el empuje dado por la economía en el siglo XI ya no se podía detener. La era llamada de las “invenciones” se avecinaba. La erudición que había sido hasta entonces prerrogativa eclesiástica, cada día acentuaba su carácter laico. En vano en las universidades se castigaba con penas severas a los estudiantes que no hablaban en latín. A una generación que acogió en la universidad los idiomas “nacionales”,66 había sucedido otra que los hablaba también en las escuelas, y apuntaba otra, todavía más dichosa, que empezaría a leer libros impresos (1455). Correspondió a Florencia –la formidable Nueva York del cuatrocientos-la gloria de acentuar, más vigorosamente que ninguna otra ciudad, ese empuje poderoso de las nacientes burguesías. El primer griego que llevó a Occidente los tesoros culturales de su patria estuvo a sueldo, desde 1336, de la burguesía florentina. En el prólogo del Decamerón, Boccaccio (1313-1370) se despidió del feudalismo siniestro con sus caballeros brutales y su religión sin alegría.67 “La vida, la verdadera vida –decía-, es esta vida humana amasada de ingenio y de instinto.” La tristeza había dejado de ser “santa” y la carne, “mísera”. De la pesadilla del Infierno dantesco, Florencia despertaba con una esperanza fresca, y para subrayar de manera inequívoca el sentido original de la nueva clase social, cada vez menos tímida, hizo de los Médicis -su más poderosa familia de banqueros- los príncipes que dirigieron sus destinos. Pero el brillo extraordinario del Renacimiento, con el esplendor de sus artes y la pompa de sus fiestas, no modificó en un ápice la situación de los explotados. “Escribo para los eruditos y no para la plebe”, decía Policiano. Y ese era el sentir de todo el humanismo: pueblo significaba plebe, vulgo, canalla. De un siglo a otro, la misma opinión se hace más fuerte. En 1400 es Leonardo Bruni el que dice: “He sospechado siempre de las multitudes”; en 1500 es Guicciardino el que afirma: “Quien dice pueblo dice loco porque es un monstruo lleno de confusión y errores.” Ni una duda ni una excepción. Los humanistas sólo tienen para el pueblo desprecio, injuria, sarcasmo. A pesar del intenso movimiento educativo que caracterizó al Renacimiento, no apareció en ninguna oportunidad el más tímido intento de educación “popular”. Verdad es que sobre la anterior escuela de las corporaciones, significaban las nuevas un adelanto no pequeño; verdad es que por boca de León Battista Alberti (1404-1472), representante de la burguesía, el humanismo afirmaba que la “ciencia debe ser sacada del encierro y esparcida a manos llenas”,68 pero a condición, sin embargo, de que el individuo se eleve sobre su propia clase para alcanzar una educación adecuada al rango superior. Todos los pedagogos del Renacimiento, desde Agrícola (1444-1485) hasta Melantchon (1497- 1560) fueron hijos de burgueses ricos y vivieron como preceptores de los nobles y de los hijos de burgueses ricos. Ciafranco Gonzaga, Marqués de Mantua, de cuyo hijo fue maestro Victtorino de Feltre (1378-1446) –el primer pedagogo que apareció por entonces- era un “uomo nuovo”, es decir, un parvenu. Mirado con recelo por las familias de más lustre, buscó por eso un hombre docto que diera brillo a su corte. La cultura renacentista descansaba, en efecto, sobre finanzas de banqueros. Cosme de Médicis no pasaba de ser más que un simple mercader sin más títulos y antepasados que los otros. Su arma principal era el dinero, y la conocía a maravillas. En poco tiempo fue prestamista de todos: de los pequeños, de los grandes, de los príncipes, de los pontífices. Y a los artistas dio a pintar, a traducir, a cincelar, a esculpir.69 Por reacción contra el feudalismo teocrático, el burgués del Renacimiento volvió los ojos hacia la antigüedad para retomar la cadena de la unidad histórica en el mismo anillo en que el feudalismo, en apariencia, la quebrara. Helenizar era por entonces una manera de oponerse a la Iglesia y la nobleza. Si para el feudalismo, la virtud dominante era la sumisión, para la burguesía mercantil del Renacimiento empezó a ser la individualidad triunfante, la afirmación gozosa de la propia personalidad. Petrarca había dicho ya que “el verdadero noble no nace, sino se hace”. Era los mismo que ahora afirmaban todos, por los labios o la pluma de Latini, de Alberti o de Pontano. Volver a los antiguos era una manera indirecta de renegar de la Iglesia y de la escolástica: una manera de romper con el pasado inmediato y de retomar como bandera del cuatrocientos los ideales grecorromanos de una cultura laica, alejada por igual del dogmatismo eclesiástico, del ascetismo monacal y del pesimismo imborrable del pecado original. Pero poner los ojos en la Roma antigua de la paz y del derecho era repudiar además el poder arbitrario del feudalismo, en que el capricho del señor debía ser reconocido como ley. El ideal latino que Quintiliano70 reflejaba en su Orador, como figura de un tipo que el comercio cosmopolita del siglo II había impuesto en Roma, no disonaba mucho con ese “culto hombre de negocios” que el Renacimiento aspiró a realizar. Algo así como un “orador” de Quintiliano que se hubiera acostumbrado a predicar la prudente economía; aquella masserizia, tan celebrada por Alberti en que asomaba ya el profundo carácter del burgués; que los gastos no excedan jamás a las entradas. Formar hombres de negocios que fueran al mismo tiempo ciudadanos cultos y diplomáticos hábiles, no otra cosa se propuso el Renacimiento. Una lengua universal, un tipo uniforme de cultura y la paz perpetua, esas fueron las aspiraciones de Erasmo (1467-1536) y de su tiempo. Por debajo de ellas, las necesidades del comercio y los negocios se traslucían hasta la evidencia. Para realizarlas, la burguesía pidió apoyo a los monarcas, es decir; a aquellos de los señores del feudalismo que habían ido creciendo en importancia hasta alzarse soberanos sobre los hombros de sus rivales humillados. En Inglaterra, Alemania, Francia, los humanistas –intérpretes de la burguesía mercantil- buscaron la ayuda de los reyes: Enrique VIII, Francisco I, Carlos V. Paz que facilite el comercio, leyes que no traben los negocios,71 finanzas honestas que no dilapiden el dinero sacado de sus arcas72 era, en ese instante, lo que la burguesía esperaba de los reyes. Interesada en sus luchas contra los barones, la burguesía prestó a los reyes su dinero y, además, un apoyo incomparable. Las armas de fuego no sólo transformaron los métodos de la guerra sino que aceleraron también el derrumbe del vasallaje. Con toda su armadura, poco podía el caballero frente a un villano armado de un mosquete, y no anduvo descaminado Paolo Vitelli cuando arrancó los ojos y cortó las manos a los arcabuceros que había hecho prisioneros, “porque le parecía monstruoso –dijo- que un noble caballero pudiera ser herido de tal modo por un infante despreciable”.73 Mantenerse a caballo había sido, hasta entonces, toda su ciencia de la guerra. Las cosas cambiaban ahora por completo: para fabricar pólvora y armas de fuego se necesitaban industrias y dinero. Estaban ambas en manos de la burguesía, y por eso apuntaban sus cañones contra las murallas de los castillos imponentes.74 Cuando éstos empezaron a caer, la nobleza perdió su hegemonía; y declinó también la “educación caballeresca” cuando para nada sirvieron los torneos. Si la historia marcara sus capítulos no con los grandes hechos de la política sino con otros menos brillantes pero más significativos, quizá le hubiera dado extraordinario realce a este accidente minúsculo en su tiempo pero que es para nosotros de una ironía casi simbólica: la flor y nata de los caballeros andantes a la moda de Borgoña, Jacques de Lalaing, perdió su vida por un tiro de cañón. El hombre feudal había terminado. Los burgueses le habían comprado las tierras, la pólvora, le habían volteado su castillo; el navío le mostraba ahora un continente remoto, más inaccesible para él que las princesas de Trípoli, y hasta el cual no se podía llegar sino mediante la industria y el comercio. De regreso a España volvían ya las carabelas cargadas de oro. Un nuevo Dios había nacido. “El oro es excelentísimo –decía Colón a la reina Isabel, en el lenguaje franco de la burguesía genovesa-. Con él, se hacen tesoros, y el que tiene tesoros puede hacer en el mundo cuanto quiera, hasta llevar las almas al Paraíso.
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Educación y Luchas de clases
RandomEs un libro interesante, que nos habla practicamente de como perciben la educación la distintas clases sociales, ¡Muy Interesante!