Tormentas

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-¡Mi reina, tendremos que desatracar, incluso con esta tempestad. No podemos darnos el lujo de quedarnos para averiguar el destino de la ciudad. Además será casi imposible para los Skargeins atraparnos en nuestro viaje a las Islas de Bojernn. No creo que la tormenta se prolongue mucho más y para un marinero como Flosi, esta pequeña llovizna no será siquiera el más ligero inconveniente!—decía a gritos Flosi el Navegante a causa del ruido que causaba el diluvio. Se encontraban en el Drakkar más veloz del puerto y estaban a punto de partir. Varios hombres soltaban ya los amarres de la embarcación para adentrarlo en aguas más profundas.
En el momento en el que el barco dragón izó las  velas un intenso vendaval los llevó a altamar en cuestión de segundos. Un grupo de remeros elaboraba la laboriosa tarea de mantener estable el navío, mientras que las velas eran manejadas con sumo cuidado a causa del viento.
El cielo se iluminaba a momentos por la tormenta eléctrica que presentaba un indudable espectáculo visual y que a pesar de su hermosura, ponía a todos nerviosos por el peligro que esto representaba.
La neblina que había cegado a Kergënven de sus enemigos se había levantado.
El barco se meneaba con fuerza con el impacto del gigantesco oleaje pero el fuerte viento empujaba a los navegantes hacia el destino deseado. Parecía que la tormenta podía ser beneficiosa para su viaje aunque verdaderamente incómoda.
Después de varios cansados y psicológicamente prolongados minutos, las malas noticias llegaron de improviso. El diluvio aumentó notablemente su cadencia y los remos tuvieron que ser retirados por causa de la fuerza del mar. El viento los seguía llevando a las Islas de Bojernn a velocidades difíciles de superar, pero, cuando pescaban con el ángulo incorrecto una ola, el choque que causaba en el Drakkar era tan fuerte que parecía que rompería el barco a la mitad. Si continuaban teniendo tales encuentros con el oleaje, la nave se volcaría con facilidad y la tripulación tendría que regresar a la costa a nado.
Súbitamente, un ventarrón los llevó en la dirección equívoca e hizo que los mástiles se resquebrajaran con violencia, apenas se mantenían levantados a duras penas.
–¡Mantengan las velas en dirección al viento, no importa a dónde nos lleve, pero no podemos permitir que se destruyan los mástiles o nos extraviaremos sin remedio!-
Todos en borda estaban trabajando con frenesí a excepción de la reina Arndis, quien refugiaba de la lluvia al príncipe Erik con su capa. Antes de salir de Kergënven ya sentía desconfío hacia la travesía, pero en éstos momentos se había convertido en un verdadero terror.
Con un fuerte estruendo los dos mástiles se quebraron al unísono y una inmensa ola los arrastró lejos de la ruta que habían estado usando hasta entonces.
El barco dio un brusco giro debido a las olas y un marinero fue lanzado por la borda. Todos se aferraron a cualquier cosa que encontraran para no correr la misma suerte que sus compañeros. La reina sujetaba con un brazo al pequeño niño asustado y con el otro el grueso mástil de madera partido por la mitad.
Flosi había dejado de gritar órdenes y en cambio miraba con terror las olas que salpicaban grandes cantidades de agua hacia su Drakkar.
Olafur, el viejo soldado, consiguió con magnánimo esfuerzo llegar hasta la posición de la reina  para ayudarla a mantenerse dentro del agitado navío.
Después de lo que pareció una eternidad para Arndis, las olas llevaron el barco dragón a las costas de alguna isla que no se debería encontrar muy lejos de Kergënven.
Bajaron inmediatamente de la embarcación y pusieron pies en la arena mojada. Flosi hizo un reconocimiento del barco, que ahora tan solo parecía un pedazo de madera que de alguna manera consiguió mantenerse a flote hace unos segundos. Prosiguió examinando la isla desconocida. Tras unos breves instantes se percató que no habían naufragado, sino que habían logrado regresar a la mismísima Kergënven.
Arndis se recostó sobre la arena con un inmenso gozo y abrazó al príncipe Erik, que temblaba de frío. La tormenta no había reducido en lo mas mínimo su potencia. Apenas se levantó vio unas pocas tropas Skargeins que se acercaban rápidamente hacia la costa.
Los Skargeins divisaron a los marineros que acababan de desembarcar y sacaron las espadas para darles caza. Solo un pequeño grupo de la guardia de la reina conservaba sus armas tras el inminente naufragio que acababan de experimentar, pero no dudaron en desenvainarlas para defender su reina. Olafur dirigió a sus compatriotas en una lucha dispareja de dos a uno.
La pelea se disputaba con un cansancio palpable de los dos bandos, pero no por eso menos salvaje.
Uno a uno los Kergënvenianos empezaron a caer. Al final solo quedó Olafur, quién parecía imposible de derrotar.
De pronto otro grupo Skargein apareció y se estableció en la costa. Un gigantesco hombre calvo, de aspecto regio y con un bigote perfecto, comandó a los Skargeins, con una voz que se levantaba sobre la tormenta, que se detuvieran.
Desenvainó de su espalda un inmenso mandoble de acero y se colocó enfrente de Olafur. Lo miró durante un rato y luego le sonrió. En la cara del veterano se notaba un reconocimiento hacia el gigante. Incluso a Arndis se le hacía extrañamente familiar.
El corpulento hombre se enfrentó a Olafur, quién peleó con su mayor esfuerzo. El gigante soltaba tajos a diestra y siniestra y el anciano tan solo podía rechazarlos a duras penas. Olafur no podía contraatacar, tan solo defenderse.
Eventualmente Olafur cometió un error. El hombre calvo lo había acostumbrado a rechazar y cuando hizo una finta hacia la izquierda, Olafur cubrió ese flanco erróneamente; al darse cuenta de su error, intentó rechazar el potente ataque que lo amenazaba su diestra. El impactó en su espada fue tan fuerte que se la quitó de las manos. El gigante aprovechó la situación que había agarrado desprevenido a Olafur y, mientras seguía aturdido, clavó la espada en el pecho del viejo. De su boca salía sangre a borbotones.
El hombre desencajó el mandoble del pecho de Olafur y se lo dio a un soldado para que lo limpiara. Entonces ordenó que apresaran a los espectadores y dieran un especial cuidado a la reina Arndis y su hijo. De golpe Arndis recordó de quién se trataba tan misterioso hombre: era Harald  Svarti, el rey de Skarlak.
Desde el agitado mar llego una colosal Kalerg que logró anclar frente a ellos con gran esfuerzo. En cuanto se detuvo, los Skargeins abordaron el barco. El rey Harald ordenó que zarparan inmediatamente sin esperar a los demás y tomaran rumbo hacia Skarlak.
Arndis fue establecida en una cómoda habitación junto con su hijo. Sabía que, aunque la recámara fuera lujosa, era en realidad prisionera del rey Skargein y si tenía suerte sería negociada por un rescate.
Por el momento Arndis tan solo quiso pensar en lo bien que se sentía estar caliente y seca, pero no podía evitar pensar en la muerte de Olafur y en el destino que le deparaba.
-Ganamos la guerra, seguro, o no estarían huyendo tan deprisa de Kergënven. Lo único que importa es que mi hijo, mi esposo, y mi pueblo están bien y al menos tendré oportunidad de ver con mis propios ojos las famosas tierras de Skarlak, las tierras del Sur- se dijo a sí misma la reina.

Thorberg, Rey de los VikingosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora