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   —¡Alex, ve y atiende al cliente!—La voz de su madre le ordenó desde el jardín trasero

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   —¡Alex, ve y atiende al cliente!—La voz de su madre le ordenó desde el jardín trasero. Escuchó el característico sonido de la campanilla al abrirse la puerta del negocio, mientras bajaba con apuro los últimos escalones. La madera crujía bajo sus pies y la barandilla se mecía suavemente. Entró al pequeño recinto anexado a la casa, que utilizaban como tienda para ganar algo de dinero y así sustentarse. Se encargaban de comercializar frutas y vegetales.
Una silueta con sombrero y guardapolvo se dibujó en su visión y, percatándose de que se trataba de don Javier, sonrió para sus adentros. Era su vecino desde hacía varios años.

—Buenas tardes, muchacho.—Saludó el hombre con su habitual sonrisa. Al sonreír, sus ojos se tornaban más pequeños y arrugas hacían su aparición al final de estos, clara muestra de que el paso de los años se hacía evidente en aquel hombre.

—Buenas tardes, don Javier. ¿Cómo se encuentra hoy?—cuestionó el muchacho con mucha cortesía. Sabía cómo dirigirse a un adulto.

—Muy bien, gracias. ¿Te llegó la carga de limones? Es que quiero unos cuantos.

—Claro, espere un segundo. —Alex se dedicó a buscar los limones mientras su vecino se quitaba el sombrero e intentaba secar el sudor que corría por su frente y empapaba sus blancos cabellos. Era una tarde muy calurosa en aquel pueblo.

—Son diez con cincuenta, don Javier.—El señor le extendió un billete de veinte y le sonrió.

—Quédate con lo que quede, muchacho. Sé que le darás buen uso.—Le guiñó un ojo, se colocó nuevamente el sombrero y salió del ventorrillo con los limones. Alex suspiró tristemente al ver el billete sobre el mostrador. La precaria situación en la que se encontraban él y su madre no era un secreto para nadie, y menos para don Javier, su vecino desde hacía tanto tiempo, que había sido testigo de todos los infortunios que habían atravesado. Se quedaron sin techo luego que la furiosa tormenta de tres años atrás arrasara con todo a su paso, llevando consigo su casa y todas sus pertenencias, al igual que las de la mayoría de sus vecinos. Habían quedado a la intemperie, solos y sin dinero. Su padre, que había salido del pueblo aquel día para trabajar, nunca más regresó. Jamás se supo de su paradero o estado. Nadie lo volvió a ver. Luego conocieron a don Javier, quien fue su salvador. Les ofreció un techo, informándoles que no debían pagar hasta que estuvieran mejor acomodados o estables económicamente. Les ayudó en todo cuanto estuvo a su alcance.

El muchacho suspiró y se guardó el dinero en el bolsillo mientras se encaminaba a la cocina. A pesar de que una llovizna empezaba a caer y las gotas repiqueteaban en las ventanas formando un sonido rítmico, la casa estaba sumida en total silencio, lo cual era extraño ya que su madre amaba cantar. Puso agua a hervir para hacer un poco de café, como todas las tardes, y se dirigió al jardín trasero para ver en qué estaba su progenitora.

—Má, don Javier nos ha dejado algo. Si quieres voy al mercado a... —Sus palabras se vieron interrumpidas por el asombro, su madre se encontraba de rodillas, apretando fuertemente su estómago mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.

Número de palabras: 546

Alma Incandescente  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora