PRIMERA PARTE: DESDE EL RENACIMIENTO AL SIGLO XVIII Cuando Ponócrates se hizo cargo de la educación del joven Gargantúa le dio a beber de inmediato agua del eléboro, “para que olvidara –dijo- todo lo que había aprendido bajo sus antiguos preceptores”:1 A través de los personajes de su novela así expresaba Rabelais (1483-1553) las aspiraciones más íntimas de la burguesía renacentista frente a las tradiciones del feudalismo católico. Alumno de los monjes de Fontenay-le-Comte,2 Rabelais había conocido en sus primeros años esa enseñanza tiránica de la Edad Media en que los jóvenes pasaban del trivium al cuadrivium en un bostezo sin fin. Quería, por eso, para su Gargantúa, el agua del eléboro que al quitarle la memoria de la vieja educación, le dejara limpia el alma para la nueva enseñanza. ¿Y qué otra cosa deseaba también Martín Lutero cuando al recordar sus años de estudiante en Magdeburgo, desaprobaba esas “escuelas” –dice- donde un joven pasaba veinte o treinta años estudiando a Donato y Alejandro sin aprender una palabra?” “Ha asomado un nuevo mundo –añade- en el cual las cosas pasan de manera Así hablaban dos contemporáneos que habían nacido en el mismo año: frailes los dos, además, pero mientras uno de ellos arrojaría la sotana, elevaría el otro frente a la Iglesia católica otra Iglesia dogmática.4 Si dentro del movimiento humanista cabían posiciones tan distintas, fuerza es reconocer que la designación es vaga y que se presta a confusiones. Donde la burguesía había alcanzado cierto esplendor, como en Florencia, allí asentó también, la “izquierda”del movimiento.5 La vuelta al paganismo, que fue en cierto modo su bandera, significaba un desacato resuelto a la Iglesia católica en cuanto ésta constituía la síntesis y la sanción del poderío feudal. Donde la burguesía, en cambio, era todavía débil como en Alemania,6 la “derecha” humanista sólo llegó a formular la necesidad de una reforma dentro de la Iglesia. Apoyada por muchos nobles empobrecidos, que confiaban enriquecerse a expensas de los despojos de la Iglesia, la Reforma, igual que el Renacimiento, no perdió por eso el carácter fundamental que le impuso la burguesía moderada. Pero la alianza con la nobleza mediana y con la pequeña nobleza –perjudicadas por la grande- explica los matices turbios o equívocos que el humanismo y la Reforma asumieron en muchos de sus ideólogos más ilustres, como Montaigne, por ejemplo, que aunque de pequeña nobleza y servidor de la Iglesia, la Iglesia con razón no lo cuenta entre los suyos. “Reformadores”, “paganos” o “católicos tibios”, los humanistas expresaban confusamente las transformaciones que el naciente capitalismo comercial imponía en la estructura económica del feudalismo. Al noble desalojado de sus castillos y obligado a incorporarse a la monarquía como funcionario o palaciego, poco le servía ya la vieja educación caballeresca. Montaigne, que hablaba en su representación, no sólo abominaba de la guerra, sino que exigía para el “joven de noble casa” cuya educación planeaba, otro tipo de enseñanza que la que hasta ahora había recibido. “Siguiendo la expresión de Sócrates, -dice-, deberíamos limitar la esfera de nuestros estudios a las cosas de probada utilidad.”7 Leer y escribir ya no le parecían al noble, cosas de mujeres. En 1589 se fundó en Turingia el Collegium ilustre que fue una verdadera academia para nobles.8 Si la educación caballeresca ya no servía para este noble que tendía a volverse cortesano, poco le servía la dialéctica y la teología al buen burgués que fletaba buques para el nuevo mundo. “Los silogismos, las operaciones, las disyunciones, las explanaciones –dice Luis Vives- son como los enigmas con que se asombra a los niños, y a las viejas.”9 Comerciante en trigo y en vino,10 Vives estaba en condiciones excelentes para asegurar que “ningún aspecto de la vida puede carecer de número”11 y que “no es la argumentación la que dilucida la verdad sino la indagación de la naturaleza y la observación sensible.”12 “El estudiante –añade- no debe avergonzarse de entrar en tiendas y factorías y preguntar a los comerciantes y conocer los detalles de sus tareas. Antes los hombres cultos desdeñaban indagar aquellas cosas que tan útil es en la vida conocer y recordar”.13 En Montaigne, señor de Perigord, y en Luis Vives, mercader, lo útil y lo práctico pasan ahora al primer plano de las preocupaciones. Contra la vida “santa” de los monjes y la vida “caballeresca” de los barones, los humanistas aspiraban a otra vida más laica que aquella y menos depredadora que esta otra. Ese interés por la vida terrenal de los negocios, por la investigación y la razón; ese cuidado en asimilar las enseñanzas en vez de recibirlas, adquirieren su verdadero alcance innovador en cuanto los comparamos con las tradiciones dominantes en la enseñanza feudal. No se decía en la Edad Media estudiar un curso de Moral, por ejemplo, sino un libro de Moral. En vez de seguir un curso, se decía siempre oír un libro(audire, ligere, librum).14 Para Santo Tomás en el siglo XIII, como para San Agustín en el siglo IV, el único maestro es Dios.15 La obra de un docente en la Edad Media no podía ser, por lo tanto, sino secundaria y accidental, como tarea de un guía que coopera con Dios. La pedagogía de Santo Tomás, igual que toda su filosofía, estaba en los antípodas de la nueva concepción del conocimiento y la verdad como construcciones del hombre, como creaciones del hombre.16 El individualismo burgués que ya había asomado en el arte italiano y que requería en materia religiosa el libre comentario de las Escrituras, resonaba en la educación exigiendo una disciplina menos ruda, una consideración mayor por la personalidad del educando, un ambiente más claro y más alegre. La primera escuela inaugurada por el primer pedagogo del Renacimiento llevaba este nombre en cierto modo simbólico: La casa gioiosa. No importa que cuantas veces se encontraran obligados a extraer las consecuencias últimas, necesariamente escépticas o ateas, muchos teóricos dieran un paso atrás, con timidez. No importa que Luis Vives declare que se sometía siempre al juicio de la Iglesia, “aunque me parezca en oposición con los más firmes fundamentos de la razón”.17 En Vives, como en Montaigne, como en Erasmo, es muy difícil distinguir cuándo dejan de ser sinceros para pasar a ser cobardes.18 Pero si en los enunciados se mostraban sostenes más o menos fieles del catolicismo,19 no engañaban por eso a los defensores más auténticos de la Iglesia. Para éstos eran “ateos” y los consideraban enemigos. ¿Dejaban aquellos de darles, en gran parte la razón? Un ex alumno de Tomás de Kempis, Rodolfo Agrícola (1443-1485), consultado por las autoridades de la ciudad de Antwerp sobre la escuela que pensaban fundar, contestó en términos textuales: “no escoger ni un teólogo ni un retórico”.20 ¿Qué de extraño tiene que medio siglo después de esta respuesta, bien alerta la Iglesia sobre las intenciones verdaderas del humanismo, empezara a disparar sobre él las más temibles de sus armas?. Porque un día Pierre de la Ramée (1515-1572) se atrevió a decir que Aristóteles no había definido bien la lógica, la Iglesia obtuvo de Francisco I un decreto publicado a son de trompetas en las calles de París (1543), en que se lo declaraba “temerario, arrogante, impúdico, ignorante, murmurador y mentiroso”.21 Encontraron algunos muy tibio el tal decreto, y un colega suyo, el profesor católico Jacques Charpentier, exigió por lo menos la pena de destierro. Pero como Pierre de la Ramée era hombre de lucha, no se dejó abatir por la condena. Enardecido por el combate, atacó de frente la universidad, denunció sus métodos envejecidos y la negligencia de sus profesores. El mismo año le incendian, en respuesta, su rica biblioteca. Escondido unas veces, errante otras, De la Ramée no se hizo ilusiones sobre la suerte que le esperaba. “Puesto que hemos declarado la guerra a la escolástica y a los sofistas en el interés de la verdad – dijo- es una muerte intrépida la que debemos aceptar si es necesario.”22 De la Ramée emplea aquí una expresión injusta: tilda de “sofistas” a los escolásticos de la universidad. Quería, sin duda, llamarlos charlatanes, lo que era exacto: pero exacto es también que, en el sentido preciso de su función histórica, los hombres del humanismo estaban más cerca de los sofistas que los hombres de la escolástica. Como los sofistas, en efecto, provenían de ese movimiento de liberación que acompaña al comercio floreciente; como ellos afirmaban también los derechos de la razón contra las exigencias de la enseñanza dogmática. Pero dejando a un lado ese error de apreciación, justo es reconocer en las palabras de Pierre de la Ramée, el temple de un alma heroica.23 De vuelta a Francia en 1571, fue asesinado, no mucho tiempo después, la noche tercera de la masacre de San Bartolomé. ¿Fue acaso su muerte uno de los tantos crímenes engendrados en la confusión y la locura? De ninguna manera. Está perfectamente demostrado que la mano del criminal fue dirigida por ese mismo Jacques Charpentier que había pedido para él, veintinueve años atrás, la pena de destierro, y que celebró su asesinato con burlas atroces.24 ¿Quién era Jacques Charpentier? Un lector de matemáticas en el Colegio de Francia, que obedecía ciegamente las órdenes de los jesuitas... ¡Los jesuitas! La primera vez que los nombramos ya aparecen complicados en un crimen. La Compañía de Jesús había sido fundada en 153425 para poner al servicio de la Iglesia católica el ejército disciplinado que las circunstancias requerían. Creada por un ex capitán, tenía de la milicia la rigidez y el orden, pero sabía además como ninguna, acortar los caminos mediante sendas oblicuas, o fingir retirarse para caer más tarde, de sorpresa. Después de regimentar a sus soldados hasta la negación absoluta de la personalidad, la Compañía se lanzó a combatir sobre dos frentes: por un lado, contra el protestantismo cismático; por el otro, contra la incredulidad de los laicos. Los orígenes de las cuatro corrientes pedagógicas que van desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII están ya delante de nosotros: la que expresa los intereses de la nobleza cortesana, la que sirve a la Iglesia feudal, la que refleja los anhelos de la burguesía protestante, la que traduce las tímidas afirmaciones de la burguesía religiosa. ¿Cómo se concretaron esos intereses, cómo se expresaron en los ideales de la educación? Es lo que vamos a señalar ahora, trazando grandes líneas desde el Humanismo hasta la Revolución. 1º.) Aunque menos audaz que el Renacimiento pagano, la Reforma protestante tuvo más dilatadas consecuencias. Bajo la forma en que había expresado sus reivindicaciones el Renacimiento no podía salir del círculo restringido de la burguesía patricia que le dio impulso: de la “honorabilidad” como se decía el Alemania. El griego, el hebreo y el latín clásico eran sus idiomas; es decir, idiomas inaccesibles, por el costo de su enseñanza, a la burguesía median y a la pequeña. Los estudios superiores durante el Renacimiento eran extraordinariamente caros. Y como los estudios inferiores de carácter popular no existían, se comprende sin necesidad de comentarios el alcance de esta observación de Pierre de la Ramée; “Es cosa bien indigna que el camino que conduce a la filosofía esté cerrado y prohibido a la pobreza.”26 La Reforma, en cambio, planteando sus reivindicaciones en el idioma nacional27 y conservándose fiel al cristianismo, no sólo consiguió arrastrar a la mediana y a la pequeña burguesía, sino que se vio desbordada por las masas campesinas y preproletarias que se le incorporaron. Desde el comienzo mismo de la Reforma las contradicciones latentes en el movimiento habían asomado en sus dos teóricos más ilustres: Martín Lutero, por un lado; Thomas Munzer, por el otro. Mientras Lutero, intérprete de la burguesía moderada y de la pequeña nobleza, sólo aspiraba a concluir con el poderío del clero y exigía por lo mismo una Iglesia sin muchos gastos, Munzer, en cambio, intérprete de los elementos campesinos y plebeyos de la Reforma, creyó que había llegado el momento de ajustar las cuentas a los opresores, y lejos de contentarse con las medias tintas de Lutero, reclamaba nada menos que la igualdad civil y la igualdad social.28 Cuando Lutero vio que las masas iban más lejos de lo que él se pensaba, las traicionó, y no sólo disminuyó su guerra de exterminio contra Roma, sino que entró en todas las negociaciones que le impusieron los príncipes que se habían adherido a la Reforma. Servidor de ellos cada vez más, Lutero llegó a afirmar en su Carta a los príncipes de Sajonia contra el espíritu rebelde que Munzer era, un instrumento de Satán, y que debía por lo mismo ser arrojado del país también porque incitaba a la revuelta y a la resistencia armada contra las autoridades.29 Es bueno no perder de vista los datos que anteceden para comprender el alcance exacto de las ideas pedagógicas de Lutero. Cierto es que el protestantismo al dar al hombre la responsabilidad de su fe, y al colocar la fuente de esa fe en las Sagradas Escrituras, contraía al mismo tiempo la obligación de colocar a todos los fieles en condiciones de salvar el alma mediante la lectura de la Biblia. La instrucción elemental resultaba así el primer deber de caridad, y aunque en el fanatismo de Lutero quedaba poco espacio para el saber profano, no es menos cierto que aconsejó en un sermón famoso el envío de los niños a la escuela. Pero si el protestantismo se preocupaba por la educación “popular” (1524), en el sentido de difundir las primeras letras que las escuelas monásticas del catolicismo ni siquiera tuvieron en cuenta, lo hacía como ya quedó dicho, en cuanto la difusión de la lectura permitía el tratamiento directo de la Biblia y orientaba en el sentido de la Iglesia reformada.30 Intérprete de la burguesía mucho más de lo que él mismo pensaba, Lutero comprendió qué estrecha relación existía entre la difusión de las escuelas y la prosperidad de los negocios. “La prosperidad de una ciudad –decía- no consiste solamente en poseer grandes tesoros, fuertes murallas, bellos edificios, grandes provisiones de mosquetes y armaduras... El tesoro mejor y más rico de una ciudad es tener muchos ciudadanos puros, inteligentes, honrados, bien educados, porque éstos pueden recoger, preservar y usar propiamente todo lo que es bueno.”31 Pero si Lutero fue de los primeros en expresar que la instrucción era para la burguesía una fuente de riqueza y de poder, estuvo muy lejos de extender esos beneficios a las masas. Las muchedumbres miserables le inspiraban por igual el desprecio y el temor. Usaba para designarlas una expresión pintoresca: Herr Omnes, es decir, “el Señor Todo el Mundo”. “No hay que bromear mucho con el Señor Todo el Mundo –escribía-. Por eso es que Dios ha constituido autoridades porque quiere que haya orden aquí abajo.”32 Y poco después volvía sobre el mismo asunto con franqueza rayana en el cinismo: se debe recurrir a los medios espirituales para obligar a los verdaderos cristianos a que conozcan sus errores, pero “al Señor Todo el Mundo se lo debe empujar corporalmente a trabajar y a cumplir con sus deberes piadosos, como se tiene a las bestias salvajes en prisión y encadenadas.”33 El hombre de las clases inferiores continuó, pues, excluido de la enseñanza. A punto tal que un historiador de la pedagogía, de marcada tendencia protestante, Painter, reconoce que “no se estableció ningún sistema popular de instrucción.”34 El horizonte mental de las aldeas no había variado en lo más mínimo: en vez de maestros, seguían recibiendo predicadores. La siguiente orden del elector de Brandeburgo, en 1573, muestra con claridad perfecta el carácter de una escuela de campaña: “Todos los sábados por la tarde, o cuando dispusiese el pastor, el sepulturero de la aldea leerá al pueblo y especialmente a los niños y a los sirvientes jóvenes, el pequeño catecismo de Lutero y les enseñará a rezar. De igual modo, antes y después de leer y repetir el catecismo, cantarán y le enseñarán a la juventud los salmos en alemán; y en donde existen capillas realizarán estos ejercicios unas veces en ellas y otras en casas particulares, para que la juventud de todas las aldeas pueda ser enseñada y no quede abandonada.”35 Educar a la burguesía acomodada y no “abandonar” a las clases desposeídas, esa fue la intención del protestantismo. 2º.) Para finalizar el poder del Papa y fortificar a la Iglesia amenazada, ya dijimos que salió a luchar la milicia jesuítica. Sobre el terreno estrictamente pedagógico, los jesuitas se esmeraron en dar a sus colegios el más brillante barniz posible de cultura. Sin preocuparse ni poco ni mucho por la enseñanza popular, se esforzaron en captar la educación de los nobles y de la burguesía acomodada.36 Consejeros de los grandes señores, directores espirituales de las grandes damas,37 profesores solícitos de los niños distinguidos, los jesuitas se entremezclaron de tal modo a la vida del siglo que consiguieron en poco tiempo el primer puesto en la enseñanza. Sus maestros eran, sin disputa, los más escrupulosamente preparados; su enseñanza, la más estrictamente dirigida. Desde el deletreo hasta las representaciones teatrales en que tanto se complacían, los jesuitas interpretaban las menores exigencias de la época, para dar a sus alumnos la mejor enseñanza compatible con los intereses de la Iglesia y de su orden. En una carta de Languet fechada en agosto de 1571, puede leerse que “los jesuitas eclipsan en reputación a todos los otros profesores, y poco a poco hacen caer a la Sorbona en el descrédito.”38 En ese año los jesuitas no habían formulado todavía su plan de estudios. La Compañía llevaba treinta años de existencia y aunque en la constitución proyectada en 1540 por Ignacio de Loyola se hacía referencia a dicho plan, la Compañía no encontraba todavía las fórmulas precisas. Cincuenta y nueve años tardó en elaborarlo; juntó para eso una larga experiencia, convocó frecuentes asambleas de sus miembros, y sólo después de mucho retocar y calcular, publicó en 1599 el reglamento de estudios: Ratio atque institutio studiorum S.J. Excepción hecha de la modificación de 1822, ese plan, vigente hasta hoy en los colegios jesuitas, es la más perfecta organización que se conoce para romper en los alumnos hasta un tímido asomo de independencia personal, y para lograr por lo tanto en las esferas más distintas del gobierno, de las finanzas y de la universidad, colaboradores adictos, celosos, y a menudo, insospechables. “En igual forma como se fajan los miembros del niño desde la cuna –decía el jesuita Cerutti en su Apología- es necesario también desde la primera juventud fajarles la voluntad para que conserven el resto de su vida una feliz y saludable flexibilidad.”39 Desde la manera de tener las manos hasta la manera de levantar los ojos, todo estaba previsto, reglamentado, discutido. La misma enseñanza de las letras clásicas, en que los jesuitas alcanzaron gran maestría, no pudo superar nunca ese despotismo religioso que impregnaba la enseñanza. ¿Cómo, en efecto, interpretar a los autores profanos, “de modo que, aunque profanos, lleguen a ser siempre los heraldos de Cristo?” Apoderarse de la enseñanza clásica para ponerla al servicio de la Iglesia, aunque fueran necesarias las mutilaciones más groseras o las interpretaciones más ridículas, ésa era en efecto, la intención de la Compañía. “Las bellas letras –dicen las Constituciones- sólo servirán para llegar más fácilmente a conocer mejor y a servir mejor a Dios.” La cultura intelectual era inculcada de modo que no llevara jamás a la emancipación intelectual.40 Se excluía por eso del estudio todo lo referente a los conocimientos históricos y a las disciplinas científicas, a nos ser que la historia fuera transformada de tal modo que se volviera irreconocible, o que la ciencia se aligerara en tal forma que más pareciera juego de salón. La educa ión jesuita no usaba los recursos de la enseñanza sino como un instrumento de dominio. Especializados sobre todo en la enseñanza media, lograron de tal manera sus propósitos, que desde fines del siglo XVI hasta comienzos del XVIII nadie se atrevió a disputar a la Compañía de Jesús la hegemonía pedagógica que la Iglesia había reconquistado. Corresponde esa época a los mejores tiempos de la monarquía absoluta, y se comprende cómo en el largo período en que la burguesía, mediana y pequeña, debió contener sus impaciencias, estuviera en manos de los jesuitas la educación de la nobleza cortesana y de alta burguesía. Porque nunca entró en sus propósitos, digámoslo una vez más, ni la educación de la pequeña burguesía ni la de las clases llamadas “populares”. Alguna vez, es cierto, se puede leer en las Constituciones que “sería obra de caridad enseñar a leer y a escribir a los ignorantes”. Pero muy poco después surge este otro pasaje de sentido no dudoso: “Ninguna de las personas empleadas en servicios domésticos por cuenta de la Sociedad deberá saber leer y escribir. En ningún caso se la instruirá a no ser con el consentimiento del general de la Orden porque para servir a Jesús basta la sencillez y la humildad.”41 Si los jesuitas despreciaban de manera tan clara todo lo concerniente a la educación popular,42 la Iglesia católica tenía otras órdenes religiosas para “confiarles” ese cuidado. No es el caso de hablar ahora ni de los jerónimos, ni de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Con recordar que Tomás de Kempis, el autor de La Imitación de Cristo, fue jerónimo, se comprenderá que no movía a estos religiosos el deseo de instruir a las masas, sino la intención de salvar sus almas abriéndoles las páginas de la Escritura. “Guárdate del deseo de saber demasiado –dice Kempis-, es un gran insensato el que busca otra cosa que no es la de servir a su propia salvación.”43 En cuanto a los Hermanos de las Escuelas Cristianas44 basta señalar también que la regla más importante de las escuelas era guardar silencio, lo mismo para los maestros que para los discípulos: estaba casi prohibido hablar con el maestro y los castigos corporales alcanzaron en ellas un auge extraordinario.45 Prefiero, en cambio, detenerme un momento en la figura de Charles Demia, tan alabado por los católicos como iniciador de la enseñanza primaria gratuita. Por sugestiones de la cofradía del Santísimo Sacramento, el sacerdote Demia dirigió en 1666 sus elogiadas Exhortaciones a las autoridades municipales de Lyon. Más de un siglo después de la Carta de Lutero (1524), la Iglesia católica repetía con respecto a la instrucción en las ciudades una actitud parecida a la del protestantismo. ¿Por qué la iniciativa partió de Lyon, precisamente? Lyon era ya por entonces una gran ciudad industrial y mercantil en donde las revueltas obreras se iban haciendo muy frecuentes. El mismo Demia, al referirse a sus gestiones, explica que “habiendo advertido que la juventud de Lyon, particularmente los niños del pueblo, estaban desmoralizados por falta de instrucción, resolvió consagrar todos sus esfuerzos al restablecimiento de la disciplina y de la enseñanza del catecismo en las escuelas”.46 Pedía por eso escuelas gratuitas para el pueblo. Hasta aquí los católicos tienen, por tanto, razón. Pero ¿qué se enseñaba en las escuelas? Los cónsules de la ciudad de Lyon lo dijeron el 30 de noviembre de 1670 sin la más mínima pizca de ironía. Al conceder una subvención para una de esas escuelas, nos revelaron en que consistía su plan de estudios, pues declararon que en dichos establecimientos se enseñarán “los principios de la religión cristiana y hasta a leer y escribir”.47 Otra circunstancia se destacaba en esas escuelas, que ha movido a algunos admiradores a ver en Charles Demia un precursor de la escuela del trabajo. Demia quería, en efecto, que en sus escuelas se enseñasen trabajos manuales,48 pero de modo tal, añadía, “que las escuelas lleguen a ser agencias de información o lugares de mercado en que las personas acomodadas pudieran ir a buscar servidores de sus casas, o empleados de sus negocios”.49 Los maestros de esas escuelas, visitaban además la casa de los alumnos para informarse de “las costumbres y prácticas religiosas de los padres”, e intervenían directamente en el correo para que no se difundieran los libros contaminados de herejía.50 Los maestros debían practicar además ejercicios religiosos y retiros espirituales.51 En cuanto a las maestras, que atendían la educación de las niñas, Demia prescribe, que cada vez que salgan de viaje lleven siempre “una esponja empapada en agua bendita”.52 Poner bajo el control de la Iglesia la escasa instrucción que en la época se impartía, y orientar hacia la mansedumbre las aspiraciones de los trabajadores, eso era en realidad el propósito fundamental de las escuelas populares de Demia. 3º.) Algo urgía a la Iglesia a lanzarse, por un lado, a captar las clases dirigentes, y a salir por el otro al encuentro de las masas para asumir desde temprano la dirección de los obreros. El mercado comercial, que el descubrimiento de América ensanchó hasta lo increíble, repercutió hondamente en la técnica de la producción. Los instrumentos empleados hasta entonces requerían procedimientos individuales de trabajo, destinado a ser movidos por un obrero único, y por lo tanto, pequeños, mezquinos, limitados. Bajo las exigencias del comercio creciente, la burguesía de la época concentró y transformó esos medios de producción, aislados y mezquinos e hizo de ellos la palanca formidable que todos conocemos.53 Desde el siglo XVI, la burguesía empezó a reunir a los trabajadores hasta entonces de manera de hacerlos cooperar. Mediante una gradual socialización de los trabajadores y de los instrumentos, se fue pasando desde la cooperación simple, a la manufactura, y desde la manufactura a la gran industria. Imposible seguir aquí con detenimiento ese proceso54 cuya descripción no nos incumbe. Pero marquemos sí el rasgo eminente que lo caracteriza. Cuando la máquina de hilar reemplazó a la rueca, y el telar mecánico al telar manual, la producción dejó de ser una serie de actos individuales para convertirse en una serie de actos colectivos. Esa manera de transformar las mezquinas herramientas del artesano en máquinas cada vez más poderosas, y, por lo mismo, sólo manejables por una colectividad de obreros, puso en manos de la burguesía un instrumento tan eficaz que en pocos siglos la humanidad recorrió un trayecto como no lo había hecho hasta entonces en millares de años. El dominio sobre la naturaleza, por el cual el hombre venía suspirando desde las edades más remotas, alcanzó un reflejo en las ideologías. Al consejo solemne lanzado por Agrícolas dos siglos atrás: “considerad como sospechoso cuanto se os haya enseñado hasta hoy”, hacían coro en el mismo siglo Bacon (1561-1626), Descartes (1596-1650), Pascal (1623-1662 afirmando el primero que la verdad va cambiando con los tiempos; aconsejando el segundo no rendirse nada más que a la evidencia; invitando el tercero a introducir el experimento como criterio seguro de las ciencias. El Novum Organum, de Bacon, es de 1620; el Discurso sobre el método, de Descartes, de 1637; el Fragmento de un tratado sobre el vacío, de Pascal, de 1651.55 Con ligeras diferencias de años, la filosofía y la ciencia interpretaban los profundos cambios que la economía iba creando en el subsuelo social. Pero algo más faltaba todavía, que fue lo último en llegar. Mientras Galileo (1564-1642) descubría los satélites de Júpiter y Harvey (1578-1657) la circulación de la sangre, en las escuelas de la burguesía se continuaba enseñando todavía la ciencia de los antiguos, es decir, una anatomía sin disecciones, una física sin experimentos. “El poder aumenta con los conocimientos”, aseguraba Bacon, pero la burguesía tardaba en introducir en las escuelas esa promesa tentadora. Verdad es que la Iglesia se mantenía siempre vigilante, y que Descartes renunció a publicar su libro sobre Le Monde (1663) cuando supo lo que le estaba ocurriendo en Roma a Galileo.56 Con todo, un pastor de la iglesia protestante de Moravia –pastor para que se destacara mejor el carácter todavía indeciso de la burguesía que iba siendo cada vez más revolucionaria sin saberlo-, John Amos Comenius (1592-1671) se propuso dar en el terreno de la educación el cuarto gran libro que faltaba: veinte años después del Discurso sobre el método, la Didáctica magna apareció(1657). No importa que en el capítulo tercero afirme Comenius que la vida presente es tan sólo una preparación para la eterna; el título del capítulo XIX lo marca de sobre como hijo de su siglo: “Bases para fundar la rapidez de la enseñanza con ahorro de tiempo y de fatiga.”57 ¡El ahorro del tiempo! Tienen estas palabras un sabor tan original que vamos un instante a detenernos. El tiempo no tenía valor para la antigüedad: los romanos lo consideraron res incorporalis y por lo tanto sin precio. Cuando se vivía en el ocio y la competencia no apuraba, la vida seguía su curso con paso perezoso. Ahora en cambio ocurrían cosas muy distintas: una de las primeras medidas del protestantismo –religión burguesa por excelencia- fue suprimir una infinidad de festividades en que el catolicismo medieval se complacía, para aumentar así los días de trabajo.58 Franklin tardará casi un siglo en lanzar su fórmula famosa: “el tiempo es oro”; pero antes de enunciarla ya lo sabía demasiado bien la época del capitalismo manufacturero. La burguesía, en efecto, apuraba el paso para ponerse al ritmo de la producción, y si Comenius proclamó en la escuela la necesidad de ahorrar el tiempo, John Floyer dio treinta y tres años después de la Didáctica magna el instrumento preciso para medirlo: en 1690 agregó a la aguja del reloj que señala los minutos, otra más pequeña que indica los segundos.59 Pero ahorrar el tiempo no era nada más que un aspecto de la “nueva educación” de la cual fue Comenius el teórico admirable. Enseñar rápidamente no bastaba; había que enseñar además “sólidamente”. “En vez de los libros muertos –dice Comenius- ¿por qué no podremos abrir el libro vivo de la naturaleza? No las sombras de las cosas, sino las cosas mismas es lo que debe presentarse a la juventud.” Era difícil expresar con mejores palabras, no sólo los deseos de la gran burguesía cada vez más aplomada, sino también los de la pequeña burguesía de los talleres y de los oficios. En el Discurso sobre el método, Descartes había dicho: en el lugar de la “filosofía especulativa que se enseña en las escuelas se debe encontrar una filosofía práctica, por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros y de todos los otros cuerpos que nos rodean, tan precisamente como conocemos los oficios de nuestros artesanos, podríamos emplearlos de la misma manera a todos los fines que les son propios y hacernos así amos y dueños de la Naturaleza.”60 ¿Y qué otra cosa afirmaba Comenius en el lenguaje no muy distinto de los pedagogos?. “Los mecánicos –continuaba- no dan al aprendiz una conferencia sobre su oficio, sino que lo ponen delante de un maestro para que vea cómo lo hace; entonces coloca un instrumento en sus manos, le enseña a usarlo y que lo imite. Sólo haciendo se puede aprender a hacer, escribiendo a escribir, pintando a pintar.” En vez de palabras –“sombras de las cosas”- lo que hacía falta en las escuelas era el conocimiento de las cosas. No otro sentido tuvo su Mundo ilustrado (1658) –Orbe pictus- libro para las escuelas, abarrotado de figuras, que mantuvo hasta el siglo XVIII la hegemonía entre los libros infantiles. Si con Comenius la necesidad de una “nueva educación” resonaba como un llamado desde la Moravia, con Locke (1632-1704) el mismo reclamo se levantaba desde Bristol. Asqueado de la Universidad de Oxford –como a Bacon le había ocurrido con la Universidad de Cambridge- Locke se preguntaba de qué podía servir el latín a hombres que van a parar en un oficio. “Nadie podría creer –dice- a menos de estarlo viendo, que se obligue a un niño a aprender los rudimentos de un idioma que no usará nunca, y a olvidar por el contrario a hacer cuentas que tan útiles son no sólo en los oficios, sino en todas las condiciones de la vida.” La burguesía hablaba ahora a través de Locke con un acento tan firme que dos años después de publicar su obra capital sobre la educación (1693), lo encontramos convertido en comisario de comercio del rey Guillermo. Y para que nada falte en estos hombres que sólo a medias tenían conciencia de su tiempo, habrá que añadir que el filósofo que tales cosas escribía había sido preceptor del nieto de un conde rancio, y que se refería siempre a la figura ideal de un joven gentleman cuantas veces se daba a meditar sobre la educación.61 ¡Nobleza bien aburguesada la que tanto necesitaba del cálculo en la vida! Nobleza feudal capitalista de la que tantos ejemplos podían encontrarse en el siglo XVII; nobles influyentes que entraban e asociaciones con banqueros de la burguesía para participar después en las ganancias.62 Las guerras feudales y la revolución burguesa de 1648 habían arruinado de tal modo a la nobleza, que debió ésta incorporarse a un movimiento cuya dirección no estaba ya en sus manos. Es de 1693 la obra fundamental de Locke en pedagogía, Pensamientos acerca de la educación, y aunque en ella sólo se preocupa, como queda dicho, de los cuidados a tener con un joven gentleman, no deja por eso de aconsejarle el estudio de la teneduría de libros como “absolutamente necesarios.” Los gastos de la nobleza, varios siglos atrás, no debían ajustarse al cálculo: derrochar el dinero con elegante desprecio era el rasgo de un noble, y pocas cosas le hubieran hecho reír más que aquellas páginas en que León Battista Alberti, burgués típico del siglo XV, aconsejaba llevar ropas de lujo pero no ceñidas: “Primero –dice- porque el vestido parece menos amplio y menos honorable segundo, porque el ceñir la ropa gasta el paño y hace asomar la trama, de modo tal que aunque la ropa sea nueva, se gastará y envejecerá en le lugar donde ciñe.”63 Un siglo después de esos consejos, Locke ponía al joven gentleman sobre el mismo camino de León Battista Alberti. La noción de los gastos, aconsejaba, debe estar siempre dentro de “límites justos” para eso nada mejor –le decía- que “las cuentas exactas y bien llevadas”.64 La geografía y la aritmética, la historia y el derecho civil, incorporadas a la educación del joven gentleman, indicaban que la nobleza había dado un gran viraje. El comercio y la industria no sólo habían disminuido las distancias que hasta ayer separaban a la burguesía y la nobleza; no sólo habían introducido en la educación la necesidad de nuevos métodos; no sólo acelerando los progresos de la ciencia minaban cada día algún dogma venerable, sino que aflojaban cada vez más las trabas que el feudalismo imponía a su propia expansión: los privilegios de las corporaciones, los obstáculos al tráfico, la tiranía de las aduanas, las diferencias en las legislaciones, en las costumbres y en los idiomas. Contra las barreras del feudalismo, los fisiócratas lanzaron entonces su consigna famosa: “dejad hacer, dejad pasar”.65 La libertad de comercio, que era para la burguesía una cuestión vital, impuso también como consecuencia necesaria la libertad de ese otro comercio de las creencias y de las ideas. El mismo Locke, pedagogo y economista, publicó en 1688 su Carta sobre la tolerancia. Retengamos con el título, la nueva idea que introduce. Bajo la forma oblicua del deísmo, primero; bajo la forma más cruda del escepticismo después, la burguesía se esforzaba en arrojar a la Iglesia en sus últimos reductos. Aquel “silencio de los espacios” que a Pascal estremecía, ya no impresionaba ni a las marquesas que gustaban rodear a Fontenelle. La crítica despiadada a la nobleza y a la “infame” –para usar el sobrenombre que Voltaire daba a la Iglesia- arrastró a la burguesía a replantear la totalidad de los problemas. Esa necesidad de borrar y comenzar, de “abrir nuevos libros para nuevas cuentas” fue admirablemente expresada por Rousseau (1712-1778) con sus paradojas, al principio desconcertantes, sobre el retorno a la naturaleza. Cada vez que en un régimen social se sospecha obscuramente la inminencia del derrumbe; se ve siempre surgir como un síntoma infalible la necesidad de un retorno a la naturaleza. En la decadencia del mundo antiguo fueron los estoicos los que pregonaron la urgencia de una vida más sencilla; en la decadencia del feudalismo, el Renacimiento impuso con la “vuelta a lo antiguo” un paganismo de la carne y de la belleza; y ahora que la monarquía levantada sobre las ruinas de ese feudalismo, sentía también que su vieja aliada burguesa iba creciendo en ambición y en osadía, Rousseau lanzaba con entusiasmo ardiente el evangelio de la naturaleza. Evangelio de la naturaleza en el que reaparecían más vigorosos que nunca el individualismo de los sofistas, el culto de la personalidad de los estoicos, la “vuelta a los antiguos” del Renacimiento. “La felicidad suprema de los hijos de la tierra es la personalidad”, sentenciará Goethe muy pronto. Y ¿qué otra cosa que el individualismo burgués era lo que estaba por debajo de tantas manifestaciones aparentemente tan distintas: ironía de Voltaire, ingenuidad de Rousseau, moralismo de Kant? Después de tantos siglos de sujeción feudal, la burguesía afirmaba los derechos del individuo como premisa necesaria para dar satisfacción a sus intereses. Libertad absoluta para contratar, para comerciar, para creer, para viajar, para pensar Nunca se habló como entonces de la “humanidad” y de la “cultura”, de la “razón” y de “las luces”. Y justo es decirlo: la burguesía llevó el asalto al mundo feudal y a la monarquía absoluta con un denuedo tal, con un brillo tan intenso, con un entusiasmo tan contagioso, que en un momento dado la burguesía asumió frente a la nobleza la representación de los derechos generales de la sociedad. Después de aplastar a los barones apoyándose en la burguesía, el monarca se apoyaba ahora en la nobleza para contener a los burgueses. Pero la nobleza había perdido hacía mucho tiempo aquella función de protección que en los comienzos del feudalismo dio al barón una misión social en cierto modo innegable. Ya en los tiempos de la Reforma, el recio buen sentido de Lutero aconsejaba a los habitantes de las ciudades tomar por su cuenta la enseñanza en las escuelas porque los “pobres nobles” –decía- están siempre ocupados por demás “con los altos negocios de la bodega, la alcoba y la cocina”. Más aún que en tiempos de Lutero, la nobleza del siglo XVIII estaba ocupada por demás con los altísimos negocios... En su novela satírica Los dijes indiscretos, Diderot se refería a la educación del príncipe Nangogue con estos términos: “Gracias a las felices disposiciones de Nangogue, y a las no interrumpidas lecciones de sus maestros, nada ignoró de cuanto un príncipe debe aprender en los quince primeros años de su vida; y supo a los veinte beber, comer y dormir con tanta perfección como cualquier potentado de su edad.”66 Los privilegios de que gozaba la nobleza en otro tiempo, cuando la producción era escasa y el intercambio exiguo; cuando hasta los más cortos viajes de ciudad a ciudad eran de un riesgo que a nosotros nos cuesta comprender, resultaban ahora por demás insostenibles; ahora en que Nocker, banquero ginebrino, pasaba por ser la última esperanza del último Capeto. Para que una clase pueda asumir la representación de la sociedad –enseñaba el joven Marx en la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel- es necesario que todos los vicios de la sociedad estén concentrados en otra clase, es decir, “que una clase determinada sea la clase del escándalo público, la personificación del obstáculo general, la encarnación de un crimen notorio para todos, de modo tal que al emanciparlos de esa clase se realice la emancipación de todos”.67 A fines del siglo XVIII la nobleza era evidentemente la clase del escándalo público. Para los burgueses y los artesanos, para los jornaleros y para los campesinos, era la encarnación de un crimen notorio para todos. Contra ella el tires etat asumió la representación de los intereses sociales ofendidos, de todas las mortificaciones guardadas hasta entonces en silencio, y bien seguro ya de su fuerza y de su ánimo lanzó al rostro de los nobles el desafío orgulloso: “¿Qué es lo que somos? Nada. ¿Qué es lo que deberíamos ser? Todo.” Los que así hablaban no lo hacían en nombre exclusivo de la burguesía. Ni la burguesía ni el proletariado se habían desprendido, por entonces, del común tercer estado que los englobaba. El movimiento tuvo por eso un impulso inicial como no se había visto otro desde la Reforma. Pero como es ésta, también, lo contradictorio de los elementos que constituían el tercer estado se reflejaba en la ideología no muy homogénea de sus teóricos: desde la izquierda de los “materialistas” hasta la derecha de los “fisiócratas”; orgullosos aquellos de extraer las consecuencias más audaces, celoso éstos de mantenerse en posiciones moderadas. ¡Qué diferencia, en efecto, entre el deísmo de Voltaire y el ateísmo de D’Holbach Qué diferencia, también, entre la educación egoísta que Rousseau aspiraba para Emilio, acompañado siempre por su ayo, y la educación generosa que Diderot exigía por cuenta del Estado para todos los ciudadanos de una misma nación! Pero estas diferencias, justo es decirlo, no se veían entonces con la claridad con que hoy las percibimos. Los “filósofos” y los “enciclopedistas” formaban más o menos un todo compacto que se aprestaba al asalto de la Bastilla ideológica. Con sus errores, sus confusiones, sus torpezas, los ideólogos del tiers etat alcanzaron en cierto momento el pulso afiebrado de las revoluciones. Tan tenso, y tan varonil, que no es posible volver los ojos a ese instante de la historia humana sin reconocer que la burguesía que los inspiraba alcanzó por entonces el momento más alto de su propia vida. “En el orden de la naturaleza –decía Rousseau- todos los hombres son iguales: el estado de hombre es su vocación común, y al que esté bien dirigido para ello, no le faltará nada de lo que a tal estado corresponda. Para mí es de poca importancia el que mi discípulo esté destinado a las armas, a la Iglesia o al foro. Antes del destino que le asignen sus parientes, la Naturaleza lo llama a la vida humana. Vivir es el asunto que yo deseo enseñarle. Cuando le deje de mis manos, no será magistrado, soldado, ni sacerdote; antes que todo, será un hombre.”69 No nos detengamos ahora en sus frases equívocas, ni en sus promesas falaces. La burguesía prometía a través del Emilio no un nuevo tipo de hombre, sino el Hombre total, liberado, pleno. Veremos en la clase próxima todo lo que había de falso en ese ideal exteriormente tan magnífico, y descubriremos además por qué al traicionarlo la burguesía tuvo que ir descendiendo de miseria en miseria hasta la agonía actual que presenciamos. Quedémonos por hoy en su momento luminoso: cuando alzó sobre el mundo una esperanza tan alta que inflamó con ella, durante algunos años, a los ejércitos gloriosos de los descamisados.
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Educación y Luchas de clases
De TodoEs un libro interesante, que nos habla practicamente de como perciben la educación la distintas clases sociales, ¡Muy Interesante!